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HABLA EMILIE SCHINDLER TRAS LA APARICION DE LA LISTA
Las dos caras de Oskar Schindler

“Si son de Schindler son mías”, dice Emilie en esta entrevista exclusiva después de que apareciera la lista original y otros documentos en Alemania. Aquí se publican también extractos de cartas hasta ahora desconocidas.

Papa: “Cuando fuimos a ver al Papa éramos cinco personas. No habló con las otras, solamente conmigo. Me besó. Dice que había oído de mí en Cracovia”.

Haragán: “Yo traía la comida, si no voy yo se morían todos. De Schindler no recibían nada. El era un haragán completo”, cuenta Emilie.

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Por Andrea Ferrari

t.gif (862 bytes) ”Las cosas que aparecieron son de Schindler. Si son de Schindler son mías. Era mi esposo. Y listo.” Emilie lo dice en voz baja y con un español difícil. Pero está claro que no piensa discutirlo. Después sonríe. Y al mismo tiempo descarta con un gesto seguir hablando de esa valija que acaba de aparecer en un desván de Alemania con correspondencia y documentos de su marido, entre ellos la famosa lista: la nómina de 1200 judíos que se salvaron de morir en los campos de exterminio gracias a los Schindler. El viernes, Emilie cumplió 92 años. Un día antes recibió a Página/12 en su casa de San Vicente. Contó que no puede viajar para reclamar personalmente en Alemania los objetos aparecidos por su deteriorada salud. “Mi pierna kaput”, dice en su particular lengua. Y otra vez, sonríe, aunque a lo largo de la entrevista lo que exuda Emilie es bronca. Bronca contra ese marido al que cartas y documentos muestran en dos caras, como un héroe, pero también como un hombre inconstante e inclinado a la bebida que la abandonó sola y llena de deudas en un oscuro rincón del mundo.
La lista y el centenar de cartas, junto con fotografías y otros papeles, estaban en una vieja valija Samsonite guardada en la casa de un matrimonio de la ciudad alemana de Hildesheim. Schindler se las dejó a su muerte en 1974, pero recién ahora fue encontrada por los hijos de esa pareja, quienes la entregaron al diario Stuttgarter Zeitung, que está publicando el contenido en entregas. Parte de esas cartas, hasta ahora desconocidas aquí, se publican en esta nota.
Emilie casi no puede moverse: su pierna no se lo permite. Sentada en el pequeño living de su casa dice que no recuerda cómo era la lista que inspiró la película de Steven Spielberg. “Pasaron muchos años, muchos”, explica. Pero allí está, tipeada por Izak Stern, el contador de la fábrica. A la izquierda los números, al lado la denominación “Ju” (por judío) y la nacionalidad: húngaro, alemán, polaco. Luego las ocupaciones: electricista, joyero, pintor. Schindler pactó con los nazis un pago por cada uno de ellos para evitar que fueran asesinados. Pero no hubo, en realidad, una lista sino muchas: el documento se fue rehaciendo una y otra vez a medida en que se agregaban nombres. Tras analizar la información, el Stuttgarter Zeitung considera que ésta es una de las últimas listas confeccionadas. Allí están los nombres de los 900 hombres y 300 mujeres que, tras la decisión de los nazis de cerrar la fábrica de Cracovia, fueron trasladados por los Schindler a otra en Brunnlitz, salvándolos de la muerte segura. Ahí los despidió Oskar al terminar la guerra, horas antes de la llegada de los rusos.
“Hice todos los esfuerzos por conseguirles alimento y me siento obligado a seguir haciendo lo posible para protegerlos. Voy a hacer lo que pueda hasta cinco minutos después de las 12 –dice el discurso cuyo texto apareció en la valija de Schindler–. Les pido que se comporten con humanidad y justicia. Dejen el juicio y la venganza para quienes sean responsables de ello.”
La partida
Las cartas muestran también el cambio entre el Schindler afiliado al partido nazi y el que terminó salvando a los judíos. “El motivo de mi recorrido fue el sufrimiento interminable de los judíos y el trato brutal de los alemanes, un grupo de asesinos que prometían liberar al país y en realidad lo convirtieron en una colonia degradada”, le escribe al periodista Kurt Grossmann en una de las misivas ahora conocidas.
