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“La tecnocracia económica desprecia la educación”

Para la experta en educación superior Marcela Mollis el problema es claro: la clase dirigente argentina no valoriza la educación y sólo entiende la formación para los mercados.

“La pérdida de formación crítica” es un grave problema según Mollis.
“Significa no formar una clase dirigente que sea autónoma”.

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Por Javier Lorca

t.gif (862 bytes) “El conflicto educativo reveló el imperio de una tecnocracia económica que desprecia a la educación, y también la incidencia del Fondo Monetario Internacional”, aseguró la experta en educación superior Marcela Mollis. Investigadora full time de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, con un posgrado en Harvard, ahora se dedica a estudiar la relación de los organismos internacionales con las políticas educativas. Mollis dialogó con Página/12 acerca de la crisis que acaban de vivir los universitarios y alertó sobre cómo y dónde se forman las clases dirigentes de la Argentina. “En tanto se desconozca la función política de la universidad y se priorice la formación de recursos humanos para el mercado, se promoverán tecnicaturas que quitan materias de reflexión social y diluyen la socialización política. La pérdida de formación crítica es también la pérdida de la formación de una clase dirigente autónoma”, dijo.
–¿Cómo analiza la crisis que desató el fracasado recorte presupuestario a la educación?
–Aparecieron dos cosas: el imperio de una tecnocracia económica inhumana y la incidencia de los organismos internacionales. Cuando a la economía se le quita la preocupación social, queda sólo su carácter financiero. El proyecto del Ministerio de Economía, subalterno de una estrategia internacional, es deshumanizar la economía y dejarnos sólo con un balance de pagos. El primer gran actor del conflicto fue el FMI, presente en la definición de políticas. Ayer consulté en Internet qué informes puso el FMI sobre su relación con Argentina: están felices con las respuestas de nuestro gobierno y, a cambio, prometieron proteger al sector financiero y asegurar la llegada de inversores. Con este fantasma opera la tecnocracia: si no obedecemos y recortamos, vamos a tener problemas con la bolsa. Pero la economía debe estar al servicio del bienestar de la gente. Ese es el principio público de la economía y no el principio privado de servir a los inversores.
–¿Qué pretenden el FMI y el Banco Mundial (BM) de la educación argentina?
–En realidad, no se trata de que ellos sean los más malos de la película. Se trata de un acuerdo que establece la clase dirigente. Y éste sí surge de propuestas de organismos internacionales. El BM no propone recortar en educación o salud. Esa decisión la toma la tecnocracia local, que opera con autonomía. El desprecio por la educación y la salud es local, no importado. Aunque el FMI sí es responsable de involucrar a los países del Tercer Mundo en políticas que prolongan la dependencia. Y, en el ámbito de la educación superior, también tiene que ver con la aparición de entidades como el Fondo para el Mejoramiento de la Calidad Universitaria (Fomec) y la Comisión de Evaluación y Acreditación Universitaria (Coneau).
–¿Por qué la Argentina tiene una tecnocracia que desprecia la educación?
–La reflexión es cómo y dónde se forman las elites que luego dirigen los destinos del país. El reciente conflicto explotó a partir de un personaje, el ministro de Economía, al que se sumó Favaloro. Los dos integran las elites políticas y científicas, y despreciaron a la universidad pública. Aunque el propio ejemplo de Roque Fernández es contradictorio, porque nunca hubiera sido aceptado por la Universidad de Chicago si no se hubiera formado en la universidad nacional. La universidad siempre funcionó –y todavía lo hace– como una anticipación del escenario público. La mayoría de los dirigentes eran graduados de la universidad pública y ocupaban sus cargos sobre la base de la experiencia sociopolítica obtenida durante sus estudios. Pero un criterio actual de la agenda internacional de la educación superior es abandonar la formación de clases dirigentes. En tanto se desconozca la función política de la universidad y se priorice la formación de recursos humanos para el mercado, se promoverán tecnicaturas que acortan períodos de entrenamiento,quitan materias de reflexión social y diluyen la socialización política. La pérdida de formación crítica en la universidad es también la pérdida de la formación de una clase dirigente autónoma.
–Pero, ¿dónde se formó la clase dirigente actual?
–En los últimos años, gran parte de la capacidad intelectual de las democracias americanas se recuperó de gente con posgrados en el exterior. La tecnocracia implica dominar un saber específico por sobre el standard y eso lo aporta un estudio en el exterior. Muchos dirigentes actuales vienen de universidades de prestigio internacional, en las que ingresaron gracias a la capacidad de pensar que desarrollaron en nuestra universidad pública. Esas instituciones de prestigio mundial generan una identidad globalizada que contribuye a que las elites gobernantes se sientan involucradas con principios más internacionales que nacionales. Pero eso varía en cada país. Las elites chilenas, uruguayas y argentinas no son iguales, aunque también se formaron en Harvard o Chicago. La sumatoria de una cultura política como la nuestra –con ciertas aberraciones– y de una internacionalización de los intereses genera la fórmula argentina.
–Al estar instalada la crisis presupuestaria, parece obligatorio preguntar si la universidad pública puede sostenerse sin arancel.
–El problema del arancel es básicamente simbólico. Si uno analiza con cualquier economista hasta dónde el arancel puede mejorar el presupuesto, se sabe que no impacta en un grado superior al 10 por ciento. Entonces, no es un problema real de financiamiento, sino un problema simbólico de lo que significa que los alumnos acepten aunque sea pagar una módica suma, por sobre el viejo principio de gratuidad. Este tema debe manejarse como lo manejaron las universidades hasta ahora: en función de sus dinámicas propias, de acuerdos establecidos con los alumnos y los principales actores.
–¿Y se puede sostener con ingreso irrestricto?
–El ingreso irrestricto es un imaginario. Sí hay una forma irrestricta de inscribirse en la universidad, pero todo proceso educativo tiene, a nivel superior, una alta cuota de selectividad. Es artificial creer que, porque no hay examen de ingreso, los alumnos van a permanecer en el sistema. Lo que debemos hacer es pensar en estrategias para ayudar a los estudiantes a permanecer en la universidad, a través de cursos o tutorías. En la Argentina, proponer exámenes de ingreso puede afectar el principio de equidad.
–¿Cómo actuaron en sus primeros años los nuevos actores del sistema universitario como el Fomec y la Coneau?
–Todavía es una incógnita si sus acciones tienen un impacto real o formal en la mejora de la calidad. Hay universidades que antes de que existiera la Coneau ya promovían cambios curriculares y estrategias para mejorar. Lo que no sabemos es si el impacto también se produjo en las que no tenían experiencia previa en evaluación institucional. Lo que es observable hoy es que creció la necesidad de hacer posgrados entre los docentes. Y, con respecto al Fomec, la preocupación básica es que allí donde preexistía capacidad de producir innovación y tecnología y de tener cuerpos de profesores investigadores, es donde el Fomec siguió invirtiendo. Parece que se está mejorando lo que estaba mejor y descuidando lo que estaba relegado.

