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Panorama politico
Imagínate
Por J. M. Pasquini Durán

El presidente Carlos Menem está pasando por su momento de mayor debilidad. Suele ocurrir con los mandatarios que terminan su mandato, sobre todo cuando el próximo final llega a caballo de un extendido descontento popular por la realidad económico-social. En esa convención de la alternancia democrática, lo normal es que el saliente trate de retener la mayor capacidad posible de decisión hasta el último día y de mantenerse en la cúspide de su partido. Que no le quiten el saludo los granaderos de la puerta, por lo menos.
Sobre todo cuando se propone ser, en los años siguientes, el jefe de la oposición al nuevo gobierno, si gana la Alianza, o el referente obligado si lo sucede alguno de sus conmilitones. Hasta ahí el trámite no debería sobresaltar a nadie y mucho menos justificar el alboroto, los recursos y las energías que maltraen a los políticos en estos días. La razón es otra, tan sencilla como terca: Menem no se quiere ir.
Contra el mandato constitucional, contra la mayoría de los diputados nacionales, contra la integridad orgánica del PJ, contra su palabra empeñada, contra la opinión predominante de los ciudadanos (bastan las encuestas para saberlo) y contra la ley de gravedad, Menem se quiere quedar donde está desde hace diez años. La desautorización pública a Alberto Kohan, que fue siempre “la boca del caballo” como dicen los burreros, después que exploró con Eduardo Duhalde una vía de escape sin humillaciones, muestra que la obstinación presidencial ya no reconoce ni a los amigos.
El Presidente no quiere ninguna competencia electoral inmediata, porque sabe que la pierde. De lo contrario, cuando el juez cordobés le abrió la puerta se hubiera lanzado sobre la interna partidaria, en lugar de postergarla todo lo que pueda. Cuenta a su lado con César Arias, Alberto Pierri, Juan Carlos Rousselot, Alberto Lestelle, María Eva Gatica, María Julia Alsogaray, Víctor Alderete, Rabanaque Caballero, Víctor Bo y Adelina de Viola. No es un elenco para Adrián Suar, por cierto.
Sus mejores cartas actuales para enfrentar las urnas son Ramón Saadi en Catamarca y Antonio Cafiero en Buenos Aires. ¿Si el dúo Menem-Saadi pierde mañana en Catamarca, aceptarán la derrota como caballeros? Peor aún: ¿y si ganan, por prepotencia de dádivas, en contra de todas las encuestas previas, cómo usarían la victoria?
En el terreno económico-social el Presidente viaja con viento en contra. Esta semana, Smata le puso tribuna para que contara sus sueños y no pudo ni mencionar los éxitos de su gestión económica, ya que en ese gremio miles de sus afiliados están suspendidos por todo el año o trabajan a media máquina debido a la recesión de la industria automotriz. La industria en general cayó entre 8 y 12 por ciento respecto de marzo del año pasado, en el campo los tractores han vuelto a las rutas por desesperación y los comercios quiebran por centenares. Hasta los voceros oficiales aceptan que este año aumentará el desempleo y, por lo tanto, la exclusión y la pobreza.
Para echar sal sobre la herida, el gobierno autorizó un aumento de las tarifas en Trenes de Buenos Aires por un monto total de cien por cien, que se traducirá de inmediato en una suba del 15 por ciento en cada boleto. La empresa Edesur compensó a los damnificados del apagón con sumas menores a las prometidas sin que al gobierno o al ENRE se les moviera un pelo. Una imaginación conspiradora podría suponer que hay interesados en promover convulsiones sociales de entidad suficiente para imponer el dispositivo de seguridad por conmoción interna que suspenda todas las garantías democráticas, aunque sea por un tiempo.
Como el gobierno ya no puede hablar con credibilidad sobre prosperidad económica, equidad social, seguridad, justicia o educación, el Presidente hace reiteradas menciones al respeto internacional por su figura. Hay dos casos, por lo menos, que lo ponen en duda. Hay un tercero, en verdad, pero más personal. Esta semana, el Presidente se ufanó de haber sido escuchado por académicos franceses, mientras que ayer Domingo Cavallo no sólo fue escuchado en La Sorbonne sino que recibió un doctorado honoris causa.
