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RECLAMO EN EL BAJO FLORES TRAS LA MUERTE DE DOS BOLIVIANOS
Una protesta en la tierra de nadie

A la mañana fueron asesinados dos vecinos de la villa. Durante el resto  del día, lagente hizo barricadas pidiendo seguridad.

Durante todo el día, el Bajo Flores exigió que la policía se ocupe de la seguridad de la gente.
“Ni siquiera podemos mandar a los nenes con un peso porque se lo roban y lo manosean todo.”

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Por Alejandra Dandan

t.gif (862 bytes) Tierra de nadie. Es el único modo con que todos nombran esa fracción de territorio del Bajo Flores. Disparos irracionales hacen de la muerte una presencia demasiado cotidiana. Hay miedo, extremo. “Están esperando que haya una guerra civil entre peruanos, paraguayos y bolivianos para hacer algo –se queja a gritos una mujer–, díganme qué es lo que esperan.” Nadie responde. “Acompáñennos, vamos, acompáñennos”, arengan unas mujeres desde la calle. Gritan a otros bolivianos que observan desde los techos el paso de una marcha a la que creen inocua. Ayer, por primera vez, gran parte de esa colectividad boliviana afincada en Villa Rivadavia organizó una protesta. Pidieron seguridad, pero sobre todo exigieron respeto. A la mañana, dos compatriotas habían sido baleados en un asalto. Eran un fletero y una feriante. “Pero muertos hay siempre, es raro ver pasar una semana y que no se entere uno de algún muerto”, repite un hombre y echa un neumático al fuego.
Dos calles marcan en Flores la frontera entre ese territorio que el cura Eduardo Fontini llama “de nadie”, y el exterior: Castañares y Bonorino. El sector de villa aglomera, en casas y construcciones de mil formas, a 200 mil familias peruanas, bolivianas y paraguayas. “Ya ni siquiera las maestras quieren entrar al barrio”, dice la vieja Magtara Jerez, que no entiende cómo “nos llaman zona marginal y no nos dan importancia cuando nosotros necesitamos que alguien venga a poner la cara”. Hasta el ingreso de asfalto en Bonorino, unas 150 mujeres trasladaron fierros y cartones para iniciar la protesta. Ellas no conocían de movilizaciones ni de accionar fogonero. Como Elda Gómez. “Yo nunca voy a las marchas, pero esta vez murió mi cuñado. Hoy por él, mañana puede ser por mí”, dice mientras su hija levanta una de las dos banderas celestes y blancas, que hace flamear junto a otra boliviana.
René Chiri era el dueño de la F-100 acribillada por la mañana. “El hecho ocurrió a las 6.20, a las 6.40 estábamos ahí”, se apresurará a detallar más tarde el comisario Roberto Casanova. René tenía 33 y un flete con el que cada viernes un grupo de mujeres hacía sus compras en el Mercado Central. Iban por fruta y verdura para vender en la feria del fin de semana. “Es lógico, en el barrio saben y donde ven el flete, ven plata”, dice Casanova. La camioneta de René intentó escapar. Los dos encapuchados –ahora prófugos– treparon a la cabina y dispararon. René llegó herido al hospital Piñero. Una de las dos mujeres, Gregoria Ramos Silvestre, murió por los disparos; la otra se salvó tirándose al suelo de la cabina. El escenario fue uno de los pasillos de la villa. Para el comisario es uno de los lugares más peligrosos; para la gente, la guarida de quienes la “policía conoce y no termina de destruir”.
Hay pocos hombres en la marcha. “Ellos a esta hora están trabajando”, justifica una señora que acompasa la caminata con un murmullo atragantado. Tiene miedo. Porque sólo participar asusta: “La mala gente está acasito nomás, rondándonos”, se alarma. En tanto, uno de los pocos hombres arrima bicicleta y bronca: “Una hora después de los dos muertos, en Riestra caían dos heridos de bala y dos horas después, en Camilo Torres, le disparaban a un remisero”. Nadie circula solo. Demasiado atrevimiento para la villa. “La policía ni siquiera se acercó para decirnos nada”, interrumpe una nena cargada de impotencia porque “hasta en la parada del colectivo te roban”.
Una mujer aprieta a un chiquilín bajo el brazo: “Ni siquiera podemos mandar a los nenes con un peso porque se lo roban y lo manosean todo, los chicos no pueden ir a compran tan sólo un helado”. Para tratar de evitar más sustos y corridas, las mujeres calzan zapatos viejos para recorrer la villa y evitar robos hasta alcanzar el ómnibus. Una vez arriba, cambian el calzado. “Hay que ver acá, a la mañana, a eso de las 6.30. Tienen que salir las mujeres con los hijos para acompañar al colectivo a los maridos”, dice Miriam y detrás Héctor advierte que “ni siquiera así se salvan”. Saben que son extranjeros. Esa palabra convierte sus caras y reclamos en estigmas. “Pedimos justicia y seguridad para la comunidad boliviana”, arremete Mary, mientras por detrás una mujer anima a doña María con un “vamos, dale, vamos”. Doña María no levanta su puesto de fruta: “Qué vamos a hacer, si nadie hace nada”, dice como al paso. Lejos de ahí, Juan, el cuñado de René, aguarda el final de las pericias en la comisaría. Lleva voz y cuerpo cansados. No tiene fuerzas ni ganas de reclamar. Pero en tono casi imperceptible deja escapar que “la sociedad está podrida”. Juan vino de Bolivia, trabajó, pudo dejar la villa y asentarse en Montegrande. “Para qué –se pregunta–. Te matás para juntar unos mangos y no te quitan la guita. Te quitan la vida.”

 

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