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OPINION
La vida es bella
Por Carlos Polimeni

Existe un mundo mejor, y está en éste. En ese mundo mejor, Joao Gilberto y Caetano Veloso se reúnen en el escenario y tocan y cantan todo lo que les viene en gana, hasta que se cansan. La banda de sonido de ese mundo mejor son un puñado de canciones ya viejas, que los bahianos desempolvan al interpreterlas, una y otra vez, como chicos pidiendo siempre el mismo cuento, que por otra parte, todos ya saben de memoria. El público parecía estar a tono con el nacimiento de un nuevo mundo, el viernes: pocos artistas, en su vida, tuvieron en Buenos Aires un marco tal de afecto empujándolos a ser mejores sobre el escenario. Pocos, seguramente, respondieron con tanta exquisita calidad.
Cara de haber descubierto el mundo mejor tenía Caetano en los camarines del teatro, al cabo del perfecto primer show de los tres de la serie. La sonrisa no le cabía en el rostro mulato, y el rostro mulato refulgía sobre su ropa de calle, de blanco bahiano. Joao había practicado su truco habitual de esfumarse, pero nadie se lo reprochaba. Había tenido una noche de perfecto gentleman, amplio y amistoso, en que salió de la violenta inercia de su timidez para llegar al gesto osado de dirigir la palabra a la platea. Caetano mismo parecía no poder creer esa generosidad. Joao, contó, le había consultado incluso cómo empezar su parte del show, luego del primer tema juntos, una versión descojonante, de seis minutos, de “Corazón vagabundo”. Fue por eso que le hablaba al oído tanto, mientras el teatro se venía abajo, ovacionándolo su sola presencia conjunta.
Las cosas que Caetano confesó, rodeado de caras luminosas, que lo escuchaban como si el mejor de los mortales hubiese bajado del Olimpo, trayendo la palabra de Júpiter, fueron tan sencillamente deslumbrantes como el recital: que no habían ensayado con rigor, que en el encuentro previo a la cita con la historia en realidad tocaron canciones que luego no brindaron al público, que el gesto de agradecimiento a la vida que lucía en escena le brotaba con tanta naturalidad porque no podía creerse el momento. “Nunca, pero nunca, habíamos actuado antes así, en un show de ambos”, remarcó. Un grupo de periodistas brasileños le reclamó que lo que habían visto y escuchado aquí se repitiese en su país. Caetano los paró en seco: les dijo que no estaba previsto. Le preguntaron si no era ideal la oportunidad para grabar un disco. Contestó que ni. “¿Vas a producir el próximo disco de Joao?”, cargaron. Caetano hizo pucheros.
Lo que Caetano tenía en la intimidad era tal satisfacción personal que estaba claro que no toleraba preguntas que lo obligasen a pensar en el mañana, o pronunciarse con claridad sobre temas importantes. Estaba positivamente shockeado: había sido invitado por el Dios sin ateos de la música popular de este lado del mundo a una prueba de fuego y la había pasado con diez, felicitado. La humildad de todo su gesto –el de venir, el de no tocar la guitarra delante de Joao, el de dejarle toda la iniciativa, el de oficiarle de traductor– estaba señalando una realidad. Decía: señores, sólo puedo decirles que he sido feliz. Tenía cara, por una vez, siendo tan campeón, de Cachito. Si no lo creen, miren la foto de acá arriba. Así miraba Caetana Joao ahí arriba. Así los miraba el público a los dos. El único que no miraba a nadie, era Joao. El es así.

 

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