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t.gif (862 bytes) UNO. De todas las formas de la envidia que he experimentado como blanco móvil, acaso ninguna tan poderosa como la de ir leyendo un libro, en un tren Barcelona-Toulouse, una mañana de casi verano boreal. Leo el libro sosteniéndolo bien alto, con orgullo de estandarte y para que se lean bien sus enormes letras doradas sobre una tapa rojo oscuro donde la figura de un dragón devora a un hombre. Así las cosas: el libro se llama Hannibal y había llegado a mis zarpas la tarde anterior vía correo demasiado veloz para ser cierto. A veces es necesario pagar un poco más (el correo costó más que el libro) para alcanzar la felicidad. Y, sí, la felicidad también puede ser un libro ardiente.
DOS. Hannibal es un libro ardiente, está claro. Ahora algunos de los pasajeros del vagón me miran fijo y miran fijo al libro pensando, seguro, en matarme y robármelo. Otros, los más civilizados, me hacen preguntas ansiosas. Se entiende, es comprensible: Hannibal es el libro más esperado de la temporada. Desde hace once años que se lo aguarda con la misma pasión que otros esperan el Mesías. Hannibal es la tercera parte –luego de Dragón rojo y El silencio de los inocentes, de los corderos en su lengua original– de las aventuras del psiquiatra caníbal Hannibal Lecter y la agente del FBI Clarice Starling. Anthony Hopkins y Jodie Foster, respectivamente. Imposible leer el libro sin encimar el color de sus rostros a las páginas en blanco y negro por más que yo haya leído El silencio... antes de que se filme la película. A veces pasa. A veces, hay actores que se apoderan de sus personajes y los convierten en parte de sus personas. Tal vez por eso Hopkins y Foster –sendos ganadores de Oscars por sus actuaciones como Lecter y Starling– van a recibir mucho dinero por volver a representarlos o por volver a hacer de ellos mismos. Jonathan Demme –director que ganó un Oscar por El silencio de los inocentes, Oscar también a la mejor película– parece que prefiere pasar de largo. “Hannibal es muy violenta”, se justificó. Es cierto. Thomas Harris –autor de Hannibal– va a ganar unos nueve millones de dólares por venderla al cine. Record absoluto. ¡Sorpresa!: Hannibal –que en principio iba a llamarse The Morbidity of the Soul, hasta que, seguro, un editor le explicó a Harris cómo era la cosa– incluye en una de sus solapas una foto del esquivo Thomas Harris. Parece un buen tipo. Simpático. Pero, no: ése no puede ser el creador de Hannibal Lecter. Ese es, como mucho, una víctima de Hannibal Lecter.
TRES. Si para los asesinos seriales del mundo (y cada vez hay más, dicen) Jack el Destripador es –por invisible y desaparecido– Jehová, entonces Hannibal Lecter es su hijo que vive entre los hombres. Sólo queno muere en nombre de nuestros pecados. Hannibal Lecter mata para que nosotros seamos un poco mejores, y él el mejor de todos.
CUATRO. Los lectores fanáticos de Lecter aprenden en Hannibal muchas cosas sobre el buen doctor –perfecta personificación del Buen Mal, del héroe malvado– en este libro violento: que es fanático de las Goldberg Variationen de J. S. Bach; que le gusta recitar fragmentos de La Vita Nuova del Dante; que es primo del pintor Balthus; que a su hermanita se la comieron en la guerra cuando era chica; que cocina cada vez mejor. También aprenden muchas cosas sobre la cría de jabalíes salvajes, la conservación de los palazzos florentinos, los maltratos que sufren los mejores oficiales del FBI de parte de sus superiores burócratas, las aplicaciones sui generis de métodos psicoanalíticos, y el estado de las cosas en el inconsciente colectivo norteamericano. Desde la salida del libro, sus lectores libran una batalla campal en las páginas de Internet. Algunos -como Stephen King en las páginas del New York Times– aseguran que es una obra maestra. Otros acusan a Harris de traidor y de haber destruido su personaje. Igual guerra se libra en el espacio de Star Wars - Episode 1: The Phantom Menace. Se sabe que las grandes pasiones, si se las posterga demasiado tiempo, provocan tormentas, terremotos, apocalipsis. El problema, dicen, son las últimas veinte páginas de Hannibal. Sublimes para algunos, ridículas para otros. Alucinantes y alucinógenas para todos. No revelaré aquí el final –sería de mal gusto, no sabría bien, y Lecter está suelto–, pero a mí me gustó. Es disparatado, demencial e inteligente y se permite la gracia de invertir ciertos términos de la ecuación: Lecter perseguido por una de sus víctimas convertida en un monstruo más tremendo que el propio Lecter: un ser postrado y sin rostro que no hace otra cosa que beber martinis mezclados con lágrimas de niños desde el día en que el buen doctor lo convenció de comerse su propia cara. Esas cosas. Sólo diré que el final de la Trilogía Lecter es el que uno venía sospechando le correspondía: el de una de las más grandes historias de amor jamás contadas. Y que el final de Hannibal transcurre –sí, no podía ser de otro modo– en una ciudad llamada Buenos Aires.
CUATRO. “Durante los últimos días del milenio, Buenos Aires está poseída por el tango y la noche tiene su propio pulso”, leí a la altura de la página 482, en Toulouse, frente a la que fuera casa de Carlos Gardel donde también leí placa conmemorativa. “Charles Romuald Gardès”, leí con el pesado libro en mis manos. Después, Lecter y Starling y la Recoleta y el Obelisco y el teatro Colón, una casa cercana a la Embajada Francesa (sí, por ahí vive Lecter) y una de las parejas más inquietantes en la historia de la literatura popular, felices de estar juntos y bailando un amoral y elegante último tango en Buenos Aires.
Leo la última frase de Hannibal (“Hasta aquí podemos saber y seguir vivos”) y cierro el libro y me subo a un tren Toulouse-Barcelona y, sí, el mundo parece un sitio increíblemente pequeño y formidablemente peligroso donde Hannibal Lecter –alguien con “una nariz de arco imperioso, como la de Perón”– es derecho y humano en mi Buenos Aires querido, cuando yo te vuelva a ver.
Dios es argentino.
Gardel es francés.

REP

 

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