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Un balance de la década de Menem

Hoy cumple diez años en el poder, y es su último aniversario como presidente. Despierta pasiones como pocos, odios furiosos y amores intensos: lo imposible es serle indiferente. En estas seis reflexiones, una aproximación a la década de la política argentina que lleva el nombre de Menem y que pronto será historia.

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El juicio pendiente
Por Julio Nudler

Menem no ganó ninguno de los tres mundiales jugados durante su reinado, no recuperó las Malvinas ni instaló a la Argentina en el Primer Mundo. Pero tampoco sufrió ningún Waterloo, como fue la guerra con Margaret Thatcher para los militares y la hiperinflación para los radicales. Cuando entregue el cetro en diciembre, el juicio definitivo sobre su gestión quedará pendiente. Habrá que esperar a ver si el modelo que implantó acaba en un estallido, o en cambio consigue sustraerse de las tremendas amenazas actuales. Por ahora ya es para él un éxito que tanto Duhalde como De la Rúa prometan continuidad, aunque no sepan cómo lograrla.
Menem ocupó el lugar tradicionalmente asignado en la política nacional a los militares: aplicar una estrategia económica liberal, proestablishment, con las peculiaridades de cada momento histórico. Durante medio siglo, peronistas y radicales se jugaron a una economía fuertemente regulada, con un Estado protagónico. El riojano quiso retomar la obra inconclusa de Krieger Vasena y Martínez de Hoz, aunque con las nuevas fórmulas impartidas por el Consenso de Washington y la lógica de la globalización, cediéndole toda la iniciativa a los capitales.
Fue una experiencia nueva, un camino que nadie sabía exactamente adónde llevaba, aunque podía sospecharse que los trabajadores y los pequeños empresarios serían sus víctimas seguras. Hoy todo parece peor que lo más pesimista imaginado por los escépticos: desocupación, pobreza, violencia, aunque con estabilidad, fachadas bañadas de luz en vez de apagones, abundante oferta de todo en lugar de escasez, tecnología de consumo, computadoras en todas partes. El menemismo es ante todo contradicción.
El mercado manda, pero nadie obstruye las prácticas monopólicas. Nunca hubo tanta transparencia en la economía, pero la corrupción se esconde en transacciones oscuras. El desguace del Estado no terminó con ella: sólo renovó sus modos. Recién con el próximo gobierno se sabrá si la corrupción fue el estilo distintivo del menemismo o es la manera normal de hacer política en la Argentina. Se sabrá también si los profundos misterios de esta década –los grandes escándalos, Yabrán, Moneta, etcétera– fueron lo que entre intuición, indicios, algunos datos y fantasía pudo sospecharse. O no se sabrá nada porque nadie con capacidad de averiguarlo querrá hacerlo.
Al final del menemismo, los argentinos no saben aún si tienen un país viable, y por ende vivible, si no hoy, mañana. La sensación es que se invirtió muy poco en el futuro (educación, medio ambiente, preservación del aparato productivo, salud) porque al cálculo privado no le interesa, y al típico funcionario de este Gobierno tampoco le preocupó. En todo caso, al concluir esta década diferente, la Argentina tiene los shoppings, countries, autopistas, servicios mil y obsesiones virtuales que sólo podía soñar al comenzarla. Pero no es un país feliz: no sabe cuál es su papel en esta comedia ni cuántos actores se quedarán para siempre fuera del reparto.
De todas formas, ni Menem es el único menemista, ni la Argentina el único país donde el modelo expulsa, las conquistas se disuelven y a la moral la dan por moneditas. Este riojano entendió bien el mundo en que le tocó gobernar, y eligió ser un poco estadista y otro poco máscara o caricatura, descubriendo la virtualidad populista del golf y la capacidad convocante de la farsa.

 

