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Una voz del pueblo

Por Eduardo Luis Duhalde *


t.gif (862 bytes)  Hace 25 años, las sombras oscuras de los emisarios de la muerte emboscaban a Rodolfo Ortega Peña en pleno centro de Buenos Aires. Mataron a un hombre y ese solo recuerdo debía bastar para estremecernos. Pero mataron a algo más que a un buen hombre; cuando se asesina a un hombre público es un comportamiento que se corta, una conducta que se reprime, una voz con resonancia colectiva que se silencia. Se mató a un compromiso ético irrenunciable, una voz del pueblo inclaudicable. Y se lo hizo en nombre de la intolerancia, del autoritarismo, de un poder con fines innobles y desde abyectas razones de Estado puestas en acción por mercenarios a sueldo; esos intereses en aquel entonces tenían el ropaje del lopezreguismo.

Pero también se quiso matar a algo más: al revolucionario que creía en la democracia, aquel que no se planteó para sí tomar el cielo por asalto, y por el contrario fue un ferviente partidario de la lucha de posiciones en el marco de las instituciones republicanas. Por ello Rodolfo Ortega Peña, que no pertenecía a organización alguna, aceptó ser diputado de la Nación, conformando un bloque unipersonal, para luchar por una democracia auténtica, fiel al mandato recibido. Y porque creía en los valores de la democracia participativa, no usó su banca para convertirla en tribuna del petardismo, sino que trabajó con ahínco en mejorar las leyes tanto en las comisiones como en el recinto, dando memorables aportes en los debates y convirtiéndose en un fiscal insobornable. Paralelamente llevó su banca a la calle y allí donde hubo una necesidad o una injusticia lo encontró presente.

Cuando esa noche sus asesinos apuntaron con ferocidad sus ametralladoras hacia su cabeza, también descargaban su odio a la fecundidad de su inteligencia. Porque no fue sólo el gran fiscal de la dictadura lanussista y de la "Argentina Potencia" del peronismo degradado, ni tampoco el simple vocero de los intereses sociales postergados, que ejerció en una suerte de representación colectiva ficta como corresponde a un tribuno de la plebe. En el campo de la militancia su inteligencia provocativa, la originalidad de sus posiciones, su carácter de polemista obsesivo, y su irreverencia ante las estructuras lo convirtieron en un revulsivo incómodo y permanente del pensamiento adocenado, superficial y erróneo, obligando a constante debate y discusión, reclamando la rectificación de los rumbos.

Suprema docencia para nuestra realidad de hoy, tan brumosamente gris.

Es en este convencimiento que encuentra sentido escribir sobre Ortega Peña, como sobre otros protagonistas de su tiempo. Decía Walter Benjamin que "articular históricamente el pasado no significa conocerlo como verdaderamente ha sido. Significa adueñarse de un recuerdo tal como éste relampaguea en un instante de peligro". El peligro mayor del presente es la simple aceptación del estado del mundo, como un concreto inmodificable. Las estrellas fugaces y los meteoros nos recuerdan el carácter mutable del firmamento. Ortega Peña fue de aquellos fenómenos. Adueñarse del relampagueo de su historia como propuesta no es más que recuperar la misión del intelectual tal como la entendió Rodolfo al poner todo de sí para transformar una sociedad cuyas desigualdades, injusticias y negación de la condición humana le irritaban y ofendían su espíritu.

 * Actual juez y ex socio de Ortega Peña.

 

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