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El escorpión, el gorila y el caballo
Por Mario Wainfeld

na24fo01.jpg (16271 bytes)  t.gif (862 bytes) La información nunca es suficiente: sólo el presidente Carlos Menem sabe qué hará Carlos Menem. Los datos políticos o el análisis naufragan contra ese límite; la fábula o el chiste brotan con facilidad, sirven para hacer un mapa, si no más preciso, más llevadero de la situación. La fábula más socorrida en estos días, la que más ha usado la prensa escrita, es la de la rana y el escorpión, que concretan un contrato de transporte fluvial. La rana rehusaba llevar al escorpión por miedo a que la picara, pero el pasajero la convence de que jamás haría eso porque él también se ahogaría. La rana confía en la sensatez del escorpión, pero éste, a mitad del río, la pica. Mientras ambos se hunden la rana le pregunta por qué lo hizo y el escorpión contesta que ésa es su naturaleza. Menem escorpión es un Menem irracional, ávido de poder hasta la destrucción, incluida la propia. Una analogía que hasta ahora no condice con lo realizado por Menem, quien siempre (especialmente cuando durante el año pasado Eduardo Duhalde le tiró a la cara una consulta popular) se detuvo un milímetro antes de picar a su poder, a la unidad del PJ. Un Menem que carece de escrúpulos pero no de racionalidad. Por ahora.
Otra parábola –broma que gustan contar los menemistas y (en riguroso off the record) algún allegado al gobernador Duhalde– es la del gorila blanco. El gorila blanco causa pavor en algún lugar del Africa. Las tribus nativas no pueden con él y ofrecen fortunas a quien lo extermine. El más poderoso cazador de la Tierra se siente desafiado y va a buscarlo. Excitado por el deporte decide matarlo con las armas de los africanos. Lo busca, toma el arco, realiza veinte disparos impecables. El gorila cae, atravesado por veinte flechas. El cazador se acerca a su presa para fotografiarse, el gorila se levanta, lo golpea cruelmente, lo viola. Años le toma al hombre recuperarse pero vuelve esta vez con rifles de primera. La situación se repite. Dispara, acierta, se acerca al gorila moribundo y éste se levanta como si tal cosa. Y vuelve a golpearlo y violarlo. Durante años, mientras se recupera, el cazador estudia al gorila y llega a la conclusión de que hay que enfrentarlo con una ametralladora que lance balas de plata. Consigue el armamento, vuelve a Africa, lo acecha, le dispara, lo tumba. Espera un día, dos, a prudente distancia. El simio no se mueve. El hombre se acerca, cauteloso. El animal sigue inerte. Cuando el cazador está al lado, el gorila todo ensangrentado, con las tripas al aire, abre un ojo y le pregunta “¿Andás con ganas de hacer el amor de nuevo?”. El chiste, rematado usualmente con expresiones más drásticas que “hacer el amor”, enfatiza la invencibilidad presidencial, inexplicable, contraria a las reglas de la lógica. El gorila blanco, como el escorpión, es una fuerza de la naturaleza, pero a diferencia de él es invencible. Identificar a Menem con un gorila ya no es novedad. No son pocos en la Argentina que son nomás el gorila blanco..., pero cada vez son menos.
Un periodista que alguna vez militó en el peronismo sacó del archivo de la narrativa popular una nueva parábola. Un rey ofrece la mano de su hija a quien se anime a cumplir una prueba dura y secreta. Si fracasa, el castigo es la muerte. El candidato debe aceptar el desafío antes de conocer la tarea. Todos los aspirantes (los hay porque la princesa es rica, joven y hermosa) se borran porque el rey es muy sádico y no quiere casar a su hija. Un cachafaz, empero, se atreve, se presenta al rey, asume el desafío. El rey entonces le muestra un caballo, un bello corcel, y le dice que para tener a su hija debe enseñarle a hablar. “Me parece justo –dice el audaz–, me casaré con tu hija y le enseñaré a hablar al caballo. Pero para eso necesito un año.” Sea porque el pretendiente es simpático, o porque la princesa no quería quedarse a vestir santos, el rey acepta. Antes de la boda, un amigo habla con el aspirante y se aterra: “Vos no sabés nada de caballos y mucho menos de enseñarle a hablar. ¿Estás loco?”.El príncipe consorte replica: “Tengo un año, durante el cual pueden pasar muchas cosas. Puedo caerle bien al rey y conseguir que me dispense de la prueba. O puedo conseguir que la princesa lo convenza. Se puede morir el rey. Se puede morir el caballo. Y quién te dice..., por ahí el caballo aprende a hablar. Mientras tanto, vivo de primera, estoy en el palacio y hago el amor (dicho en términos algo más coloquiales) con la princesa”.
La analogía es tentadora. Menem se parece más a ese personaje audaz, arriesgado y seductor que a un irracional sin límites (como el escorpión) o un imbatible que transgrede todas las lógicas (como el gorila blanco). Un eterno apostador que disfruta mientras juega y prorroga largamente la duración de su fuga hacia adelante, llena de placeres: el poder, la impunidad, el centro de la escena. Ganar tiempo es en sí mismo un logro.
Este relato, sugestivo, tiene un inconveniente ostensible. Es que la fantasía se ubica en el momento de la boda. Pero para comparar al yerno audaz con Menem habría que pensar en otro momento. Cuando hayan pasado once meses: el rey rebosa salud y mala onda, el caballo vive ma non parla, la princesa ya se prueba ropa de luto y comenta que le sienta bien y hay lista de espera de nuevos potenciales yernos. En ese plan al príncipe sólo le queda disfrutar lo bailado y aceptar mansamente que llegó su hora o hacer alguna barbaridad, tal como matar al rey o al caballo.
Menem apostó a ganar tiempo y esperar que el escenario cambiara. Pero ya juega tiempo de descuento y parece que es tarde hasta para nombrar delfín a Carlos Reutemann. Todavía puede retirarse en buen orden o competir para perder..., ninguna de esas opciones calza a la medida del Presidente, un ambicioso desaprensivo que aborrece ser derrotado. Por eso suena verosímil la advertencia de algunos opositores que temen que Menem salga a competir, no como un gorila blanco o un cazador que pelean limpio, sino como un jugador fullero, con alguna carta en la manga: el fraude o el recurso último de patear el tablero, de llevarse la pelota para que no se juegue el partido.

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