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El nuevo estilo
Por Enrique Zuleta Puceirao

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t.gif (862 bytes)  Hace ya dos décadas, Maurice Duverger prologaba su influyente ensayo sobre las "monarquías republicanas" con una descripción de la función presidencial digna todavía de atención. "El poder de gobernar pertenece principalmente a un hombre, investido de la legitimidad suprema, más o menos libre en sus movimientos, que apenas comparte la iniciativa y el impulso y que toma o inspira las decisiones importantes, que determina y conduce la política de la Nación". El correlato histórico de su descripción eran los Helmuth Schmidt, Edmund Wilson, Olof Palme, Aldo Moro, Pierre Elliot Trudeau o Richard Nixon. América latina, por entonces enteramente dominada por dictaduras militares, quedaba naturalmente afuera de todo cuadro comparativo.

Veinte años después, esta imagen clásica del poder presidencial sigue dominando las expectativas y deseos de quienes acceden a la cima del poder. Los primeros pasos de Fernando de la Rúa no han sido en este sentido muy diferentes de los de la mayor parte de sus colegas en el continente. En sus primeros días, el Presidente ha monopolizado la administración de los tiempos, los espacios y el diseño de las nuevas estructuras. Supervisó personalmente hasta el último raviol de los organigramas ministeriales e intervino en la designación de todos los cargos hasta el nivel de subsecretarios. Definió agendas, eligió adversarios y estableció un control draconiano de la ambición mediática de su gabinete de estrellas. Desde esta posición de hegemonía interna, afrontó con resultados todavía inciertos las dos primeras crisis de su gobierno: el fracaso parlamentario del proyecto de Presupuesto 2000 y la nueva erupción del volcán correntino.

¿Hasta qué punto resulta hoy factible una extrapolación mecánica del modelo de poder presidencial interno a un contexto social y político externo como el de la Argentina posterior al 24 de octubre? La respuesta es difícil y existen pocos elementos para una respuesta positiva.

El sistema político argentino es el propio de lo que en política comparada se califica como gobierno dividido. Nadie cuenta con mayorías ni recursos institucionales propios. El poder está fragmentado, tanto horizontal como verticalmente. Tanto el Presidente como la gran mayoría de los gobernadores e intendentes de todo lo país deberán gobernar sin mayorías legislativas propias y sobre la base exclusiva de consensos negociados. En el nivel nacional la oposición cuenta con una capacidad decisiva de veto, derivada de su mayoría calificada en el Senado y de un control casi ostentoso de la Corte Suprema. A partir de estos datos, toda pretensión de necesidad y urgencia en las decisiones presidenciales está condenada, casi por definición, al fracaso.

La nueva situación plantea tantos riesgos e inconvenientes como ventajas y oportunidades. Para un Menem, sería tal vez el principio del final. Para Fernando de la Rúa puede ser un escenario bastante próximo a lo ideal. Es, por lejos, el político de primer nivel más adaptable a condiciones adversas como o las planteadas. Antes de actuar, el nuevo poder presidencial deberá escuchar, ponderar, componer y arbitrar entre intereses opuestos y, en todo momento, negociar. Para ello, deberá estirar los tiempos de decisión hasta extremos intolerables para una opinión pública durante mucho tiempo acostumbrada a confundir poder con discrecionalidad.

Tanto por necesidad objetiva como por vocación y sensibilidad política personal, Fernando de la Rúa apunta a un nuevo estilo presidencial, en el que la dureza implacable en el control de los equilibrios internos procurará combinarse con una extremada flexibilidad ante los conflictos externos.

La figura del Presidente no agota ya la de la presidencial y ésta, a su vez, tampoco alcanza para rellenar el cuadro complejo del gobierno. La clásica auctoritas -–preeminencia basada en el reconocimiento ético y político de la sociedad-- importará de aquí en adelante mucho más que la potestas -–capacidad de ordenar la realidad a los términos de la propia voluntad--. El riesgo mayor es el de una opinión pública acostumbrada a ver, detrás de las complejidades del nuevo estilo decisorio el riesgo recurrente de crisis de gobernabilidad. El balance es por ello prematuro y el resultado final de crisis como la correntina dará una medida más exacta de las posibilidades efectivas del nuevo esquema de poder presidencial.

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