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OPINION
Una silla lo dice todo
Por Martín Granovsky

Con tres sillas fijas marrones, a 390 pesos cada una, se puede pagar el sueldo de una directora de escuela (jornada simple, antigüedad media) y todavía sobra plata.
Cualquiera podría decir que, en vez de remodelar su despacho, el director de la Oficina Nacional de Presupuesto del Ministerio de Economía debería asignar esa partida a los maestros.
Pero el director Roberto Martirene podría replicar que un mejor despacho le permite trabajar más cómodo, rendir más y asignar mejor las partidas.
La argumentación contra Martirene es razonable, pero insuficiente.
La hipotética respuesta de Martirene, en cambio, sería falsa por dos razones:
u El Ministerio de Economía aplicó el recorte del presupuesto con la sutileza de un bombardeo masivo. Como los quirúrgicos ataques de la OTAN en Serbia, liquidó partidas para educación y quitó recursos para campañas contra el sida y las enfermedades de transmisión sexual. Roque podría decir, eso sí, que bombardeó los gastos sociales por error.
u Si hay una repartición que debería abstenerse de pagar sobreprecios, ésa es la Oficina Nacional de Presupuesto. Más aún: incluso debe impedir que alguien los pague en las narices de la Oficina. En el mejor de los casos, el sobreprecio indica que la Oficina no es capaz de controlar lo que sucede allí mismo. En el peor, que está al tanto o estimula los sobreprecios.
Una Oficina Nacional de Presupuesto que no controla el presupuesto es una contradicción en sí misma.
Es como un comisario de seccional que, en lugar de combatir la trata de blancas en el centro de Buenos Aires, la dirige.
Como un general de división que falsea el pasado, oculta que fue subjefe de un campo de concentración, asciende gracias a la mentira y luego niega que mintió.
Está mal comprar votos para ganar una interna. Pero si Carlos Corach lo hiciera, ¿cuál sería la crítica? Que el ministro del Interior –ministro político– puede comprar votos menos que cualquier otro.
Por un lado es una cuestión de ejemplos. Cuando los funcionarios violan las normas, pierden autoridad moral para exigir a la gente de a pie que las cumpla. El lunes lo dijo en este diario Yves Mény, uno de los mayores expertos europeos en degradación del Estado: “Cuando las cosas van mal, la gente se irrita ante la opulencia de la corrupción”.
Por otro lado, es una cuestión de control. O de descontrol. Si en la Oficina Nacional de Presupuesto hay sobreprecios, ¿por qué no suponer que rigen sobreprecios en todo el Estado? ¿Qué impide pensar que en grandes bolsones del Estado reina la mala intención o, en el mejor de los casos, la ineficiencia en el control del gasto? ¿Qué autoridad tiene Roque Fernández para diseñar el presupuesto o para podarlo? ¿Con qué criterio negocia con el Fondo Monetario Internacional? ¿Qué prioridades tiene en cuenta?
Una utopía de moda sostiene que ordenando el gasto y eliminando la corrupción en el Estado la Argentina será otro país. Es dudoso: incluso con un presupuesto más prolijo el proceso de concentración del ingreso continuará. Para impedir la concentración hay que querer, y poder, hacerlo. La pulcritud no basta.
Más allá de las utopías, una silla de 90 pesos para la Oficina Nacional de Presupuesto, en lugar de una de 390, dista de garantizar una Argentina más justa, pero dice mucho sobre la eficacia de la administración central, sobre la legitimidad política y la sensibilidad de un funcionario para pilotear la crisis social y sobre su concepción del Estado.
Sin quererlo, Roque Fernández, Pablo Guidotti y Roberto Martirene dieron una clase pública y dejaron una lección: una silla lo dice todo.

 

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