La década de Menem
Por Rosendo Fraga*

Un primer balance arroja tres resultados concretos a su favor:
ron2.gif (93 bytes)   La estabilización y modernización de la economía. La Argentina hacía más de medio siglo que no tenía una década de estabilidad económica y la tuvo en los noventa.
ron2.gif (93 bytes)   La Argentina cambió su inserción en el mundo, abandonando la tercera posición que caracterizó al país durante la mayor parte del siglo XX, más allá de los cambios políticos y las interrupciones institucionales.
ron2.gif (93 bytes)   Menem subordinó plenamente las Fuerzas Armadas al poder civil, lo que no sucedía desde los años treinta, e implementó en este campo una reforma sustancial, como fue la sustitución del servicio militar obligatorio por la tropa voluntaria.
Durante su gestión, aunque haya pasado inadvertido, la Argentina cumplió el período democrático más prolongado de su historia desde que rige el voto universal, secreto y obligatorio.
Hay tres asignaturas pendientes, y pueden determinarse en función de las tres demandas prioritarias de la sociedad argentina:
ron2.gif (93 bytes)   El desempleo llegó durante la gestión de Menem al record histórico del 18,9 por ciento y al finalizar la década está volviendo a aumentar. Pero más allá del porcentaje es necesario recordar que la mitad de las familias argentinas tiene un desempleado y que dos tercios de quienes tienen trabajo, temen perderlo.
ron2.gif (93 bytes)   La inseguridad ha pasado a ser, durante los años noventa, la segunda demanda de la sociedad argentina. Dos tercios de las familias que viven en ciudades de más de medio millón de habitantes han sufrido algún delito durante el año precedente y un tercio de los adolescentes de entre 12 y 18 años también lo ha sufrido en este ámbito.
ron2.gif (93 bytes)   La corrupción y la falta de confianza en la Justicia constituyen la tercera demanda de la sociedad y el tercer campo en el cual los años noventa mostraron una evolución negativa.
Pero el problema central de Menem al finalizar los noventa es poder presentar los promedios de la década, justo en el peor año de los últimos diez en términos económicos.
Es así como al cumplir Menem diez años en el poder, lo ayuda la perspectiva histórica de los promedios de la década, pero lo perjudica concretamente el mal año ‘99 con el cual la cierra.

* Director del Centro de Estudios Unión para la Nueva Mayoría.

 

La década infame (bis)
Por Miguel Bonasso

El menemismo va a dejar su impronta por mucho tiempo. Como ocurrió con el roquismo. Más allá de los cambios económicos, políticos, sociales e institucionales que produjo la “Presidencia Menem”, se ha desarrollado una subcultura, que impregna cada acto de la vida cotidiana y está destinada a perdurar. Salvo que un movimiento de signo contrario (que no se perfila en el horizonte) produzca una mutación de igual magnitud y profundidad, los efectos deletéreos de la subcultura menemista seguirán pesando sobre esta sociedad. Más allá de las privatizaciones, de la entrega de los recursos básicos de la economía, de la concentración amoral de la riqueza, de la destrucción de los derechos laborales, de la condenación a la marginalidad de legiones de argentinos y de la sumisión a los dictados estratégicos de Estados Unidos, pesarán ciertas perversiones inherentes a esta subcultura. Entre las que sobresale la confusión entre lo público y lo privado que mina de manera decisiva la posibilidad de una hipotética reconstrucción del Estado y de una jerarquización de la administración pública, sin cuyo concurso cualquier proyecto que merezca llamarse nacional está destinado al fracaso. El psicólogo Juan Carlos Volnovich analizó con sagacidad esa perversión que consiste en privatizar lo público (empresas del Estado, sectores de la administración) y tornar público lo privado, a través de la farandulización que operan las revistas del corazón y los grandes medios electrónicos, exhibiendo las casas y las costumbres de la “gente linda” que “se salvó para siempre” gracias al modelo. En un deliberado exhibicionismo que inauguró el propio Carlos Saúl Menem, con el significativo episodio de la Ferrari Testa Rossa. Esa confusión que se opera en la oscuridad de las billeteras, entre los fondos “reservados”, los viáticos y el propio peculio, implica concebir al gobierno como botín. Si a eso se le agrega la generalización de la coima como modo de relación entre el poder público y las fuerzas productivas, se puede entender por qué sigue siendo oneroso e ineficiente el Estado reformado. ¿Cuál es mi sandwich?, suelen preguntar muchos menemistas antes de legislar, de producir un acto administrativo o de impartir justicia. El concepto de servicio público ha sido reemplazado por el de servirse de lo público. Y así es percibido por la sociedad, que critica la corrupción pero termina asimilándola como un dato permanente de la realidad. Las cosas son así y siempre serán así: que afanen pero al menos que hagan obra. La clase dirigente merece llamarse de este modo cuando dirige, cuando predica con el ejemplo, si no es simplemente la clase que manda. Y este fatalismo, que induce al cinismo y la apatía, se vincula con la segunda gran perversión de la subcultura menemista, que disfraza de “realismo” las claudicaciones frente al poder local e internacional. Nuevamente: las cosas son así. Nosotros no inventamos la globalización, los shoppings de Soros, la expropiación ovejera de Benetton y los ajustes criminales de Teresa Exterminassian. ¿Qué podemos hacer? Hay que relajarse y gozar. Lo contrario es volver a los anacronismos que proclaman los estatistas nostálgicos. Los testarudos que no se resignan a ser un Estado Asociado, que ni siquiera es “libre”, según el estatuto portorriqueño. Al tradicional “no te metás” que fue subproducto de lo peor y no de lo mejor de la inmigración, se ha sumado ahora el pragmatismo mercantil del converso. Y Menem, como él mismo lo ha proclamado con orgullo (asegurando que los “conversos son la sal de la Tierra”), es un converso en todos los órdenes: religioso, ideológico y político. Que ha usado al peronismo como “pabellón que cubre la mercancía”, hasta vaciarlo de su contenido histórico y aportarle la verdad justicialista Número 21: hay que hacer exactamente lo contrario de lo que se proclama. Una sacralización del doble discurso que también explica la apatía de la sociedad civil; su peligroso apartamiento de la política. Y el divorcio de la política profesional (en todas sus manifestaciones, oficiales y opositoras) del conflicto social que se expresa en las calles. Víctor de Gennaro, uno de los sindicalistas más lúcidos y honestos del país, ha dicho con razón que el decenio menemista es una segunda “década infame”. Tiene razón y causapavor agregar que esta segunda década es aún más dañina, porque, a diferencia de la primera, ni siquiera asoma la jugada neokeynesiana que permita dejarla atrás.

