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El futuro de la izquierda argentina

Otra vez sopa


Por Eduardo Aliverti

Quien firma estas líneas bien pudo haberse ahorrado el trabajo de escribirlas y, en su lugar, haber copiado, casi literalmente, las que suscribió hace dos años, o cuatro, o seis, u ocho, acerca del papel electoral de la izquierda. También, pudo redactarlas sin necesidad de esperar el resultado de las urnas.
Es difícil pretender originalidad analítica en la descripción del divisionismo izquierdista. Ya se habló hasta el hartazgo de la mentalidad sectaria, de las tendencias destructivas, de los personalismos. Pero cuando esa fenomenología permanece y, aún más, se profundiza con el correr del tiempo (mucho tiempo, ya, si se lo mide en términos de repetición de errores), es obvio que deber revisarse el diagnóstico. En este caso, para ratificarlo. Por vía, precisamente, de que es imposible que chocar tantas veces con la misma piedra no haya producido ni capacidad de autocrítica ni, por lo tanto, correcciones de rumbo.
Ayer, de nuevo, la suma de votos del conjunto de alianzas y fuerzas de izquierda dio una cantidad que debería ser más que respetable para llamar la atención en torno de lo necesario de la unidad. Sin ir más lejos, hubieran figurado en las encuestas en lugar del rubro “otros” disponiendo así de alguna inserción mediática (de cuya carencia, no sin razón, viven quejándose). Algunos analistas indican que sumar de ese modo es incorrecto porque no se trataría de frutas, diferentes pero todas frutas; o de prendas de vestir, diferentes pero todas prendas de vestir, sino de –a esta altura del partido– juntar bananas, elefantes, espárragos y escarabajos. Puede que sea cierto en tanto la persistencia de la división ya lleva años. Pero también es cierto que, visto desde la vereda de los votantes del sector, es inconcebible imaginar grandes diferencias. Los une una contundente oposición al modelo, y si hay consenso acerca de tema semejante la única deducción es que votan divididos por minucias (historias personales, revanchismos, ortodoxias extremas que desaparecerían de forjarse la unidad. Para no hablar del segmento de los votos en blanco, del que podrían haber recogido un buen trozo en términos de las aspiraciones numéricas que la izquierda puede tener hoy en este país.
Con excepción de Izquierda Unida, no sólo que ninguno de los grupos en cuestión manifestó su interés por la búsqueda de lo que une, sino que hurgaron en el señalamiento de lo que separa. O simplemente callaron, que para el caso es lo mismo. En consecuencia, el autor se permite insistir con una teoría quizá poco novedosa de la que ya dio cuenta en esas columnas de lunes poselectoral de los últimos años: carecen por completo de vocación de poder y se sienten cómodos en extremo con su presencia meramente testimonial. Es cierto que son victimizados por los medios, y es igual de cierto que el papel de víctimas les cae como anillo al dedo para no moverse de donde están. Es cierto que son el reflejo de un movimiento popular que viene y está en medio de la derrota más trágica de su historia, y es igual de cierto que sus actitudes conducen a la persistencia de la derrota misma.
Y si así no fuera apenas queda la opción de un señalamiento psiquiátrico. Dirigentes que en circunstancias como las actuales hablan de la inminencia de una rebelión popular masiva, o del llamamiento a una huelga general por tiempo indeterminado, son perfectamente encajables en problemas psicóticos, de enajenación de la realidad. Sin embargo, en la mayoría de los casos puede hablarse de personalidades de alta relevancia intelectual. Y por lo tanto es mucho más probable que la cuestión pase por la decisión política de persistir en el error.
Lo (nuevamente) lamentable es el choque con la existencia de condiciones objetivas, en el presente y horizontes sociales, que permitirían alumbrar esperanzas de crecimiento. Pero otra vez se enfrentó a la sopa con un tenedor.

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