Emilie pone en duda las virtudes de su marido. “No fue él sólo, otros le pidieron que salvara a esos judíos”. Y sobre todo, cuestiona su rol dentro de la fábrica. “Yo traía la comida, si no voy yo se morían todos. De Schindler no recibían nada. El era un haragán completo”, dice. La búsquedadel alimento se había ido volviendo más y más difícil, aun en el mercado negro. “Yo la buscaba, nadie me la ofrecía –recuerda Emilie–. Pero me ayudaban, yo iba diciendo: me da, me da, me da... Y todos comían, hasta Schindler. Yo pedía por favor, por Dios. Y me daban.”
Pero a Schindler sí le quedó el reconocimiento de los judíos, los mismos a los que terminó apelando cuando tras la guerra fracasó una y otra vez en sus intentos por rehacerse económicamente. “Todavía tenemos en la mente el 28 de abril del ‘45 cuando nosotros, 1300 personas, en Brunnlitz, nos reunimos para felicitarte por tu cumpleaños y sentíamos ya la despedida, ya que estaban sobre nosotros los ángeles de la paz –escribe en una carta Jacob Sternberg, uno de los sobrevivientes–. Te damos las gracias por ganarte el título de salvador de nuestras vidas. Todos estamos contigo, para que al menos te sirva como un pequeño consuelo.”
Consuelo de una situación que sólo empeoraba. En 1949, ahogados económicamente, los Schindler llegan a la Argentina. Se ubican en un campo en San Vicente y se dedican a la cría de aves, cerdos y nutrias. Pero tampoco funciona. El propio Schindler lo reconoce en una carta a su amigo Stern: “Mi granja tiene grandes hipotecas, que con un desarrollo normal podrían amortizarse. Pero el campo es una negociación con el querido Dios, depende de una cantidad de factores. Malas inversiones de los créditos no trajeron el éxito que se preveía. Y tuve que entregar todo mi criadero de aves, sólo me quedo con la cría de nutrias”.
Poco después en otra de las cartas que salieron a la luz avanza sobre la idea de irse a Alemania: “Como no se puede hacer una transferencia de Alemania, tendría que irme yo un tiempo (mi mujer se quedaría acá) para pactar un crédito con el gobierno”. Y en 1957 partía. Sólo que no fue por “un tiempo”, sino para siempre. Es una de las cosas que Emilie no le perdona. Además de las otras mujeres.
–El podría haberse ido dos años y volver. Pero se fue para siempre. Yo no fui a buscarlo. ¿Para qué voy a ir? ¿Correr para qué, soy idiota acaso? No corro atrás de nadie. Yo ando para mí.
En bancarrota
Aquí dejó deudas y allá tuvo otras. En una carta, le pide ayuda a Stern: “Entenderás que sólo puedo recurrir al sector judío. Me resulta imposible pedirles a los alemanes después de mi bancarrota”. Probó suerte en industrias como el cuero, las conservas, telas sintéticas y bebidas. Y empezó a tomar cada vez más. “El alcohol fue una gran ayuda durante los años de la guerra”, le escribe a Simon Jeret, aun reconociendo que se había convertido en un problema. Emilie perdió contacto con él, hasta enterarse de su muerte, en 1974.
En tanto, había tenido que trabajar duro para sobrevivir. “Yo tuve que vender una casa para pagar su deuda. Y no eran cinco pesos, eran bastantes lindos pesos”, recuerda. La vida no le fue fácil. Ni siquiera la película superpremiada de Spielberg le reportó ganancias. Tampoco la autobiografía que se publicó. Pero con la notoriedad le llegaron dos subsidios –uno de la fundación B’nai B’rith y otro del Gobierno– que por ahora le permiten seguir viviendo con lo básico en su modesta casa de San Vicente. Y hubo, sigue habiendo, muchos llamados.
Isabel, la mujer que la cuida, vuelve a atender el teléfono y repite que “la señora no atiende, está enferma”. “Era de Londres”, dice al cortar.
–¿Le gusta ser famosa?
–A mí esas cosas no me importan nada.
–¿Tampoco que la llevaran a ver a Clinton, al Papa...?
–Son ellos los que me pidieron que venga, a mí me llevan a todos lados, son todos muy amables conmigo. Cuando fuimos a ver al Papa éramos cincopersonas. No habló con las otras, solamente conmigo. Me besó. Dice que había oído de mí en Cracovia, que yo había sido tan buena con esa gente.
Emilie admite que tiene “algún” buen recuerdo con Schindler, “pero no muchos”. Nunca volvió a Alemania. Ahora dice que un abogado se ocupará de reclamar los objetos de su marido.
Cuenta que cumple 92 años.
–Tantos años, ¿no?. Mi madre se murió más rápido, con 66 años. Así es la vida, nunca más fui a mi casa, donde nací. No quise ir, mis padres habían muerto. Mi madre decía: “No te cases con ese hombre”. Y tuvo razón.
–¿Y por qué se casó?
–Por idiota –dice Emilie. Y sonríe.

 

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