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DOS JOVENES DEJARON 25 MUERTOS Y 20 HERIDOS EN UNA ESCUELA DE DENVER
La masacre de los hombres de negro

Los jóvenes –alumnos de ese colegio– entraron en el secundario con armas semiautomáticas y explosivos: el resultado fue de 25 muertos. Los estudiantes dijeron que los atacantes reían mientras disparaban. Luego aparecieron muertos, en un aparente pacto suicida.

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Algunos chicos salen de la escuela ilesos y con las manos en alto, a pedido de la policía.
Varios habían estado escondidos y se comunicaron con sus padres a través de los celulares.

Página/12 en EE.UU.
Por Mónica Flores Correa Desde Nueva York

t.gif (862 bytes) Dos hombres jóvenes, vestidos con impermeables negros y atuendos militares atacaron ayer con armas semiautomáticas y explosivos un colegio secundario en los suburbios de Denver, Colorado, dejando un saldo de por lo menos 25 muertos y unos 20 heridos. Los dos fueron luego encontrados muertos –al parecer cometieron suicidio– y, al cierre de esta nota, el FBI y las fuerzas de elite buscaban a un tercer hombre presuntamente involucrado y seguían registrando el colegio ante la posibilidad de que todavía hubiese explosivos. Horas antes, uno de los grupos SWAT había entrado al colegio Columbine y había capturado a otro joven presuntamente vinculado al ataque, a quien se llevó esposado. Varios alumnos indicaron que los atacantes de negro reían mientras disparaban contra estudiantes que pertenecían a minorías y a aquellos que “se destacaban en los deportes”. Los estudiantes también los identificaron como ex alumnos, miembros de una pandilla de la escuela conocida como la “mafia de los impermeables”. No se pudo determinar el motivo que desencadenó la “misión suicida”, según caracterizó la policía el ataque. El único indicio lo ofreció una de las aterrorizadas estudiantes: comentó a los periodistas que había escuchado a uno de los agresores decir que “esto era porque el año pasado los habían tratado mal”.
Según las informaciones de los chicos, los individuos comenzaron a disparar fuera de la escuela, entraron al edificio y se dirigieron al área donde se encuentran ubicadas la cafetería, en la que en ese momento almorzaba un turno de alumnos, y la biblioteca. En el bar, algunos estudiantes armaron barricadas para protegerse de las balas. Otros se encerraron en las numerosas aulas de este colegio de clase media, al que asisten 1800 chicos. Una de las primeras víctimas rescatadas fue una estudiante que había sido herida con nueve balazos en el pecho. Otro sobreviviente fue herido con cinco disparos, también en el pecho.
Pocas horas después del comienzo del tiroteo, la policía detuvo a tres jóvenes vestidos con camperas negras y pantalones militares de camuflaje, que merodeaban por los alrededores del colegio. En la conferencia de prensa que tuvo lugar al concluir el trágico episodio, el sheriff John Stone dijo que la policía estaba investigando a estos individuos que parecían ser “muy buenos amigos” de los criminales de la escuela.
Numerosos testigos describieron la escena como “caótica”. Los canales locales trasmitieron en cadena nacional los llamados de chicos que sollozando o en estado de extrema agitación contaron versiones semejantes del ataque y la desesperada huida que habían protagonizado. Algunos de ellos identificaron a los agresores como integrantes de una pandilla del colegio, compuesta por unos 10 alumnos y conocida como “la mafia de los impermeables”, porque sus miembros visten siempre impermeables negros. Una de las estudiantes dijo que el ataque “era una revancha porque son unos parias”. Otra chica comentó que uno de los individuos se reía mientras disparaba y que había dicho “esto es por habernos tratado tan mal el año pasado”. Un alumno describió al grupo como “unos tipos extraños, unos tarados, pero nunca me parecieron capaces de cometer un acto como éste”. Sin embargo, un adolescente dijo que los atacantes “tienen problemas mentales. Siempre estaban hablando de armas, guerra y esas cosas”. Llorando, una estudiante contó que uno de los agresores le había apuntado a la cabeza. “Decían que iban a matar a todos los estudiantes que son minorías y también a los que hacen deportes”, explicó entre lágrimas.
Las comunicaciones telefónicas más inquietantes partieron de la misma escuela. Un estudiante llamado James se comunicó dos veces con los periodistas del noticiero del canal 9 de Denver y dijo que hacía la llamada desde su celular, que estaba solo y escondido en una de las aulasy que no se animaba a salir de allí por temor a que lo matasen. “Oigo gritos y amenazas”, dijo.
Otro estudiante, Bob, también llamó con su celular al canal 9. Dijo que estaba escondido entre los arbustos en la parte posterior de la escuela. “Voy a tratar de llegar adonde está la policía. Tengo miedo. Siento que estos tipos van a salir en cualquier momento corriendo por aquí atrás y que me van a disparar.” Después, ya sano y salvo, Bob volvió a llamar al canal y con tono menos jadeante pero aún angustiado, dijo que él había conseguido huir, pero que hubiese querido volver a la escena del ataque para ver qué había pasado con sus amigos. “Me acobardé”, se lamentó, mientras explicaba nervioso que no sabía si le había pasado algo a su novia. Varios estudiantes se comunicaron con sus padres usando celulares. Hablaban con voces susurrantes y asustadas describiendo más lo que oían que lo que veían desde sus escondites.
Durante toda la tarde, las cámaras de televisión proyectaron escenas de chicos que esporádicamente lograban escapar de la escuela en pequeños grupos y que corrían por el prado que los separaba del área donde se encontraban la policía y las ambulancias y helicópteros listos para transportar a los heridos. Casi al finalizar la tarde, un grupo de elite de las fuerzas de seguridad (SWAT) entró al colegio y logró liberar a numerosos alumnos, que fueron trasladados hasta donde los esperaba una multitud de padres profundamente alterados. “Estas han sido las peores horas de mi vida. No se las deseo a nadie”, dijo una madre cuya hija se había encerrado con todos los compañeros y la profesora de la clase de ciencias en una de las aulas. “Nosotros nunca vimos nada. Sólo escuchamos los disparos, trabamos la puerta y allí esperamos. La profesora estaba tranquila, nos trasmitió su calma y consoló a los que lloraban.”

