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Recuerdos de Miguel

Por Cristian Alarcón

t.gif (862 bytes) Aunque hay un sol de verano en agosto, no hace mucho que llovió y el barro empapa las zapatillas metidas en los pastizales, entre las zanguijuelas y las lagartijas donde dicen que Miguel pasó por última vez en bicicleta rumbo a la costa. Los juncos parecen haber salido a propósito allí donde la familia y los amigos podrían encontrar un rastro, un pedazo de ropa, una mancha, un miserable indicio de que Miguel estuvo en la orilla. Algo que innecesariamente confirme que no se tiró al río para suicidarse, sino que se lo llevaron, y que pusieron ese jean, el calzoncillo limpio y la camisa, burdamente, como si se los hubiese quitado una striptisera, para luego tirarse al agua. Después los caballos de la policía simularon que lo buscaban, tan lejos de donde ya lo habían escondido, en la época en que los diarios ya hablaban de él, y Ruckauf recibió a Rosa Bru en su despacho. Luego el tiempo se fue yendo irremediablemente en marchas y en odiar yna24fo01.jpg (13378 bytes) destronar al juez de la policía, con ese nombre, Amílcar Vara, y ese anillo de oro tan gordo en sus manos negadoras. Para ese entonces Miguel ya era un desaparecido en democracia, aunque no recuerdo –ninguno de nosotros, sus compañeros y amigos de La Plata, lo recuerda– el momento en que dijimos por primera vez que Miguel estaba desaparecido. Al principio era difícil caer en la cuenta de que algo así estaba sucediendo en ese momento y hoy, cuando sus asesinos escuchen la sentencia, sucediendo todo el tiempo, porque la desaparición no cesa.
Antes, unos días antes de su desaparición, Rosa por última vez lo vio y hablaron, desenojándose de una discusión, era sábado y el jueves habían discutido porque ella quería castrar una perra y él, hippie al fin, quería que hiciera vida de perro. Un mes después Rosa recorría los canales de la Capital, y les pedía por favor a las secretarias, a los productores, a los famosos de la tele que le pasaran el aviso, la foto de Miguel y un pedido de paradero, porque en algún lugar, quizás alguien sabía dónde estaba. Fue ella la que más tarde supo ver la malicia cómplice en los investigadores y en Vara, apostada como una torre invencible en esa mesa de entradas, donde uno que otro empleado, a escondidas, le informaba lo poco y nada que avanzaba la causa. Imbatible y tierna, solía –suele– cocinar para la banda cuando terminan las marchas, en esa casa donde la mesa es enorme y las fotos de Miguel cada vez están mejor enmarcadas y las banderas amontonadas en un rincón, y el megáfono. Rosa también se convirtió en investigadora, en actriz, en solapada agente secreta, convenciendo a los testigos para que hablaran, para reconstruir el calvario y que los culpables paguen.
Miguel era parte de una gran banda que sabía pasarla bien, aunque golpeada, y solía caminar en zig zag en grandes patios llenos de rock cuando éramos universitarios del conurbano y estudiábamos periodismo en lo que llamábamos la escuelita, y hoy es una facultad por cerrar. Solíamos escaparnos irresponsablemente de las clases aburridas para seguir el ritmo a la ciudad donde en esa época los pibes no querían dormirse y todo devenía festejo, ruido de baterías punkies, cierta nube de precoz desesperanza mezclada con la candidez y la virginidad más desenfadada que haya conocido.
Y dónde está Miguel, dónde pusieron su cuerpo de nene, al que nada debe haberles costado ocultar porque para ellos no es como en las películas, donde los nervios hacen cometer estupideces a los criminales sin experiencia. Se trata de viejos trámites, por eso pueden limpiar la calle Nueva York para deshacerse del cuerpo. O entrar, como dicen otros, profunda la noche, en el medio del monte, con él a cuestas para sepultarlo en el fondo del barro, de manera que cuando vuelva la crecida sea arrastrado río adentro. O quizás le han dado un destino bonaerense como el que alardeó en la mesa de un café de Dolores cuando lo de Cabezas, un informante policial peso pesado: “A ese pibe no lo encuentran porque estáhecho polvo molido”. Lo sigo así, sin más, en definitiva no tenía por qué saber él que Miguel estaba enamorado de Caro, y que de dos pesos usaba uno para cigarros, y otro para los huesos de los perros, que cantaba muy mal pero le encantaba y corría como Sid Vicius, y que además usaba en invierno un poncho rojo, y otro negro, que lo dejaban tan espigado bajo ellos que se lo veía flamear por las calles de La Plata, hacia la casa de 69, con la corte de perros atrás, acompañándolo siempre.

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