Por James Neilson |
Si la Argentina fuera una democracia sana en la que los ciudadanos reaccionaran con vigor frente a los intentos de los dirigentes de tratarlos como ovejas, los doctores protagonistas de este espectáculo esperpéntico ya hubieran desconocido su propio triunfo y reclamado nuevas elecciones con la asistencia de observadores neutrales procedentes de lugares donde nadie entiende nada de la interna peronista, pero, claro está, no se les ocurrió pensar en una alternativa tan exótica. ¿Por qué deberían hacerlo? Siempre y cuando el Jefe cohoneste los resultados, el Senado no rechazará a Corach por trucho: por el contrario, los ya a salvo en lo que muchos consideran el aguantadero más cómodo del país festejarán su arribo. El PJ no tendrá que pagar ningún costo político: según parece, sus votantes leales toman la prepotencia por evidencia de que un político es un hacedor, no un mero hablador, de suerte que es probable que las batallas campales internas le sumen votos en vez de ahuyentarlos. En cuanto a los líderes de la Alianza, éstos se mantendrán bien callados por miedo a ser calificados de gorilas, o sea, por insistir en que sus adversarios se comporten como políticos civilizados: no protestarán por la conducta de los menemistas porteños aunque su silencio haga creer que a juicio de la oposición es normal que dirigentes actúen como mafiosos. ¿Y el amor propio? Para los capaces de participar sin sonrojarse de este tipo de escándalo, el concepto mismo carece de significado. Al fin y al cabo, se habrán salido con la suya, lo cual quería decir que hicieron todo bien, ¿no?
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