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Borges y la barbarie
Por José Pablo Feinmann

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t.gif (862 bytes) En 1943, Borges escribe algo que --conjeturalmente-- piensa Narciso Laprida, en 1829, antes de morir asesinado por los montoneros de Aldao. Así, el Poema conjetural es un monólogo interior de Laprida por medio del que se piensa (con mayor hondura que nunca en Borges) el complejo destino de este país.

Laprida --según todos saben o todos han olvidado-- fue, como Sarmiento, un sanjuanino nacido en 1786, amigo de San Martín, entusiasta de la formación del Ejército de los Andes y el hombre que se desempeñaba como presidente del Congreso de Tucumán el día 9 del mes de julio de 1816, cuando se declaró nuestra independencia. Hombre culto, hombre de la civilización, habrá de ser miembro del Congreso Constituyente rivadaviano de 1826. Luego regresa a San Juan en busca de lo que buscan todos quienes regresan a su tierra: paz y un aceptable lugar donde dejar por fin la osamenta. Sin embargo, temeroso del poder barbárico de Juan Facundo Quiroga, huye a Mendoza. En esos avatares lo sorprende la montonera de Félix Aldao y, coherentemente, al final de una batalla que nadie recuerda, lo degüella: "Zumban las balas en la tarde última./ Hay viento y hay cenizas en el viento,/ se dispersan el día y la batalla/ deforme, y la victoria es de los otros". ¿Quiénes son los otros? Son los que siempre habrán de serlo para Borges: los otros son la barbarie. "Vencen los bárbaros, los gauchos vencen". Los otros son lo irrecuperable, lo que debe ser negado en totalidad para construir el país que los hombres de "las leyes y los cánones", los hombres cultos, quieren construir. De este modo, Laprida cree encontrar un destino inmerecido para un hombre de su condición en esa muerte brutal, a cielo abierto, a cuchillo. "Yo, que estudié las leyes y los cánones,/ yo, Francisco Narciso de Laprida,/ cuya voz declaró la independencia/ de estas crueles provincias, derrotado/ de sangre y de sudor manchado el rostro,/ sin esperanza ni temor, perdido/ huyo hacia el Sur por arrabales últimos". El Sur, en Borges, es siempre el territorio, la geografía de la barbarie.

Hasta aquí el planteo es lineal: el hombre que ha declarado la independencia, ese hombre de letras, ese hombre culto de la civilización rivadaviana, va a morir en manos de la barbarie. Se trata de otro momento de la antinomia que trama a este país: civilización y barbarie. Laprida, asesinado por las huestes de Aldao, es la imagen de la independencia ahogada en sangre. No obstante, el poema borgeano adopta un giro sorprendente: incorpora a la barbarie en el dibujo perfecto de la nacionalidad. Piensa Laprida: "Yo que anhelé ser otro, ser un hombre/ de sentencias, de libros, de dictámenes/ a cielo abierto yaceré entre ciénagas;/ pero me endiosa el pecho inexplicable un júbilo secreto. Al fin me encuentro con mi destino sudamericano". El puñal sanguinario de las salvajes tropas del salvaje Aldao entrega a Laprida a su verdadera condición: es un sudamericano. Hasta ese día, el de su muerte, sólo lo había sido a medias: sólo había sido un hombre de libros y cánones. Pero un sudamericano es también la barbarie: es la sangre y es la muerte violenta en la batalla. Piensa Laprida: "Al fin he descubierto/ la recóndita clave de mis años,/ la suerte de Francisco de Laprida,/ la letra que faltaba, la perfecta/ forma que supo Dios desde el principio./ En el espejo de esta noche alcanzo mi insospechado rostro eterno. El círculo/ se va a cerrar. Yo aguardo que así sea". Borges, aquí, imagina la nacionalidad como una mixtura imposible: la que se teje entre el puñal de los gauchos y los cánones de los cultos. Laprida, con el pecho endiosado por un júbilo secreto, descubre en su muerte el rostro del país como totalidad. Los gauchos no son los otros. Son quienes lo han entregado a la tierra y a la furia y a la sangre. Son quienes lo han completado, ya que él, Laprida, era un hombre incompleto, un hombre al que le faltaba una letra, un hombre que aún no había accedido a la secreta forma que la divinidad conocía desde el principio. Ahora, ahí, muerto tras la batalla, encuentra su rostro eterno. El círculo se ha cerrado. Y la totalización de la circularidad es la expresión inapelable de lo absoluto. (Nota: el poeta Borges se acerca aquí, más que nunca tal vez, a la dialéctica de Hegel, filósofo del que desconocía casi todo.)

La Argentina, sin embargo, no se hizo así. La Argentina que celebró el Borges político (que era muy inferior al Borges poeta) aniquiló a la barbarie, a los otros, aniquiló la diferencia y constituyó el país desde la visión de las clases cultas. La diferencia (la barbarie) se obstinaría en reaparecer: con los inmigrantes, con los anarquistas, con el populismo de Yrigoyen y el populismo de Perón, que era para Borges la cifra absoluta de la barbarie. Hubiera sido fascinante tenerlo a Borges vivo durante la gestión del peronismo neoliberal de los noventa. Se hubiera deleitado con el espectáculo de la barbarie enterrando a la barbarie. Tampoco en esto tuvimos suerte: el cuadro sorprendente del partido de la barbarie llevando a cabo los objetivos últimos de los hombres de libros y cánones mereció los agradecidos balbuceos del ingeniero Alsogaray, no el ingenio despiadado de Borges.

REP

 

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