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“El teatro puede servir a la identidad de una ciudad”

Ricardo Basualdo es un argentino radicado en Francia con un amplio currículum en la gestión de eventos culturales. Y visitó Buenos Aires para participar en un seminario sobre la relación entre el arte y la comunidad.

Basualdo fue director del Centro de Nancy, sede del Festival Mundial de Teatro.

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Por Hilda Cabrera

t.gif (862 bytes)  Desde 1971 vive en Francia. Ricardo Basualdo se recibió de abogado en La Plata, donde nació, pero antes de partir a Europa se instaló en Buenos Aires. Se había especializado en Derecho Público, trabajaba en el Consejo Federal de Inversiones, y quería aprender sobre medidas institucionales para el desarrollo. “En los años ‘60 y ‘70 se creía que el desarrollo era la solución para todos los problemas”, apunta a Página/12. Esta vez llegó a Buenos Aires invitado a participar del seminario “Territorio, Imaginario y Política Cultural”, que se realizó en la Alianza Francesa, organizado por la Comisión para la Preservación del Patrimonio Histórico Cultural de Buenos Aires y la Fundación de Relaciones Internacionales (Funrei), con auspicio de la Embajada de Francia. Con estudios en Francia (Economía del Desarrollo y otros de teatro en París, y Letras Modernas en la Universidad de Grenoble, donde se diplomó en Ciencias y Técnicas de la Comunicación), Basualdo es perito en programación de políticas culturales y organización de festivales. Fue director del Centro Universitario de Formación e Investigación Dramática de Nancy, sede del Festival Mundial de Teatro, y tuvo a su cargo la programación del Parque de la Villette de París, entre 1991 y 1993. Trabajó en ciudades como Bagnolet, Bordeaux y Calais. Este año concretó en Calais Fuego de invierno, con músicos ambulantes, bailes, degustación de platos regionales y espectáculos circenses. Su llegada a París, tras la ebullición de mayo del ‘68, coincidió con una época que califica de “fiesta de la oralidad”. “Se hablaba de cosas importantísimas. Se había encontrado el pasaje entre las problemáticas individuales y la conciencia de que estaban ligadas a un contexto social y político.”
–Un pasaje que se relaciona con la afirmación de la identidad, tema siempre conflictivo...
–Le tengo miedo a la noción de identidad, que -.creo– no puede ser tomada en términos abstractos, porque en Francia, al menos, es la puerta abierta para formular premisas fundamentalistas. Pensamos que la cuestión de la identidad se tiene que replantear en una dinámica del encuentro con el otro. El otro no es forzosamente el extranjero, es el otro filosóficamente hablando, el otro que soy yo mismo. Tener una visión hegemónica de una identidad completa y global es una ficción, y es necesario tener conciencia de esto para facilitar el diálogo. La identidad se construye al borde del encuentro con el otro.
–¿Qué papel cumpliría el arte?
–El arte posee la capacidad de resimbolizar las distancias que uno tiene respecto de sí mismo. Puede jugar un rol muy importante en la definición y afirmación de lo que uno cree que es, siempre que se tenga conciencia de que ese ser es cambiante.
–Pero el arte es considerado generalmente un hobby y no parte constitutiva de la persona...
–La relación con el arte depende en alguna medida de la posición que cada uno ocupa en el campo social. Una de las cosas que tratamos de subrayar en este seminario es que el territorio no es hegemónico ni homogénico. Hay montones de territorios.
–¿Esos territorios serían un país, una ciudad, una sociedad?
–Me refiero a algo más abstracto. Una ciudad está construida por un milhojas de territorios. El conjunto es un relato urbano que posee hitos históricos que lo definen. Hay barrios a los que no vamos nunca, y otros de los que no nos podemos despegar. Cada uno tiene su sendero urbano. El territorio es la resultante del juego de relaciones sociales de unos y otros, que tratan de excluirse mutuamente.
–¿Cómo se logra el encuentro ante esa diversidad?
–Hay que permeabilizar esos territorios y construir dispositivos que permitan un cuestionamiento recíproco. Existen experienciassobre esto. Lo primero es reunir a especialistas de distintas áreas. Un ejemplo es el tranvía de Estrasburgo. El proyecto era instalar un tranvía para agrandar la noción de centro. Cuando se trata de representar a Estrasburgo, la gente apela a imágenes del siglo XII. Uno de los cinco elementos de la “cédula de identidad” es la catedral y su barrio gótico.–Pero esa cédula puede ser la de los turistas...
–Es la que Estrasburgo fabricaba desde sí, desde ese centro que excluía a otros barrios. Por eso, para la instalación del tranvía se reunió a especialistas de diferentes áreas y se llamó a un filósofo, a un historiador y a dos directores de arte contemporáneo. Este equipo trató de encontrar qué estaban ocultando los estereotipos de esa cédula.
–¿Cuál sería hoy la cédula de identidad de Buenos Aires?
–Como dice Baudelaire, la cara de una ciudad cambia más rápido que el corazón del hombre. No sabría decir cuál es su “cédula”. Muchos hitos simbólicos han desaparecido, y ha habido cambios, como Puerto Madero y los shoppings. Creo que valdría la pena crear espacios de diálogo. Cuando estos dispositivos no existen, se cae en la crítica del fuego, la violencia. Se produce el hundimiento de la polis, en el sentido griego, el desprecio de esa necesidad de estar juntos, porque estamos unidos por problemáticas que van más allá de los conflictos individuales. –¿Cómo congeniar los proyectos culturales con el interés comercial y no quedar supeditados a éste?–El Estado tiene la función de regular la inversión privada y la posibilidad de crear comités técnicos que no razonen sólo en términos económicos sino culturales, artísticos y ecológicos. La lógica liberal no necesita de estos encuentros, pero el Estado sí. Por algo maneja el dinero público, es el único que puede estabilizar ese espacio de encuentro.
–¿Qué lugar ocupa el teatro en su tarea?
–Fui llegando al teatro a través de descubrimientos como el de teatralizar la ciudad. Vi a diferentes comunidades utilizar el teatro como instrumento para su identidad. Hablo de los puertorriqueños en Nueva York, por ejemplo, y en Francia, del Festival de Nancy del ‘63, que generó esa “oralidad” que se desató en mayo del ‘68. No fue por generación espontánea: ya existía el teatro de laboratorio, capaz de articular la creación colectiva con las problemáticas sociales, la literatura y el cuerpo del actor. Las compañías trabajaban entonces con material de recuperación no sólo porque eran pobres sino porque esa estética estaba articulada con la crítica social. Estoy hablando del Teatro Campesino, del Bread and Puppet, del Living Theatre, y de creadores como Jerzy Grotowsky y Bob Wilson. Era un espacio de intempestividad, donde las formas artísticas hegemónicas eran atravesadas por una tormenta vivificante.

 

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