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OPINION
En defensa de Bolívar, y de su “Poder Moral”
Por Alcira Argumedo *

La decisión del presidente venezolano Hugo Chávez de impulsar una Constitución Bolivariana en la Asamblea Constituyente –que controla con un consenso del 90 por ciento– abre interrogantes acerca de la orientación que finalmente habrá de caracterizar al texto constitucional y también al gobierno que se inicia. No obstante, si se trata del pensamiento y la acción de Bolívar, aunados al de su maestro y amigo Simón Rodríguez, es difícil aceptar la visión parcializada que presenta el artículo “El Poder Moral de Bolívar” de Roberto Gargarella, publicado en Página/12. Se afirma allí que los proyectos constitucionales de Simón Bolívar se inscriben “dentro de los más perfeccionistas y autoritarios que conoce el derecho latinoamericano”, refiriéndose especialmente a su propuesta de 1819 y a la Constitución para Bolivia de 1826. Pero en el Discurso de Angostura de 1819, entre otros aspectos, Bolívar señalaba: “Sólo la democracia, en mi concepto, es susceptible de una absoluta libertad: pero ¿cuál es el gobierno democrático que ha reunido a un tiempo poder, prosperidad y permanencia?”.
Y seguía: “A pesar de tan crueles reflexiones, yo me siento arrebatado de gozo por los grandes pasos que ha dado nuestra República al entrar en su noble carrera (...) Al separarse de la nación española ha recobrado su independencia, su libertad, su igualdad y su soberanía nacional”. Por entonces, el imperio español no había sido aún derrotado totalmente en América latina y una de las preocupaciones nodales del Libertador –tal como lo manifiesta en varios escritos y diagnósticos sobre la situación de estos territorios– era la carencia de cuadros políticos criollos suficientemente formados y con una mínima experiencia en asuntos de gobierno, debido al tipo de dominio instaurado por España. La propuesta de imponer determinados cargos vitalicios se vinculaba más con la necesidad de ganar tiempo para formar esos futuros gobernantes y con los conflictos de los primeros tiempos de la emancipación, que con una vocación supuestamente autoritaria.
Algo similar –y aún más grave– sucedía en Haití, donde la independencia se había alcanzado en 1804 gracias al coraje y la inteligencia de los esclavos negros, que lograron vencer a los 20 mil soldados del general Leclerc, enviados por Napoleón para recuperar esa antigua colonia francesa y restablecer la esclavitud. Y si bien tuvieron el mérito de ser los primeros en derrotar a las tropas napoleónicas e instaurar la primera república verdaderamente democrática de la historia de Occidente, el grueso de la población estaba constituido por hombres y mujeres que, hasta entonces, habían sido esclavos analfabetos y sólo conocían el trabajo brutalizado de sol a sol, el látigo o el cepo. La elección como presidente vitalicio de Alexander Petión, también se vinculaba con la dramática falta de cuadros preparados para gobernar y con la necesidad de ganar tiempo para formarlos. Un objetivo que ese “mal ejemplo” de autonomía, acosado por Francia, Inglaterra, España y más tarde invadido por los Estados Unidos, no pudo alcanzar.
Por otra parte, en el discurso ante el Congreso Constituyente de Bolivia en 1826, Bolívar expresaba: “Se han establecido las garantías más perfectas: la libertad civil es la verdadera libertad (...) se ha garantizado la seguridad personal (...) En cuanto a la propiedad, ella depende del Código Civil que vuestra sabiduría debiera componer luego para la dicha de vuestros conciudadanos. He conservado intacta la ley de las leyes –la igualdad– sin ella perecen todas las garantías (...) A sus pies he puesto, cubierta de humillación, a la infame esclavitud (...) Este rasgo probará que vosotros erais acreedores de obtener la gran bendición del cielo –la soberanía del pueblo– única autoridad legítima de las naciones”. No parece una Constitución autoritaria: la “democrática” Constitución de 1781 en los Estados Unidos, convalidaba la esclavitud; y otra diferencia es que la propiedad no se considera un derecho natural, sino una decisión política soberana que debía tener como objetivo “la dicha de los conciudadanos”.
Porque Bolívar afirmaba que las tierras americanas estaban impregnadas con la sangre de sus propietarios naturales, los pueblos indígenas originarios. Esto avala una “reforma agraria”, que se combinaba con el proyecto de Simón Rodríguez, dirigido a implantar una educación de calidad para el conjunto de la población, dando prioridad a las clases más golpeadas. De acuerdo con el decreto bolivariano para la creación de las instituciones promovidas por Simón Rodríguez en Chuquisaca, los niños pobres de ambos sexos –los chicos de la calle de esa época– debían ser incorporados en escuelas integrales donde iban a recibir una adecuada instrucción y aprender un oficio. A determinada edad se les otorgarían tierras, a fin de colonizar el país con la propia gente. También se daba oficio a las mujeres “para que no se prostituyeran por necesidad ni hiciesen del matrimonio una especulación para asegurar su subsistencia”. Este repudio a la esclavitud, este temprano feminismo, esta democratización educativa o el cuestionamiento a la concentración latifundista de la tierra; junto a la decisión de incorporar como ciudadanos plenos a los estratos indígenas, negros y mestizos, en un nuevo ordenamiento social democrático que les garantice “la ley de las leyes, la igualdad”, no son precisamente autoritarios.
Acordamos en que hoy el carácter vitalicio de los cargos de gobierno no tiene justificación; pero en un país donde el 80 por ciento de los habitantes se encuentra en condiciones de pobreza y exclusión, es mucho lo que puede aprenderse de los lúcidos escritos de Simón Bolívar y Simón Rodríguez, cuyas ideas tienen una sorprendente actualidad. Son estas ideas las que en realidad preocupan a los poderes dominantes; y, por nuestra parte, desearíamos que fueran las que señalen el rumbo de la Constitución Bolivariana en Venezuela.

* Investigadora del Conicet.

 

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