De los dos que importan uno fue el del príncipe Carlos, que no vaciló en desdeñar las pretensiones de soberanía nacional sobre las islas Malvinas en pleno banquete oficial. El otro: la intervención del embajador de Israel, palabra autorizada de ese Estado, en el séptimo aniversario del atentado contra su embajada en Buenos Aires. Sus acusaciones por la impunidad de los autores y por la desidia del gobierno, la Policía Federal y la Corte Suprema, aunque legítimas y verdaderas, fueron más rudas que el lenguaje habitual de la diplomacia. En ninguna de las dos situaciones la Cancillería salió a defender el presunto prestigio internacional de su gobierno.
Cuando se enumeran los datos, no hay más remedio que concluir que la pretensión continuista del Presidente carece de fundamento teórico y práctico. Sin embargo, los políticos de la oposición –que no creen en estallidos sociales ni en ninguna otra señal que no sean las elecciones de octubre próximo– han sido ganados por el juego presidencial. Duhalde, que juega con las mismas cartas que Menem, amenaza en público y negocia con Kohan en privado, seguro de que su rival terminará ofreciendo su reino por un caballo como Ricardo III. Igual que el PRI mexicano, el sucesor siempre tendrá a mano los recursos para perseguir al que se fue, como sucedió con Salinas de Gortari, desterrado en Irlanda. Esa es una de las pesadillas favoritas de Menem y sus entornos. Tal vez haya que pensar en esa experiencia para encontrar una poderosa razón práctica para las maniobras menemistas, además del mandato divino de su líder, que buscan canjear la intranquilidad general del presente por el compromiso de un futuro particular quieto, sin acosos judiciales.
De la Alianza podía esperarse otra cosa. En caso de jugar al mismo juego, que lo hiciera en otra mesa y con barajas nuevas. La coalición prometió que construiría una sociedad de ley, en lugar de una monarquía de la impunidad. En sus cuadros dirigentes existe la misma convicción que en algunos politólogos norteamericanos: la democracia es irreversible. No todos piensan igual (en Estados Unidos). El conservador Huntington cree que la democratización es una ola que así como viene, puede irse. Aun si fuera irreversible, la calidad democrática también importa, además de su mera existencia formal.
Por otra parte, el apego a las formas republicanas de la UCR y sus convicciones liberales de la democracia también permitían suponer que nunca apostaría en la timba política de una consulta improvisada el valor del texto constitucional, por más que vinieran degollando. Claro que el método alfonsinista del Pacto para salvar la democracia sería impracticable en esta instancia para cualquiera que pretenda un horizonte electoral promisorio. Dicho esto sin más presunción intelectual que el vulgar sentido común. Los que “hacen política” en la coalición razonan de otro modo, dicen que más pragmático.
En la disputa Menem-Duhalde, el gobernador de la provincia de Buenos Aires se fue instalando como la gran cabeza de la oposición, por lo que Fernando de la Rúa presintió que perdía ese lugar. Ahí fue que decidió “primerearlo”, convocando a la consulta antes que cualquier otro, para lo cual tuvo que retorcer el texto constitucional de la Ciudad, que impone treinta días de plazo antes de abrir las urnas, valiéndose de una mayoría regimentada en la Legislatura. El método menemista, pero con gente linda.
Otra vez, como en la reforma del Código contravencional, fracturó el bloque legislativo por una jugada de dudoso valor electoral. De la Rúa confía en que su consulta derrotará ocho a dos a Menem y será él quien quedará colocado como el autor de la derrota, en lugar del negociador Duhalde. ¿Quién puede garantizar, hoy en día, que los ciudadanos van a votar voluntariamente por un asunto que les interesa mucho menos que sus penurias cotidianas? No importa, dice esa lógica, porque aun si la consulta se suspendiera por previa renuncia de Menem a su obsesión, el candidato de la Alianza podrá exhibirse como campeón. Razones de la realpolitik que escapan a la comprensión de los fundamentalistas del progreso.
Hablando de intelectuales. Durante dos años un grupo de veintiún cientistas sociales, de diez países y cuatro disciplinas académicas, estudiaron los problemas de las democracias jóvenes, como la Argentina. Una de sus conclusiones fue ésta: “Para sustentar la democracia, el Estado debe garantizar la integridad territorial y la seguridad física, debe mantener las condiciones necesarias para el efectivo ejercicio de la ciudadanía, debe disponer de ahorros públicos, coordinar la asignación de recursos y corregir la distribución de ingresos”. Intelectuales presumidos: si los administradores del Estado se ocuparan de esas cosas, ¿quienes harían la política?

 

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