Por Esteban Pintos Un cortinado cae y él
desciende desde lo alto del escenario, abrazado al pie del micrófono y apoyado en una
pequeña plataforma, mientras su banda hace sonar los primeros acordes de
Quiero. Así comienza el show de Luis Miguel, el mismo que lo está paseando
por el mundo para presentar su último disco, titulado graciosamente Amarte es un placer
(una sentencia en cierta forma redundante, pero de indudable tono caballeresco). Después,
siempre acompañado por la gritería de más de 25.000 mujeres un 90 por ciento o
más del total del público presente, el cantante mexicano más famoso del mundo
mostró de qué va su momento artístico en 1999. Es el final de la década que lo puso en
carrera por el título que parece perseguir desde la edición de Romance y que está a
punto de conquistar: el Sinatra latino para el siglo XXI. ¿Será La Voz? Tiene con qué.
Por empezar, carga con la pinta suficiente como para provocar demostraciones de
exaltación e histeria por parte de sus seguidoras, a toda hora y en cualquier lugar, pero
en especial en los estadios en los que se ve obligado a presentarse dada su convocatoria
(tal vez ámbitos más reducidos lucirían mejor con cierta parte de su repertorio). O
sea, una especie de dios moderno, adorado por miles de personas, que portan su imagen en
remeras, banderas, gorros y demás objetos de merchandasing. Pero además, posee un
registro vocal respetable y en determinado momento de quiebre para su carrera, eligió la
dirección correcta para explotar y poder desarrollar ese don natural. Fue por los boleros
y acertó: millones de discos vendidos en todo el mundo (dos y medio en Argentina, y sigue
sumando) y un aura de artista clásico conseguida a los veintipico. Con un público
multitarget que lo hace indudablemente popular. En la cancha de Vélez estuvieron,
entonces, las que compraron por un mínimo de treinta pesos en algunos shoppings y
pusieron cinco pesos más (para una popular) y las que les agregaron ciento setenta pesos
(primeras filas de plateas en el campo). Señoritas y señoras del Gran Buenos Aires y el
interior del país, que durmieron en la calle para tener un lugar de privilegio, y
señoras y señoritas que podían ingresar con sus camionetas 4 x 4 y sus autos importados
hasta el estacionamiento de la platea cubierta del estadio. Ser clásico, además, le
permite atravesar con solvencia el momento de gracia de otras estrellas por el estilo
Ricky Martin, Enrique Iglesias que ahora explotó en todo el mundo, incluido
el angloparlante. La orientación de su carrera, elección de repertorio e imagen, no
parece estar dirigida hacia el mentado crossover esto es: llegar al público blanco
de Estados Unidos, salir del gueto latino, y de ahí su fidelidad para con el idioma
español. No hay, por ahora, intenciones de cantar boleros en inglés. No parece
advertirse esa necesidad en su futura proyección, e incluso su romance con la cantante
Mariah Carey, un verdadero peso pesado de la industria musical en EE.UU. y el resto del
mundo (vende más que él, además), está haciendo mucho más en cuanto a difusión que
cualquier canción o álbum oportunista. El ya llegó a la cúpula y no por un hit de
temporada. Para reforzar la impresión, Luis Miguel siempre viste de traje y corbata
negras, camisa blanca (sólo cambia para el final), lo que acentúa su imagen de
caballero. Un joven serio capaz de cumplir con un compromiso, romántico a ultranza y bien
dotado físicamente. Todo un clásico. Claro que no todo es tan redondo. En medio de sus
interpretaciones de canción romántica, incursiona en trillados ritmos gringo-latinoides
a los que les cabría la etiqueta de Miami funk, canciones francamente mediocres con
letras que hablan de chicas en la playa, sudor, calor de trópico. Con títulos de
canciones como Suave (y su video de chicas sudando en la playa tropical, por
supuesto) como símbolo. Entonces, su show en vivofluctúa entre ambos ejes temáticos,
aunque eso poco les importa a sus fans. Así, de las canciones más movidas se pasa a
tandas de tres o cuatro boleros enganchados y discriminados por su pertenencia a los
best sellers Romance I y II para llegar a un final de éxtasis tropical, con
larguísimas cabalgatas del mencionado funk, una lectura blanca y por cierto limitada de
la mejor música bailable posible. El extenso desarrollo instrumental y de estribillo
repetido por artista y audiencia de Será que no me amas es bien gráfico al
respecto. Antes y después, el mexicano juguetea con su poder de hipnotismo sobre la masa:
se dirige a los costados del gran escenario, saluda, dedica (incluso pide aplausos para
la prensa) y ensaya un par de mínimas piruetas. Aunque no es fácil hacerlas
vestido de traje. Es posible que tampoco le haga falta reproducir clases de step-gym sobre
el escenario para atraer, para eso están los demás. El está para cantar esas canciones.
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