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OPINION
Cuando se apaga la luz
Por Juan Sasturain

En un viejo juego infantil de ingenio se planteaba este enigma: No hay luna, un automóvil sin luces circula a toda velocidad por la carretera y de pronto un hombre negro vestido por entero de negro se cruza imprevistamente en su camino. Sin embargo, el conductor frena y evita chocarlo. ¿Cómo se dio cuenta de lo que pasaba frente a él? Los niños tirábamos hipótesis con respecto a los dientes luminosos del negro, sugeríamos que podía haber ruidos, los más tontos no nos dábamos cuenta de que simplemente era de día. Porque es así: asociamos inmediatamente la falta de electricidad a la falta de luz. Hace años –cuando las empresas no tenían nombre– se decía “hay que pagar la luz” y todavía decimos “me cortaron la luz estos ladrones de Edesur”. Todos los otros usos de la electricidad vienen a la conciencia después, cuando no hay cubitos y se calla la Callas. Y es porque le tememos a la oscuridad más que a ninguna otra cosa. Precisamente ahora, cuando es tan fuerte la idea de que algo termina, de que vivimos tiempos finales y de cuenta regresiva, la fantasía de que se apague la luz –que Alguien la apague– antes de cerrar la puerta del ominoso 2000 es imparable. Si el simple hecho de entrar a una habitación sin luz o bajar por una escalera a oscuras intimidan, qué se puede llegar a sentir ante la posibilidad de meterse en la enorme cavidad de un siglo vacío y sin ver nada. Da miedo.

 

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