Por Andrea Ferrari Las cosas que
aparecieron son de Schindler. Si son de Schindler son mías. Era mi esposo. Y listo.
Emilie lo dice en voz baja y con un español difícil. Pero está claro que no piensa
discutirlo. Después sonríe. Y al mismo tiempo descarta con un gesto seguir hablando de
esa valija que acaba de aparecer en un desván de Alemania con correspondencia y
documentos de su marido, entre ellos la famosa lista: la nómina de 1200 judíos que se
salvaron de morir en los campos de exterminio gracias a los Schindler. El viernes, Emilie
cumplió 92 años. Un día antes recibió a Página/12 en su casa de San Vicente. Contó
que no puede viajar para reclamar personalmente en Alemania los objetos aparecidos por su
deteriorada salud. Mi pierna kaput, dice en su particular lengua. Y otra vez,
sonríe, aunque a lo largo de la entrevista lo que exuda Emilie es bronca. Bronca contra
ese marido al que cartas y documentos muestran en dos caras, como un héroe, pero también
como un hombre inconstante e inclinado a la bebida que la abandonó sola y llena de deudas
en un oscuro rincón del mundo.
La lista y el centenar de cartas, junto con fotografías y otros papeles, estaban en una
vieja valija Samsonite guardada en la casa de un matrimonio de la ciudad alemana de
Hildesheim. Schindler se las dejó a su muerte en 1974, pero recién ahora fue encontrada
por los hijos de esa pareja, quienes la entregaron al diario Stuttgarter Zeitung, que
está publicando el contenido en entregas. Parte de esas cartas, hasta ahora desconocidas
aquí, se publican en esta nota.
Emilie casi no puede moverse: su pierna no se lo permite. Sentada en el pequeño living de
su casa dice que no recuerda cómo era la lista que inspiró la película de Steven
Spielberg. Pasaron muchos años, muchos, explica. Pero allí está, tipeada
por Izak Stern, el contador de la fábrica. A la izquierda los números, al lado la
denominación Ju (por judío) y la nacionalidad: húngaro, alemán, polaco.
Luego las ocupaciones: electricista, joyero, pintor. Schindler pactó con los nazis un
pago por cada uno de ellos para evitar que fueran asesinados. Pero no hubo, en realidad,
una lista sino muchas: el documento se fue rehaciendo una y otra vez a medida en que se
agregaban nombres. Tras analizar la información, el Stuttgarter Zeitung considera que
ésta es una de las últimas listas confeccionadas. Allí están los nombres de los 900
hombres y 300 mujeres que, tras la decisión de los nazis de cerrar la fábrica de
Cracovia, fueron trasladados por los Schindler a otra en Brunnlitz, salvándolos de la
muerte segura. Ahí los despidió Oskar al terminar la guerra, horas antes de la llegada
de los rusos.
Hice todos los esfuerzos por conseguirles alimento y me siento obligado a seguir
haciendo lo posible para protegerlos. Voy a hacer lo que pueda hasta cinco minutos
después de las 12 dice el discurso cuyo texto apareció en la valija de
Schindler. Les pido que se comporten con humanidad y justicia. Dejen el juicio y la
venganza para quienes sean responsables de ello.
La partida
Las cartas muestran también el cambio entre el Schindler afiliado al partido nazi y el
que terminó salvando a los judíos. El motivo de mi recorrido fue el sufrimiento
interminable de los judíos y el trato brutal de los alemanes, un grupo de asesinos que
prometían liberar al país y en realidad lo convirtieron en una colonia degradada,
le escribe al periodista Kurt Grossmann en una de las misivas ahora conocidas.
Emilie pone en duda las virtudes de su marido. No fue él sólo, otros le pidieron
que salvara a esos judíos. Y sobre todo, cuestiona su rol dentro de la fábrica.
Yo traía la comida, si no voy yo se morían todos. De Schindler no recibían nada.
El era un haragán completo, dice. La búsquedadel alimento se había ido volviendo
más y más difícil, aun en el mercado negro. Yo la buscaba, nadie me la ofrecía
recuerda Emilie. Pero me ayudaban, yo iba diciendo: me da, me da, me da... Y
todos comían, hasta Schindler. Yo pedía por favor, por Dios. Y me daban.
