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Panorama economico
Haciendo dedo en la vía
Por Julio Nudler

Un abono mensual (que permite un viaje diario de ida y vuelta) para un trayecto de alrededor de 25 kilómetros desde o hacia Once o Retiro por los ramales del Sarmiento o del Mitre costaba hasta hace poco 26 pesos. De allí trepó a 34 y, de acuerdo con el decreto publicado anteayer, subirá escalonadamente hasta valer 61 pesos. ¿Esto es caro o barato, y en todo caso para quién? Una respuesta posible es ésta: si se opta por cubrir los mismos tramos en colectivo, se viajará peor, se tardará más y habrá que pagar una tarifa mucho más alta. Como el boleto fue encarecido en varias ocasiones desde la convertibilidad (en Capital, de 28 centavos subió a 70), su valor siempre puede usarse como justificación para igualar hacia arriba las demás tarifas del transporte de pasajeros, pero esta fundamentación no es aceptable. Se parece mucho a la lógica inflacionaria de la indexación.
El abono, cuyos adeptos típicos son los trabajadores, completará un aumento de 135 por ciento, incluyendo el reajuste que sufrió en 1998, un porcentaje descabellado en tiempos de estabilidad e incluso deflación. En plata, para el ejemplo tomado, le añadirá al usuario un gasto mensual de 35 pesos, comiéndole un 5 por ciento de su ingreso si gana 700 pesos (podrían tomarse ejemplos más dramáticos también). Esto es, por ejemplo, más de lo que aporta a la obra social (3 por ciento del salario), sin que tenga la manera de escaparle a ese gasto extra, resuelto por decreto. En la práctica, el del tren suburbano es un servicio monopólico, de uso obligado para la mayoría de sus pasajeros, por lo que su encarecimiento provocará una reducción equivalente en otros consumos.
Que los aumentos vayan llegándole al usuario paulatinamente es una táctica bien pensada para evitar una reacción airada del público. Pero, de todas formas, el método toca una cuestión esencial: la de quién debe pagar las inversiones. El alza de las tarifas implica que es el público quien pone los fondos, cuando pareciera más normal, en términos del modelo general, que sea la empresa la que aporte capital fresco o consiga financiación en el mercado. Pero, en la práctica, tanto TBA como las otras compañías no tienen razones para invertir más allá de lo imprescindible porque prestando un servicio mínimamente correcto se aseguran el grueso de la demanda potencial. Por ende, el mecanismo natural de mercado es sustituido por un contrato entre el Estado y el operador, con todos los peligros de arbitrariedad y corrupción que implica.
Que un gobierno saliente extienda la concesión del negocio por veinte años, triplicando su duración original, es una decisión extraña. Que el plan de inversiones incluya extravagancias como el aire acondicionado en los vagones parece más una manera de inflar costos, y así justificar aumentos tarifarios, que una decisión impostergable, orientada a mejorar el servicio. En todo caso, el sector del transporte férreo funciona con leyes propias, diferentes de las que prevalecen en casi todo el resto de la economía:
u Es naturalmente monopólico, porque el colectivo sólo puede competir marginalmente con él. Nadie puede ofrecer el mismo servicio a un precio inferior. Obviamente tampoco es “transable”: nadie puede reemplazarlo por un servicio importado.
u Sus precios no son libres, y esto mismo le permite aumentarlos si consigue convencer al Gobierno. Esa alternativa no existe en los hechos para los sectores sometidos a la apertura y a la competencia local, y en muchos casos a una demanda elástica.
u TBA (como las demás) puede eventualmente trasladar a la tarifa su ineficiencia. Por ejemplo: desde hace meses hay molinetes colocados en las estaciones para combatir la evasión, pero, inexplicablemente, todavía no empezaron a usarse, por lo que no se amortiza esa inversión. Sólo implican un peor servicio para los usuarios, obligados a largos rodeos para acceder a los andenes. Para Eduardo Sguiglia, de FADE (Fundación Argentina para el Desarrollo con Equidad), la usina radical que dirige José Luis Machinea, la renegociación con Trenes de Buenos Aires presenta dos problemas graves. Uno es que todas las discusiones se hicieron en base a los números provistos por TBA, desde las proyecciones de demanda hasta los cálculos de costos. Los representantes del Estado no contaban con cifras propias, consecuencia de la falta de supervisión y control durante los primeros años de la concesión.
Tan grave como eso, según Sguiglia, economista a cargo del tema en FADE, es que por la magnitud de las nuevas inversiones comprometidas y la triplicación del plazo de la concesión, lo acordado supera el margen razonable de una renegociación, aunque en ninguna parte esté escrito por dónde pasa exactamente la línea divisoria. Para los fadistas, esto es un nuevo contrato y, por tanto, una adjudicación directa, a dedo. Pero la posición crítica de los técnicos radicales no puede llevarlos muy lejos porque Fernando de la Rúa participó de la “renegociación” con Metrovías, que responde al mismo molde, aunque en una dosis más modesta. Tampoco habría que esperar mucho de las impugnaciones judiciales, si bien por algún tiempo puedan meter ruido en esta historia.
Ahora, acompañando el anuncio de los aumentos, se prometen controles y participación de los usuarios, como si a partir de este momento fuera a cambiar la historia. Lo que hasta hoy pudo verse es una gestión que logró contrastar absolutamente con la desastrosa administración estatal posterior a 1985, consiguiendo cumplir con las condiciones básicas de un servicio de transporte, pero también algunas evidencias de desmanejo: malos materiales, sobrevaloración de las inversiones y los vicios de siempre en el trato al pasajero, que es abandonado a su suerte, expuesto a la inseguridad, al desfile de vendedores ambulantes (teóricamente prohibidos), a la desinformación, a todos los trastornos que sólo se le ahorran en el nuevo y mucho más caro servicio diferencial. En el fondo, la cultura de la empresa no cambió tanto como pueda creerse con la privatización.

 

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