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El hombre del siglo
Por José Pablo Feinmann

 

t.gif (862 bytes) Un semanario norteamericano hizo una encuesta. Sabemos que en la actual coyuntura de fin de siglo todo es encuestable. Los mejores músicos, los mejores escritores, los mejores boxeadores. O los peores. O los más representativos. Nadie establecerá un juicio definitivo sobre nada. Sólo se revelarán las tendencias que --en el mentadísimo fin de milenio-- existían sobre diversos, infinitos temas. Sólo eso.

Un semanario norteamericano --decía-- hizo una encuesta. Los encuestados debían elegir alna36fo01.jpg (12684 bytes) "hombre del siglo". No al mejor, no al peor, sino al que encarnaba el espíritu de este siglo. Ganó Hitler. Después, lejos, Elvis Presley. Y, en otro semanario, con otra encuesta pero con los mismos criterios, ganó la Madre Teresa. Quienes votaron por Elvis lo hicieron desde la valoración generacional, desde la nostalgia o desde el amor a la música. A cierta clase de música. Quienes votaron por la Madre Teresa interpretaron se les pedía que dijeran quién fue el personaje más positivo, el más digno de ser imitado. Quienes votaron por Hitler entendieron hondamente la pregunta y entregaron una respuesta provocativa, dolorosa y de hondo valor cognoscitivo. Porque es así: Adolfo Hitler es el hombre del siglo XX, su paradigma. Quien mejor lo representa en su demencia guerrera, en su intolerancia, en su desprecio por la vida.

A la vez, decir que Hitler es el hombre del siglo implica un juicio sobre quienes han vivido en él, sobre todos los que toleraron, callaron, impulsaron, fueron cómplices en el silencio o en la acción decidida. Hitler no existió solo. Tuvieron que ocurrir muchas cosas para que tal personaje ocupara el lugar que ocupó. El siglo XX ha sido tan destructivo que estuvo a punto de destruir la civilización. Hitler, el hombre del siglo, lo hubiera hecho sin hesitación alguna. Si no ocurrió fue porque --entregada la ciencia nazi a los delirios genéticos tipo Josef Mengele-- llegó sólo a las puertas del poder atómico. Si los científicos nazis le entregaban a Hitler la bomba atómica, no festejábamos el 2000. (Tal vez sea lo único que deberíamos festejar este viernes 31 de diciembre: que aún existe la civilización y existe, por lo tanto, la esperanza de que sea otra cosa en el futuro.)

Esa loca búsqueda de la perfección aria, de la raza de señores, esos dislocados y crueles y cruentos estudios genéticos de Mengele lograron no centralizar las investigaciones en la creación del poder atómico de la nación alemana. De otra forma, Hitler hubiera contado con algo o mucho más que los misiles V-2 que arrojó sobre Londres en 1944. Hubiera contado con la bomba atómica. Y hubiera llevado la ratio destructiva del siglo XX a su extremo perfecto: acabar con el mundo tal como solíamos conocerlo. (Wernher von Braun, el científico que le desarrolló a Hitler los misiles V-2, emigró luego a Estados Unidos y siguió trabajando como si nada. Se hizo una película con Curt Jürgens, Mi meta son las estrellas. Porque, en USA, las metas de Von Braun, que es, desde luego, el Doctor Insólito de Kubrick, cambiaron: se dedicó, como miembro eminente de la NASA, a los satélites y a los cohetes interespaciales. Así, el mundo, que pudo haberle debido su destrucción total, acabó debiéndole su inestimable colaboración en el Saturno 5 y en la hazaña de llevar al hombre a la Luna, esa hazaña de la "humanidad", debida, en gran parte, a un hombre de Hitler. Esto revela, no una casualidad ni una curiosidad, sino una cierta lógica de la historia: Hitler fue un soldado, un indeseable, pero eficaz soldado del capitalismo, y era lógico que su más genial científico terminara trabajando en la NASA. Estos son datos para escribir en el Manual del perfecto idiota neoliberal.)