 


 

EL ENFOQUE DE UNA ESPECIALISTA
La escuela como reflejo

t.gif (862 bytes) Según la licenciada Alcira Orsini, coordinadora de Orientación y Salud Escolar de la Secretaría de Educación del gobierno porteño, y del Programa contra la Violencia en las Escuelas, “lo que ocurrió en Denver es un hecho escalofriante y patológico. Pero deberíamos separar este caso del fenómeno general que tiene lugar en las escuelas. No se puede decir que no hay violencia en las escuelas, pero no caigamos en decir que esto pasó en Denver y que mañana, inevitablemente, va a ocurrir en Berazategui”.
“Sobre el hecho puntual –agregó la especialista–, habría que analizar en detalle la historia escolar de estos chicos, su historia individual, la historia como institución de esa escuela. Habría que preguntarse qué relación de amor-odio alimentó a esos chicos para llevar adelante semejante acto.”
“Los motivos deben ser multicausales –apuntó–. La droga, el cine, las guerras en las que su país tiene una larga historia, las armas. Hoy, la escuela tiene paredes transparentes. Allí se reflejan todos los problemas que existen en la sociedad. Dejó de ser el santuario que preserva de todos los males que ocurren en otros ámbitos. Sólo que carga con el mandato de tener que construir valores diferentes. Y sola, no puede.”

 


 

UN EXCESO DE ARMAMENTO AL ALCANCE DE CUALQUIERA
Armas que disparan tragedias

t.gif (862 bytes) Cuando dos chicos de secundaria mataron en 1998 a tiros a cuatro alumnas y una maestra en Arkansas, los especialistas en educación y –tardíamente– el gobierno de Bill Clinton, tuvieron que reconocer que una de las causas fundamentales de aquella masacre fue la facilidad para acceder a las armas. Desde entonces se han generalizado los detectores de metales en las puertas de las escuelas norteamericanas. En la Argentina –tal como demostró una investigación publicada por este diario–, hay una avalancha de armas provistas por un expandido mercado negro. La Policía Federal y el ministerio de Defensa reconocen que hay un millón de armas no registradas entre capital y GBA. En Estados Unidos durante 1998 fueron expulsados seis mil estudiantes por llevar armas de fuego a las aulas. En ese contexto el de Denver, es el último de una larga lista de crímenes dentro de un colegio y con chicos como víctimas: el armamentismo civil continúa en la mira.
El 24 de marzo de 1998 cuatro chicas y una maestra cayeron como sopladas por un viento mortal en el piso de una escuela de Arkansas. Fue el resultado de la incursión asesina de Andrew Golden, de 14, y su primo, Mitchell Johnson, de 11. La noviecita de Andrew lo había dejado hacía unos días. Herido, el gordito cuyo rostro se haría famoso por la CNN, antes de la masacre había dicho: “mañana van a saber lo que es vivir o morir”. Después de cumplida la promesa se supo cómo tanta seguridad: los nenes estaban equipados para su aventura con tres fusiles de caza, tres revólveres, dos pistolas semiautomáticas, y dos pistolas Derringer. Sus padres eran fanáticos de las armas y la caza. Los chicos crecieron con el sonido de los tiros como si fueran canciones de la Walsh.
En Oregon el escenario de la matanza fue la cafetería. Un estudiante de quince años de un liceo secundario de Springfield también anunció el día antes “la tontería” que iba a realizar. El muchacho entró en horario pico, cuando había en el lugar unas 400 personas entre alumnos y profesores. Lo habían expulsado por portar armas. Su venganza fue disparar con un rifle semiautomático calibre 22 contra los que desayunaban. Dos murieron. Seis fueron baleados en la cabeza, el pecho o el estómago. Veinte resultaron heridos por las esquirlas o los vidrios que estallaban. Con el cargador vacío, intentó cambiar de arma. Llevaba tres consigo. Fue cuando varios sobrevivientes se le tiraron encima y lo inmovilizaron. El chico había comenzado en casa, donde a esa hora sus padres ya eran cadáveres.
En Paducah, un pueblo de Kentucky, a la entrada de la escuela, 35 chicos rezaban a las 7.45 AM del 1º de diciembre del ‘97. Uno de ellos, de 14 años, tranquilo como un pastor metodista, se puso tapones en los oídos, sacó una pistola y disparó como un loco. Tenía además cuatro armas largas y balas para defenderse de un batallón. Las había robado de una casa. Mató tres chicos. Hirió a cinco. Dejó a una chica conectada a un respirador artificial. Dos meses antes, en Pearl, Missisipi, hubo una carnicería, que según los especialistas, fue inspiradora de las posteriores. Luke Woodham, 17, un chico de lentes y mirada esquiva, se levantó más temprano. Tenía que matar a su madre. Lo hizo doblemente. Primero la ahogó con la almohada. Después la ultimó a cuchillazos. Con la pistola cargada manejó hasta la escuela para asesinar a su novia, que lo había dejado. Se cargó a ella, a una compañera e hirió a siete. En junio lo condenaron a cadena perpetua. En su alegato sólo dijo: “lo siento”.

OPINION

 

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