 

El neologismo viral
Por Juan Forn

Casi todas las cosas que pueden decirse de estos diez años de Menem parecen ya dichas. Quizás el efecto más notorio sea precisamente ése: los lugares comunes alcanzan ese estatuto por lo ciertos que fueron en su inicial enunciación. La relación directa, casi mimética, que parece haber hoy entre aquel pretencioso anuncio del fin de la historia (que anunciaba, en realidad, el comienzo de un Nuevo Orden) y el principio del mandato presidencial de Menem es de lo más elocuente: en estos diez años, la Argentina no necesitó esforzarse tanto como otros países para encontrar un neologismo que reflejara la época. Bastó con decir menemización, bastó con agregar el adjetivo menemista al sustantivo de ocasión. En la Argentina de estos años casi no hizo falta tomarse el trabajo de decir “el lado nefasto de la globalización” o “el efecto multiplicador de la trivialización a través de lo mediático”; alcanzaba con el eficaz neologismo local. Me acuerdo de una conversación con Rep, alrededor del ’92: cuando de pronto nos dimos cuenta de que nunca, nunca se había hablado tanto de plata y de figuración como en ese momento. Digo los escritores, los artistas. Uno miraba a su alrededor y podía decir: está pasando en todos lados. Sí, podía estar pasando en todos lados, pero acá estaba pasando desde el poder. Sin pudor. Inequívocamente. La prueba más concluyente llegó poco después, con la institucionalización del neologismo menemista para los más diversos órdenes de la vida pública y privada argentina. Hoy pareciera que su poder metafórico está en baja. Como si le hubiera pasado lo que suele pasar con los lugares comunes: se hacen obvios. Sin embargo, su efecto infeccioso sigue vigente. A tal punto que –lo he comprobado muchas veces en estos años– casi todos aquellos a quienes les ha ido bien en estos diez años, haciendo lo suyo en forma legítima, esforzada, respetable, sienten una incomodidad difícil de confesar, cuando se habla de este tema: que se relacione lo bien que les fue con lo menemista. Aun cuando hayan dejado sobradamente en claro su posición opositora o su ajenidad con el menemismo. Aun con la conciencia tranquila. Tarde o temprano, alguien murmura a sus espaldas o les dice en la cara: “Sin el menemismo, ¿qué hubiera pasado con lo tuyo?”. Ése es otro efecto de estos diez años: la portación inadvertida, invisible, indemostrable –y quizás hasta no contagiosa, pero virtual– del maldito y virósico neologismo.

 

