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CUATROCARAS
Por Antonio Dal Masetto

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t.gif (862 bytes) Otra noche agitada en el bar. Todo el mundo comenta los últimos acontecimientos políticos. La cosa está que arde, se viene el tembladeral, lugartenientes que denuncian a sus jefes, “yo soy bueno, ellos me obligaron, fue contra mi voluntad, lo juro por lo que más quiero”, caras desencajadas de los que se habían acostumbrado a las luces y a las chicas del centro y se ven venir el regreso al pueblito de provincia, a la gris vida hogareña y a mi peor es nada. Los parroquianos cruzan apuestas sobre las próximas movidas y cómo terminará la desbandada. Pepino, el viejo y querido levantador de quiniela clandestina, organiza la timba. Lápiz y papel en mano anota las jugadas. Entre tantos candidatos a colgar del palo de mesana, hay media docena que los parroquianos consideran intocables. Nadie se anima a arriesgar sus chirolas en contra de ellos. Dicen: “Esos son pesos pesados, nunca les va a pasar nada”. Pepino, que está más contento que santo en la leonera, advierte que un parroquiano se le está haciendo el sota y no apostó. Ese parroquiano es Tusitala, el tamborilero negro que supo ser chef en una tribu de antropófagos reflexivos, en Africa, y siempre nos deleita con el relato de sus aventuras.
–Don Tusitala –dice Pepino–, ¿no le gusta el juego?, no lo veo meter la mano en el bolsillo, ¿tiene un cocodrilo adentro y le da miedo que se la coma?
–Nada de eso y ya mismo, con una bonita historia, les voy a ilustrar las razones por las cuales no juego.
Todos largamos lo que estamos haciendo y lo rodeamos porque se viene una narración jugosa.
–Bien –empieza Tusitala–, ante todo deberán saber que en una de mis andanzas fui capturado por unos beduinos amigos de lo ajeno y muy sanguinarios. No tenían piedad ni por la anciana madre. Su jefe era el señor Asmodeo, también conocido como Cuatrocaras.
–¿Por qué Cuatrocaras?
–Porque de tan falso que era, dos caras no le alcanzaban. Yo, arrodillado en la arena, había empezado a rezar para irme en paz de esta vida, cuando tuve un rapto de inspiración y saqué mis credenciales de cocinero. El señor Asmodeo las revisó y rápidamente mandó decapitar al cocinero oficial. “Me destroza el corazón tener que hacerlo –dijo–, era un amigo de la infancia, pero nunca le acertó ni con la sal ni con la pimienta y lo que es peor siempre se le pasaban las papas.” Así fue como tomé el cargo. No era un trabajo sencillo alimentar a un jefe exigente como ése, a su loro mascota y a su numerosa banda. Me esmeré como nunca: camello a la cazadora, lagartija a la Kiev, dátiles al champagne, solomillo de perro del desierto a la muzzarella de dromedaria. Exito total, en la cueva de los ladrones nunca se había comido tan bien. Hasta que un amanecer nos despertaron gritos de amenazas y ruidos de armas. “Entrégate Asmodeo, vos y tus malandras, están rodeados”, tronaba una voz. “¿Y estos quiénes son? –preguntó el señor Asmodeo–. ¿Será la justicia, será alguna banda rival o tuvimos la desgracia de que se formara una cooperativa de víctimas? De todos modos, tengan calma muchachos, la unión hace la fuerza, resistiremos.” Pasaron las horas, la cosa se puso cada vez más fea y Asmodeo seleccionó a cuatro de sus hombres: “Tuerto, Manco, Desorejado y vos también, Rengo, vayan saliendo al aire libre, acabo de nombrarlos voluntarios para que esos chiflados se tranquilicen y se manden a mudar”. Un rato después los cuatro estaban enterrados cabeza abajo en la arena, delante de la cueva. “Bueno, eran cuatro cabezas frescas”, dijo Asmodeo. Siguió pasando el tiempo y el asedio arreciaba: “Entrégate, Asmodeo, vos y tus esbirros, no tienen escapatoria”. “Resistiremos –dijo Asmodeo–. Hay que tranquilizar a estos dementes.” Y designó a otros cuatro voluntarios. Los despidió con palmadas de aliento: “Siempre los llevaré en mi corazón, por valientes y solidarios”.
–¿No protestaban los voluntarios?
–Chillaban como marranos. Lo cierto es que al rato eran ocho los enterrados cabeza abajo. A esta altura de las cosas, yo me busqué un lindo barril, me metí adentro, le puse la tapa y espié por una hendija. La escena se repitió, llegó un momento en que se acabaron los perejiles y sólo quedaron los capitanejos. Ahora sí que te quiero ver, pensé. “Resistiremos”, empezó a decir una vez más el Cuatrocaras. No terminó la frase. Sus lugartenientes lo frenaron: “Jefe, no vaya a pensar que esto es una traición, usted sabe cuánto lo queremos, siempre le hemos sido leales, pero parece que para tranquilizar a estos loquitos lo mejor es que vaya usted como voluntario”. Lo agarraron del pescuezo y lo tiraron afuera. Pero unos minutos después, otra vez los gritos: “No es suficiente, los queremos a todos”. Los lugartenientes se empezaron a mirar entre ellos. Eran cinco. Primero fueron tres contra dos. Trompadas, garrotazos y dos a servir de voluntarios. Después fueron dos contra uno y otro voluntario voló hacia la luz del desierto. Los dos que quedaron se acogotaron entre ellos. Entraron los de afuera y se los llevaron arrastrando. A continuación arrearon los cofres con el dinero robado y finalmente vinieron a buscar a la mascota.
–¿Al animalito también?
–No se salvó ni el loro. ¿Se da cuenta, mi estimado Pepino, por qué no apuesto a quienes van a perder el cuello y a quienes lo van a salvar en esta debacle que nos circunda? Ya conozco el final de la historia. Por lo tanto, ni tengo un cocodrilo en el bolsillo ni he perdido el amor por la timba. Simplemente he acumulado experiencia de vida. ¿Me va comprendiendo?

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