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OPINION

Contracaras

Por J. M. Pasquini Durán

Casi siempre los gobiernos tienen pretensiones fundacionales, como si al asumir pudieran poner en cero el cuenta kilómetros de la historia. Esperan, por lo tanto, que las demandas de todo tipo queden en suspenso hasta que sus funcionarios terminen de instalarse en los despachos burocráticos. En situaciones ordinarias, cada nueva administración tiene, en efecto, un período de "luna de miel", pero aún así hay asuntos que no pueden esperar. Es el caso del ajuste fiscal que ocupó al flamante oficialismo, en sus más altos niveles, desde varias semanas antes del 10 de diciembre. Había que reorganizar las cuentas y dar señales tranquilizadoras a los mercados de capitales, a los acreedores externos y a los organismos financieros como el Fondo Monetario Internacional (FMI). Banqueros, consultores y lobbistas dejaron saber, en público y en privado, que para defender sus intereses estaban dispuestos a cortar los puentes de acceso al crédito y a elevar el "riesgo-país". Para evitarse sofocones y sorpresas, el Gobierno hizo las diligencias indispensables para satisfacer a casi todos ellos.

Los correntinos merecían la misma urgencia, aunque no tengan el poder ni la influencia de esos financistas. Aunque más no fuera porque llevaban meses a la intemperie, sin salarios, sin clases y sin que nadie los atendiera. Durante la mayor parte del año, la plaza central de esa capital provinciana estuvo cubierta de carpas que alojaban la extendida protesta provincial. En sus calderos hirvieron las magras ollas populares, provistas por la compasión o la solidaridad y aderezadas con humillación, bronca, amargura y desesperación. Ningún político en campaña que recorrió el país puede decir hoy que no tenía datos de la situación.

Abandonados a su suerte por la oligarquía política provincial, dividida por riñas familiares y veteada de corrupción, con escolares graduados por decreto pese a que sólo asistieron dos meses a clases, lejos de Buenos Aires, apelaron a las energías que les quedaban para llamar la atención. En la última década aprendieron a cortar rutas y a levantarse en puebladas para conseguir demandas mínimas. Esta semana se cumplieron seis años de los incendios en Santiago del Estero, por recordar alguna de esas lecciones desafortunadas. Saben también que la televisión tiene más influencia que los sindicatos, pero las cámaras no enfocan a los mansos.

Era inevitable la aparición de esa protoguerrilla urbana, juvenil y desaforada, hija del resentimiento antes que de la ideología, que se cubre el rostro con barbijos o pasamontañas yna02fo01.jpg (10409 bytes) cierra las manos sobre piedras, palos y fuegos. No tienen ninguna influencia política perdurable, como lo probó la elección del gobernador santiagueño, al que habían repudiado quemándole la casa, unos pocos meses antes. Esa presunta izquierda se disuelve como el granizo contra el pavimento y sólo aparece cuando la democracia es impotente para hacerse cargo de la angustia extrema de los desamparados. Si el Gobierno reduce el análisis de la situación al activismo de agitadores profesionales que se desplazan de una punta a otra del país, quedará aprisionado en la misma lógica que usó el menemismo para juzgar al movimiento popular que no soportaba las consecuencias de tanta injusticia social. ¿Qué dirán mañana de Tartagal, donde ya hay rutas cortadas con barricadas que se extienden por centenares de metros? ¿Qué dirán la semana que viene cuando los bonaerenses del Plan Trabajar reclamen la continuidad de la asistencia amenazada?

Al flamante Gobierno nacional le alcanzó la consternación, pero le fallaron las previsiones para sofocar el estallido, una posibilidad cierta ante las evidencias previas. A lo mejor temió más el costo político de una intervención federal que las consecuencias del estallido popular, pero quiso conciliar lo inconciliable negociando con los mismos responsables del marasmo actual o convocando a los que ya no querían más palabras, sea por escepticismo o por incredulidad. El mismo anuncio de pago inmediato de dos meses atrasados que se hizo ayer pudo resolverse antes, cuando contaban hasta las horas de diferencia. Con ese anuncio tardío le dio la razón a los que sostienen que la violencia, en lugar del diálogo, logra resultados concretos. La parsimonia se volvió patética el jueves a la noche cuando el interventor designado anunció que recién el lunes llegaría a una provincia sin ley ni orden. ¿Acaso la gente siempre puede esperar? Mientras tanto, permitieron lo peor: en lugar de la autoridad política, llegaron los fusiles de la gendarmería para reprimir. Al mediodía de ayer, había una cantidad imprecisa de heridos y por lo menos dos muertos, según la información oficial. Hasta el obispo Domingo Castagna salió a pedir que cese la represión y que Mestre se apersone cuanto antes. Todo un espectáculo, televisado en directo para el país entero.

