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En el principio fue el trigo

Por Carlos Carabelli

Pasando lista de las cosas que no había, cualquiera puede pensar que se trata de una hazaña: sin tractores, ni sembradoras, sin fertilizantes ni equipos de riego, sin herbicidas ni control de plagas, sin mercados a término ni biotecnología, nuestros ancestros, los pueblos agricultores del Neolítico, lograron obtener un rendimiento en sus cultivos de una tonelada por hectárea, una enormidad, considerando que una producción promedio actual alcanza 1,8 tonelada por hectárea.

El dato surge de un análisis bioquímico, realizado por el investigador argentino Gustavo Slafer, hecho a granos de trigo y cebada hallados en distintos yacimientos arqueológicos al noroeste del Mediterráneo, en costas españolas, y que datan de un extenso período temporal que va desde el 5500 antes de Cristo hasta la Edad Media. Y sirve, en el marco de un estudio más amplio que intenta determinar el tamaño de las primeras sociedades agrícolas, para echar nueva luz sobre el hecho más determinante de la historia humana: la invención de la agricultura y su expansión por el mundo en los albores de la Historia.

El estudio de Slafer, un investigador de la Facultad de Agronomía (UBA) que trabajó en colaboración con catedráticos españoles de las universidades de Barcelona y Lérida, se basó en considerar la discriminación isotópica del carbono presente en los granos. Con los datos obtenidos, se generó un modelo estándar, que hubo que corregir sucesivamente (por ejemplo, teniendo en cuenta que el nivel de dióxido de carbono actual en el aire es de 350 partes por millón o más, contra 275 ppm. que había hace 7 mil años).

Después hubo que salvar otro problema: los granos estaban cocidos y carbonizados; y había que probar que la carbonización no alteraba las variables de la medición. Y barajar distintas hipótesis, como que los granos provinieran de temporadas de buenas cosechas, y que justamente por eso se almacenaran y sobrevivieran al paso del tiempo, sirviendo como testimonios del pasado.

La estimación, "aunque resulta muy gruesa", es la primera en utilizar un elemento de aquellas épocas (es decir, los granos de trigo y cebada). De esta forma, se diferencia de otros estudios arqueológicos, basados en fuentes históricas (textos bíblicos, o de autores romanos), y de la arqueología experimental, que recrea las condiciones ambientales que había en los tiempos neolíticos, para realizar un cultivo con la misma tecnología de aquel momento, utilizando los genotipos más silvestres existentes. Este último camino es una buena idea, pero no puede superar ciertos obstáculos, como que "los genotipos no tienen nada que ver con los que se utilizaron al comienzo de la agricultura y es imposible reproducir el ambiente, porque ahora hay mucho más dióxido de carbono en el aire, y el dióxido es `la comida' de las plantas".

Las fragilidades de la nueva estimación no son suficientes para Slafer ("es imposible hacer estos trabajos sin asumir ciertos supuestos"), teniendo en cuenta la información derivada: en primer lugar, durante el período analizado (las muestras provienen de un lapso temporal de 6000 años) no hubo un crecimiento notable de la productividad. Además, para semejante bonanza en los cultivos era fundamental un régimen hídrico por completo diferente al actual, en esos lares españoles. Lo que permite suponer que en distintos momentos históricos hubo una cobertura vegetal, quizás una extensa pastura, que cubrió vastas regiones hoy infértiles, como las del Desierto del Sahara. Y en tercer lugar, una evidencia concreta: los granos, de trigo duro (no era trigo pan como el que se cultiva actualmente), se usaban para elaborar harinas o se consumían enteros y con la cebada se hacía levadura.

Los resultados de esta investigación no dejan de ser curiosos: aparentemente, los primeros agricultores conocían su oficio y eran muy eficientes; sin la ayuda de agroquímicos, abonos y fertilizantes, lograban rendimientos del orden de los que se consiguen hoy.