En 1933 nadie podía no saber quién era Hitler y qué se proponía. ¿Nadie había leído Mi lucha? Era como si Jack el Destripador, antes de cometer sus asesinatos, hubiese escrito y publicado un libro con párrafos como el siguiente: "Me propongo asesinar prostitutas en Whitechapell. Me propongo destriparlas, arrancarles los riñones, enviar uno a la policía y comerme el otro". Hitler, en el capítulo II de su panfleto, había escrito: "Creo ahora que al defenderme del judío lucho por la obra del Supremo Creador". Y en el capítulo III: "Repugnante me era el conglomerado de razas reunidas en la capital de la monarquía austríaca; repugnante esa promiscuidad de checos, polacos, húngaros, rutenos, serbios, croatas, etc., y, en medio de todos ellos, a manera de eterno bacilo disociador de la humanidad, el judío y siempre el judío". Y también en el capítulo III: "La democracia del mundo occidental de hoy es la precursora del marxismo, el cual sería inconcebible sin ella. Es la democracia la que en primer término proporciona a esta peste mundial el campo propicio de donde el mal se propaga después".

Las "democracias occidentales" y el capitalismo alemán habían resuelto abrirle el paso. Acabaría con el comunismo y luego todos acabarían con él. Incluso no sería justo decir que el capitalismo alemán esperaba la derrota de Hitler una vez derrotados los comunistas. Los Krupp, Thyssen, Stinnes, Seeckt estaban cómodos con Hitler. ¿Cómo no apoyar a alguien que hacía girar la economía capitalista en torno de la industria de armamentos y suprimía todo tipo de conflicto social?

Se suele escamotear la pertenencia de Hitler al capitalismo por medio de un enfoque sobrepolitizador, que es parte fundante del Manual del perfecto idiota neoliberal. La cuestión instrumenta hacia la derecha el pensamiento de Hannah Arendt, porque es, en gran medida, el neoliberalismo quien ha puesto de moda los textos de Arendt, sobre todo Los orígenes del totalitarismo. Así leído el texto de Arendt dice lo siguiente: la contradicción del siglo XX es entre democracia y totalitarismo, los totalitarismos se basan en ideologías que plantean la intolerancia, la incapacidad de integrar o respetar lo distinto; los totalitarismos se valen del Estado para imponer la dominación ideológica y crear "sociedades cerradas" (aquí entra el toque Popper). Los grandes totalitarismos del siglo XX han sido el nacionalsocialismo y el comunismo. Hitler y Stalin, la extraña pareja. De este modo, el perfecto idiota neoliberal tiene su esquema victorioso: el siglo XX ha sido un desastre porque extravió los caminos de la democracia liberal, que son los caminos del mercado libre. El mercado libre abomina del Estado, de las ideologías y acepta la diversidad. El presidente Menem expresó acabadamente esta receta en la Argentina. Todos sabemos qué es abominar del Estado: es desintegrarlo, vender sus esferas insustituibles, crear una descomunal corrupción. Abominar de las ideologías es afirmar que las ideas han muerto y aceptar la diversidad significa que algunos son y serán ricos y otros son y serán pobres, eternamente.

Sería altamente inadecuado interpretar que pretendo encuadrar a Hitler en el capitalismo y crear luego una amplia zona de inocencia sobre las catástrofes de este siglo. No, éste es el siglo de Stalin y el Gulag, el de Truman e Hiroshima y el de Massera y la ESMA. (Otro experimento capitalista, ¿o no estaba la ESMA al servicio de los Martínez de Hoz, del más concentrado capitalismo argentino?) Es el siglo de las guerras, de los genocidios, el siglo que más vidas humanas ha segado, el siglo que puso la más alta tecnología al servicio de la muerte. La contradicción del siglo XX no es la que se establece entre democracia y totalitarismo, sino la que se establece entre la vida y la muerte. Y la muerte ha resultado victoriosa. A su servicio estuvieron las llamadas democracias occidentales, el comunismo y esa forma de capitalismo que fue el nacionalsocialismo. De este modo, al ser la muerte el hecho más esencial y fundante de este siglo, es coherente que el más paradigmático, el más ejemplar de sus protagonistas sea Adolfo Hitler, un asesino.

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