Por Horacio Bernades ¿Cuál es su
problema?, le preguntan a la protagonista de Río Escondido. ¿Se enamoró de
un desconocido, se trata de un asunto criminal o qué? La escena tiene lugar bien
avanzado el metraje, y para ese entonces no son muy distintas las preguntas del
espectador. Ya transcurrieron tres cuartos de film y sin embargo, las cuestiones
esenciales (¿qué le pasa a Ana? ¿qué la inquieta? ¿qué quiere?) navegan en un mar de
indefiniciones. Y así seguirán, hasta el final. Discípula de María Luisa Bemberg, la
ópera prima de Mercedes García Guevara parece seguir la huella de la fallecida
realizadora de Camila. Dueña de una casa de decoración, bonita y de buen pasar
aunque algo tilinga, la verdad sea dicha, Ana (Paola Krum, en su primer
protagónico en cine) encuentra un día una carta que una desconocida dirigió a su marido
Luis (Pablo Cedrón), abogado de muy buena posición. Ese hilo la lleva a emprender un
viaje en busca de una posible doble vida de Luis, y así se encontrará, en Mendoza, con
un pasado familiar que ignora, un oscuro hermano de su marido (Luis Palomino) y una mujer
y un hijo que podrían o no ser de Luis. Ese viaje que se supone físico y anímico
debería llevar a la protagonista a una toma de conciencia sobre su condición de mujer
engañada. A asumirse, tal vez, como Señora de nadie. Posiblemente tratando de huir del
panfleto feminista, Guevara elige un tono asordinado. Una decisión inteligente. Pero
sordina no debería ser sinónimo de abulia. A falta de acciones dramáticas y un guión
más elaborado, es hacia allí adonde se dirige fatalmente Río Escondido. Como ocurría
con los films de Bemberg, la ópera prima de García Guevara exhibe un cuidadoso acabado
técnico. Con buen criterio, la realizadora se rodeó, para su debut cinematográfico, de
gente de probado oficio. Pero no supo contener ciertos excesos. Exagerando ciertos
manierismos que asomaban ya en La vida según Muriel, Esteban Sapir abusa de filtros,
mascarillas y gelatinas. Pero si hay un punto flaco en Río Escondido es su protagonista,
Paola Krum, cuya incapacidad para comunicar emociones, sumada a su falta de matices, tira
a la película para abajo. No ocurre lo mismo con Juan Palomino, sobrio y convenientemente
misterioso en el papel del hombre con el que Ana quiere, pero no se anima. Un poco como le
pasa a la película toda.
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