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Teoría del tirador
Por Rodrigo Fresán

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UNO Juran que ahora sí, que esta vez va en serio, que es el tiro del final: el último Ernest Hemingway inédito que queda y uno no puede sino sonreír escéptico. No he sacado las cuentas, pero me parece que Hemingway ha publicado más libros muerto que vivo. El próximo 21 de julio se cumplen cien años de su nacimiento.

DOS El último Hemingway acaba de ser lanzado en U.S.A. y se llama True at First Light y sale esta semana en español con el título de Al romper el alba. Cuatrocientas y pico de páginas a partir de un original de ochocientas cincuenta. El libro es otro de esos fiction non-fiction en los que Hemingway aparentemente cuenta algo muy puntual (en este caso un -otro– safari junto al Kilimanjaro y a su mujer Mary) cuando en realidad lo que está contando, por más que él no se dé cuenta, es el espanto del adicto a ser personaje de sí mismo: el pánico de saberse dios y adorador -al mismo tiempo– de una historia que para terminar bien tiene que terminar mal.

TRES Leí Al romper el alba la semana pasada. En inglés. Muy bueno. Es el mejor de sus safaris. Es decir: Hemingway escribía muy bien cuando no escribía sobre escribir muy bien; aunque en ese virtual River/Boca de la Gran Literatura Norteamericana que son Hemingway y Fitzgerald –con Faulkner como Independiente– yo soy de Fitzgerald. En el Atlético Hemingway juegan Richard Ford, Tobias Wolff y Raymond Carver. En el Deportivo Fitzgerald juegan J. D. Salinger y John Cheever y John Updike. Hemingway era minimalista y a la hora de escribir sobre la derrota escribió El viejo y el mar. Fitzgerald era maximalista y prefirió escribir El Crack-Up. Uno llega al final de cualquiera de las biografías de Fitzgerald –como el protagonista– con el corazón hecho pedazos. El final de las biografías de Hemingway, sin embargo, siempre provoca una especie de “Y bué...”.

CUATRO La crítica norteamericana –el maximalista David Gates entre ellos- ha sido más que generosa con True at First Light. Y está bien que así sea. Los fitzgeraldianos –continuando pautas establecidas por Fitzgerald, quien fue decisivo en la publicación del primer libro de Hemingway– suelen ser más generosos que los hemingwaístas. Se sabe que Hemingway era una pésima persona; que maltrató a sus mujeres (además de ser muy malo en la cama) y a sus amigos mejores escritores que él (a Fitzgerald, especialmente, en cartas y en ese entre malicioso y horrorizado ejercicio de memoria selectiva que es París era una fiesta); y que era un patán inseguro y cobarde que se escudaba en la pose de tener una teoría sobre todo por el simple hecho de no estar seguro de casi nada. Así le fue. Vladimir Nabokov –otro mesiánico escritor cuyo centenario se cumple y se celebra este año– era todavía más soberbio que Hemingway, pero lo suyo eran boutades literarias y no bravuconerías de bar. Y Nabokov nunca molestó a nadie ni anduvo saboteando carreras ajenas. Al maximalista Nabokov le gustaban Fitzgerald, Cheever, Salinger y Updike e inventó el poco digno y exhibicionista verbo hemingwaiar. A Nabokov le bastaba y le sobraba con tener la plena –y acaso patológica– seguridad de saberse el mejor escritor vivo. Hemingway sabía que no lo era, pero lo que más le preocupaba era que los otros se dieran cuenta. Por eso siempre disparaba primero –en ocasiones por la espalda– o salía disparando. Que se entienda: un Gran Escritor también puede ser un Soberano Hijo de Puta sin por eso dejar de ser un Gran Escritor. De hecho, pasa muy seguido.

CINCO Paradójicamente, el Hemingway que más me gusta a mí –después del que aparece la novela Fiesta y en cuentos como “La corta y feliz vida de Francis Macomber”, “Colinas como elefantes blancos”, “Los asesinos” y “Un lugar limpio y bien iluminado”, con su formidable parrafada sobre la palabra nada, y no en los del ya auto-mitificante ciclo de Nick Adams– es el del Hemingway post-mortem y fantasma. El de las novelas Islas en el golfo y El jardín del Edén. El de, sí, Al romper el alba. La paradoja, también, es que en ellos aparece el Hemingway más verosímil y humano y frágil. El Hemingway inconcluso y que fue editado a quemarropa, después de muerto y contra su voluntad.

SEIS El libro póstumo más involuntariamente gracioso –y por lo tanto sórdido y patético– de Ernest Hemingway tiene apenas 112 páginas y se llama Ernest Hemingway on Writing y está construido a partir de extractos de novelas, cuentos, artículos periodísticos, cartas, entrevistas. Un verdadero festival del Hemingway personaje de Hemingway: toros, pesca, boxeo, whisky, blasfemias, mujeres, literatura y cómo conseguirla. Hay algunas cosas útiles (como eso de dejar de escribir sabiendo cómo se continuará al día siguiente para, así, tener el arranque garantizado) y hay cosas como la patoteada del “detector de mierda” y la célebre teoría del iceberg (aquello de que “por cada parte que se ve debe haber siete octavas partes bajo el agua” y bla-bla-bla) culpable de generar a demasiados escritores convencidos de que escribir poco y con oraciones cortas y con un vaso al lado es mejor y más macho, ¿no? (Nota: no hay nada más terrible que pretender ser Hemingway; porque ya Hemingway pretendía ser Hemingway.)

SIETE En True at First Light hay –por supuesto– otra teoría más. La teoría del tirador: “Hay gente que tira fácil y suelto; otros son tiradores de una rapidez notable y pese a ello tan controlada que tienen todo el tiempo que necesitan para colocar la bala con tanta exactitud como un cirujano hace la primera incisión; otros tiran mecánicamente y son letales siempre que no suceda algo que interfiera con la mecánica del disparo”. Me pregunto a qué tipo de tirador pertenecía Ernest Hemingway cuando ese amanecer del 2 de julio de 1961, luego de tantos años de disparar al aire, miró fijo a los ojos del doble cañón de su escopeta comprendiendo que, después de tanto joder con eso del iceberg, él no era nada más que el inhundible S. S. Titanic.

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