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OPINION
Las invisibles
Por Sandra Russo

Después de todo la noticia podría leerse al revés: no que de cada diez jefas de hogar, cinco sean pobres, sino que las otras cinco no lo sean. Para ser una mujer sola a cargo de una casa y de los hijos, y ser pobre, sólo hay que dejarse llevar. Hay que aceptar alguna ocupación o subocupación de las disponibles, que prevén los ingresos promedio más bajos del mercado, hay que aceptar que no hay guarderías para dejar a los chicos o suficientes escuelas públicas de doble turno que las alivien con los horarios, hay que aceptar que no se tiene con quién compartir el desgaste cotidiano ni nadie con quién turnarse para leer el cuaderno de comunicaciones o en quién apoyarse para tomar aire cuando las fuerzas no dan más. Que no haya nadie no implica solamente que no haya un hombre. Eso forma parte de cada historia personal, aunque cada una de esas historias personales se inscribe en una historia cultural esquizofrénica que sigue pensando a “la familia” como esa postal de dos adultos y dos niños que sonríen felices a la cámara.
Que no haya nadie implica, sobre todo, que no hay instituciones atentas al paisaje humano que tienen delante de los ojos: sólo en la Capital y el Gran Buenos Aires, cifras que parece que se quedan cortas hablan de casi medio millón de hogares con mujeres al frente. Ya no es un “fenómeno”, no es algo incidental ni es una coyuntura. Es un sector, que debería demandar políticas concretas. Estas mujeres –madres solas, divorciadas con cónyuges que huyeron sin dejar pistas, viudas, esposas de desocupados– elaboran todos los días estrategias diversas y creativas para sobrevivir y hacer sobrevivir con dignidad a los suyos. Uno de los rasgos que las caracteriza, según los datos que se vuelcan en la nota principal, es que suelen “inventarse” familias con personas que no pertenecen a su núcleo primario. Amigas, hermanas, primas, vecinas, mujeres que no tienen otro sostén que no sea ellas mismas crean vínculos y comparten la cuota de la luz o la del gas. O se turnan para cuidarse los hijos. O se socorren cuando alguna está enferma. O se arriman un plato de comida.
Las jefas de hogar –de cada diez, las cinco que no son pobres y las cinco que sí– suelen ser mujeres que no pensaron ni desearon para sí ese destino. Los accidentes de la vida las llevaron a estar al frente de una familia compuesta por ellas y sus hijos, y a arreglárselas. Pero todo les sería mucho más fácil si se hicieran visibles, y si los funcionarios, cuando hablen de familia, tuvieran en cuenta que también están hablando de ellas.

 

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