Pero a Schindler sí le quedó el reconocimiento de los judíos, los mismos a los que
terminó apelando cuando tras la guerra fracasó una y otra vez en sus intentos por
rehacerse económicamente. Todavía tenemos en la mente el 28 de abril del 45
cuando nosotros, 1300 personas, en Brunnlitz, nos reunimos para felicitarte por tu
cumpleaños y sentíamos ya la despedida, ya que estaban sobre nosotros los ángeles de la
paz escribe en una carta Jacob Sternberg, uno de los sobrevivientes. Te damos
las gracias por ganarte el título de salvador de nuestras vidas. Todos estamos contigo,
para que al menos te sirva como un pequeño consuelo.
Consuelo de una situación que sólo empeoraba. En 1949, ahogados económicamente, los
Schindler llegan a la Argentina. Se ubican en un campo en San Vicente y se dedican a la
cría de aves, cerdos y nutrias. Pero tampoco funciona. El propio Schindler lo reconoce en
una carta a su amigo Stern: Mi granja tiene grandes hipotecas, que con un desarrollo
normal podrían amortizarse. Pero el campo es una negociación con el querido Dios,
depende de una cantidad de factores. Malas inversiones de los créditos no trajeron el
éxito que se preveía. Y tuve que entregar todo mi criadero de aves, sólo me quedo con
la cría de nutrias.
Poco después en otra de las cartas que salieron a la luz avanza sobre la idea de irse a
Alemania: Como no se puede hacer una transferencia de Alemania, tendría que irme yo
un tiempo (mi mujer se quedaría acá) para pactar un crédito con el gobierno. Y en
1957 partía. Sólo que no fue por un tiempo, sino para siempre. Es una de las
cosas que Emilie no le perdona. Además de las otras mujeres.
El podría haberse ido dos años y volver. Pero se fue para siempre. Yo no fui a
buscarlo. ¿Para qué voy a ir? ¿Correr para qué, soy idiota acaso? No corro atrás de
nadie. Yo ando para mí.
En bancarrota
Aquí dejó deudas y allá tuvo otras. En una carta, le pide ayuda a Stern:
Entenderás que sólo puedo recurrir al sector judío. Me resulta imposible pedirles
a los alemanes después de mi bancarrota. Probó suerte en industrias como el cuero,
las conservas, telas sintéticas y bebidas. Y empezó a tomar cada vez más. El
alcohol fue una gran ayuda durante los años de la guerra, le escribe a Simon Jeret,
aun reconociendo que se había convertido en un problema. Emilie perdió contacto con él,
hasta enterarse de su muerte, en 1974.
En tanto, había tenido que trabajar duro para sobrevivir. Yo tuve que vender una
casa para pagar su deuda. Y no eran cinco pesos, eran bastantes lindos pesos,
recuerda. La vida no le fue fácil. Ni siquiera la película superpremiada de Spielberg le
reportó ganancias. Tampoco la autobiografía que se publicó. Pero con la notoriedad le
llegaron dos subsidios uno de la fundación Bnai Brith y otro del
Gobierno que por ahora le permiten seguir viviendo con lo básico en su modesta casa
de San Vicente. Y hubo, sigue habiendo, muchos llamados.
Isabel, la mujer que la cuida, vuelve a atender el teléfono y repite que la señora
no atiende, está enferma. Era de Londres, dice al cortar.
¿Le gusta ser famosa?
A mí esas cosas no me importan nada.
¿Tampoco que la llevaran a ver a Clinton, al Papa...?
Son ellos los que me pidieron que venga, a mí me llevan a todos lados, son todos
muy amables conmigo. Cuando fuimos a ver al Papa éramos cincopersonas. No habló con las
otras, solamente conmigo. Me besó. Dice que había oído de mí en Cracovia, que yo
había sido tan buena con esa gente.
Emilie admite que tiene algún buen recuerdo con Schindler, pero no
muchos. Nunca volvió a Alemania. Ahora dice que un abogado se ocupará de reclamar
los objetos de su marido.
Cuenta que cumple 92 años.
Tantos años, ¿no?. Mi madre se murió más rápido, con 66 años. Así es la vida,
nunca más fui a mi casa, donde nací. No quise ir, mis padres habían muerto. Mi madre
decía: No te cases con ese hombre. Y tuvo razón.
¿Y por qué se casó?
Por idiota dice Emilie. Y sonríe.
|