Y el viejo ha quedado en pie
Por James Neilson

Hombre competitivo si los hay, a Carlos Menem le parece natural tomar a los demás políticos por rivales y tratar de derrotarlos. Entre los vivos, el único al que considera digno de ser incluido en la misma categoría que él mismo es Raúl Alfonsín, pero, “presidente exitoso”, cree haberlo superado por un margen muy amplio. Entre los muertos, no ve a nadie salvo a Juan Domingo Perón. Es que a partir de aquel día en julio de 1989 en que inició la gestión que, con suerte, resultaría ser la más larga que jamás conozca la Argentina, Menem está haciendo lo posible por destronar al Líder. Si fuera dado juzgar estas cosas según criterios objetivos, lo hubiera logrado. Sin embargo, a pesar de todos los golpes certeros y a veces demoledores que Menem ha propinado al fantasma de Perón, éste queda en pie, mirándolo socarronamente desde el sitio en el más allá al que fue consignado.
Para comenzar su tarea destructiva, Menem adoptó la única filosofía político-económica con la cual Perón nunca puso comulgar, la “liberal”, para entonces ponerse a desmantelar con desprecio manifiesto el orden corporativo que fue la obra maestra del general. Claro, Menem juró que en su lugar Perón hubiera hecho lo mismo, y es posible que haya tenido razón: el Zeitgeist de los años noventa no se asemejaba a aquel de los cuarenta y ambos eran muy sensibles a las modas internacionales. Menem también se alineó con el archienemigo de Perón, los Estados Unidos. Y, para rematar su faena, impulsó la apertura de archivos relacionados con los lazos múltiples y muy fraternales de Perón y sus amigos con los nazis alemanes.
En el curso de su gestión, pues, Menem ha hecho trizas de lo que era de suponer eran las partes más importantes del legado de Perón, además de garabatear esvásticas sobre su figura, pero aún así los compañeros siguen llamándose “peronistas”, mientras que el calificativo “menemista” se ha visto convertido en una mala palabra. Que esto haya ocurrido puede ser injusto, pero sorprendería que se modificara en los próximos años aunque el peronismo termine conciliándose por completo con el “neoliberalismo” norteamericanizante. ¿Por qué? Quizá porque a Perón le tocara actuar en lo que aún era la edad heroica de la política, pero a Menem ser presidente cuando todo tiene que subordinarse al mercado y soportar ser vigilado día y noche por medios de comunicación irreverentes. Asimismo, en el pasado ya casi mítico que es su morada, Perón siempre está acompañado por Evita, mujer sin la cual no le hubiera sido tan fácil transformarse en leyenda.

 

El luchador que asombra
Por Enrique Zuleta Puceiro

El juicio histórico le será seguramente esquivo. Como Roca o Frondizi, Carlos Menem recibirá el castigo que el doble discurso argentino destina al amoralismo de los pragmáticos. Sin embargo, como Perón gozará de la condescendencia con que, a la distancia, se festeja el talento camaleónico de quienes supieron adaptarse a la dialéctica de los cambios profundos. En la medida en que la Historia se escribe con trazos muy gruesos, se le perdonarán muchas de las transgresiones y abusos que hoy se le imputan. Difícilmente se le reconozcan, sin embargo, lecciones y ejemplos dignos de ser imitados en el porvenir.
Su mayor dificultad será, sin duda, la de consolidar la imagen de providencialidad histórica que con tanto empeño intentó forjar. Carlos Menem fue, simplemente, un héroe a la fuerza. Su mayor virtud fue acaso la de interpretar el sentido de los cambios y adaptarse con astucia varias veces superior a la de sus adversarios, a los más mínimos detalles del nuevo mapa social ideológico del mundo. Al igual de la casi totalidad de los gobernantes de la década, se benefició de un crédito prácticamente incondicional e irrestricto para motorizar cambios que contradecían abiertamente sus promesas de campaña. Durante al menos dos terceras partes de su extenso mandato, el aval con que contó respondió a razones muy claras: el eclipse de una oposición sin ideas y en desbandada, su capacidad y docilidad para interpretar las condiciones del Nuevo Orden y su acierto audaz en la recepción de las nuevas reglas de lo que en expresión cínica denominó siempre “el arte de la política”.
Nada de esto hubiera sido posible sin un elenco político de nuevo cuño, dispar en su composición, en el que brillaron en momentos diversos Bauzá, Manzano, Cavallo, Corach y, ayer, hoy y mañana, Duhalde. Entre 1991 y 1995, a lo largo de cuatro elecciones nacionales consecutivas, una inmensa mayoría de argentinos juzgó que la combinación corporizada en el eje Menem-Cavallo garantizaba mejor que el resto de las alternativas en disputa un conjunto de necesidades mínimas, centradas sobre todo en el concepto de estabilidad. Este consenso es, precisamente, el consenso que estalló en mil pedazos en octubre de 1997, abriendo un final de decadencia inevitable. Para una mayoría contundente del electorado, la desproporción entre la calidad de los objetivos económicos alcanzados durante los últimos años y el grado de primitivismo del modelo político encarnado en Menem había llegado a límites intolerables.
En el final, su capacidad de lucha sigue asombrando. Durante la semana pasada logró atraer –vía Repsol– más de 13.000 millones de dólares en inversiones reales y no especulativas a una tasa de interés menos de la mitad de la lograda por el Estado, las empresas privatizadas y las grandes multinacionales.
Para terminar en su campo propio, el domingo, abrochó en Tierra del Fuego la quinta victoria entre las ocho elecciones provinciales hasta ahora disputadas. Todo un testimonio, más allá del hoy por hoy impredecible juicio histórico, del tipo político que mejor expresó a los argentinos de este fin de siglo.

 

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