El interventor designado es un comprovinciano del Presidente (ha llegado la hora de cordobeses en lugar de riojanos), ajustador inflexible, intolerante, enemigo del Frepaso y de los sindicatos de estatales y docentes, los mismos que pelean en Corrientes, a los que les pagaba con bonos de su creación que perdían el treinta por ciento del valor nominal si se cambiaban por la moneda de curso legal. Ramón Mestre, apodado "El Chancho" por sus correligionarios de la UCR, hizo posible con su gestión uno de los mayores triunfos del menemismo en decadencia, que ganó este año la gobernación de Córdoba debido al hartazgo de los tradicionales votantes radicales. Después de su presentación oficial, una cronista acertó a interpretar el sentido común de cualquiera que lo hubiera escuchado: "Si no sabe nada de Corrientes, ¿para qué aceptó el encargo?", le preguntó. Si Mestre es un ejemplo de buen administrador, ¿qué se puede decir de Domingo Cavallo?

Además de la tragedia de Corrientes, no fue una semana de luna de miel la que tuvo el gobierno de Fernando de la Rúa. Impuso nuevas cargas tributarias a sus votantes de clase media, entre ellos los porteños, que van a las urnas en pocos meses, y reconfirmó en el cargo de cobrador al mismo Silvani que sirvió a Menem, que nunca encontraba a los evasores poderosos, pero clausuraba pequeñas tiendas por infracciones de escaso monto. El discurso oficial acusa a la evasión como uno de los mayores fraudes nacionales, pero conserva al recaudador que no pudo derrotarla. En el propio bloque de diputados de la Alianza se levantaron preguntas razonables como ésta: "¿Era a la clase media o al capital financiero al que teníamos que imponerle mayores contribuciones?". La reaparición del banquero Raúl Moneta, prófugo por cinco meses, liberado de prisión mediante una maniobra jurídico-legal que verifica la persistencia de métodos anteriores al nuevo Gobierno, es una bochornosa respuesta posible, sin que importe la voluntad oficial. Lo mismo que la reconfirmación de Rodolfo Barra como contralor oficial de negociados, coimas y monopolios privados. Mientras Carlos Alvarez intentaba quebrar esa nominación, algunos de sus más cercanos aliados radicales en el Senado negociaban una gestión compartida con los auspiciantes de Barra. El vicepresidente todavía debe estar saboreando el sapo que se comió.

Por si faltara algo para avivar el ánimo de los porteños, volvieron los cortes de luz, como si lo que sucedió en febrero y los cambios empresariales en Edesur hubieran sido echados en saco roto. En esta ocasión, también Edenor contribuyó a sucesivos apagones. Igual que antes, tampoco esta vez los consumidores tuvieron, aunque sea por gentileza, explicaciones suficientes y claras ni de las empresas ni de los entes reguladores. Mucho menos, compensaciones. ¿No habrán podido localizar a los comandos de activistas que cortan los cables para sabotear la elección de Aníbal Ibarra? Por lo visto, la noción de continuidad jurídica sobre las privatizaciones incluye la impunidad en la oferta del servicio. Para los consumidores queda la aceptación resignada y sudorosa del abuso, la negligencia o la mala calidad al precio más alto. Eso sí: las comunicaciones telefónicas van a bajar, pero que nadie crea que por la competencia entre las empresas que están pujando por el control de los mercados sino por la gestión gubernamental que, hasta el momento, no logró idéntica colaboración de los otros concesionarios de servicios públicos. También fue intervenido el PAMI, con promesas de pronta normalización de la asistencia debida. Habrá que esperar, como dicen los optimistas, sin poner palos en la rueda. A lo mejor el virus informático del milenio borra también el disco duro del menemismo en las computadoras oficiales.

 

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