 

El problema del nivel

–Con todas las dificultades económicas que sufre, ¿la universidad pública sigue teniendo mejor nivel que la privada?
–Sí, pero una de las consecuencias de la economía deshumanizada que estamos viviendo es invertir este orden. En tanto la educación pública se vea privada de los recursos económicos, va a decaer a tal grado que cualquier universidad privada con recursos –como la de Favaloro– va a resultar privilegiada. El prestigio histórico de la universidad pública está asociado a la política estatal. Cuando el Estado garantizó recursos, la universidad promovió buenos investigadores, docentes y graduados. Y la calidad de una universidad depende justamente de sus planteles docentes. ¿Quiénes son los mejores docentes? Los que investigan. ¿Dónde se financiaba la investigación? En la universidad pública, porque a las privadas, abocadas al mercado, no les interesaba sostener los sectores no redituables. Por eso, hoy la mayor parte de las carreras que ofrecen las universidades privadas son carreras de bajos costos, que no demandan una inversión alta en instrumental. Por eso, no enseñan Biotecnología. Frente a la privada que se orienta al mercado, la pública mantiene la tradición de producir ciencia, cultura y pensamiento crítico autónomo. Si el Estado no las sigue sosteniendo, ¿cuánto más van a subsistir carreras como las de Letras o Bellas Artes y todas las que no están ligadas a un fin de lucro?

 

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