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Por Ileana Lotersztain

Desde hace varios siglos, los científicos saben que las abejas les cuentan a sus compañeras los descubrimientos que hacen fuera de la colmena. En las últimas décadas los investigadores descifraron muchos de los enigmas que hacen a la comunicación de estos insectos. Cuando una abeja encuentra una fuente de alimento vuelve a la colmena y les pasa el chisme a sus congéneres por medio de un baile frenético. Las últimas investigaciones arrojaron más luz sobre el asunto. Aparentemente, los insectos complementan el mensaje de la danza con sonidos y olores. Y parece que no les pasan a sus colegas sólo la dirección del restaurant sino que les cuentan también qué y cuánto se puede comer allí.

Nada nuevo bajo el sol

El hecho de que las abejas regresan a la colmena cuando encuentran una fuente de alimento para pasarles el dato a sus compañeras no es ninguna novedad. De hecho, Aristóteles fue uno de los primeros en notarlo, hace más de 2000 años, aunque no profundizó demasiado en el tema. El que sí lo hizo fue el naturalista alemán Karl von Frisch, de la Universidad de Munich, quien en la década del 40 descifró el significado de la danza de las abejas.

Von Frisch se dio cuenta de que la dirección en la que se mueve la bailarina apunta hacia el lugar en que se ubica la comida respecto de la posición del sol. Y notó también que la velocidad del baile tiene que ver con la distancia que hay entre la colmena y la fuente de alimento: cuanto más cerca esté el banquete, más frenético será el ritmo.

Cronómetro en mano, Von Frisch y sus colaboradores observaron las danzas, las descifraron y consiguieron localizar ellos mismos las fuentes de alimento. Los excelentes resultados del grupo alemán impulsaron a muchos biólogos a tomar cartas en el asunto. Uno de ellos es el doctor Walter Farina, que en su laboratorio de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA dirige el grupo de estudio de insectos sociales.

Todo en su justa medida

Farina y sus colaboradores estudian las estrategias de recolección de alimento en las abejas. El biólogo cuenta que estos insectos no cargan toda la comida que pueden para volcarla después en la colmena. La ración que llevan depende de la productividad de la fuente. Es decir que si se cruzan en su camino con un tenedor libre se llenan hasta reventar, pero si encuentran un lugar estilo nouvelle cuisine sólo se llevan unos pocos bocados.

El grupo de Exactas encontró algo muy interesante: cuando un insecto vuelve al nido para indicarle a sus compañeras dónde pueden conseguir comida, además de bailar para su audiencia también reparte algunos bocados, para que el resto pueda paladear el manjar que les espera. Lo que descubrió Farina es que el número y el tamaño de las porciones que distribuye la expedicionaria dependen de la cantidad de comida que encontró. Así, antes de partir, las demás saben de antemano qué van a hallar y en qué cantidad. Pero eso no es todo. Al estudiar el baile de las abejas el biólogo y su equipo descubrieron que este comportamiento es aún más complejo de lo que se creía. “Hasta ahora se sabía que la danza daba información acerca de la posición del alimento”, cuenta Farina. “Pero nosotros encontramos que los bichitos danzan más intensamente si se topan con una montaña de comida.”

Las ciberabejas

El grupo de Farina no es el único que se interesa por el baile de las abejas. Los biólogos Wolfgang Kirchner y Axel Michelsen construyeron un insecto artificial capaz de mover el abdomen tan bien como los de “carne y hueso”. Con este robot los investigadores querían averiguar si además de danzar las expedicionarias emiten sonidos para llamar la atención del resto de los integrantes de la colonia.

Para engañar a las obreras, Kirchner y Michelsen recubrieron el esqueleto metálico del robot con cera de abejas y una fragancia floral. Después de cinco largos años de trabajo con la ciberabeja, los científicos llegaron a la conclusión de que las danzas silenciosas reclutan muy pocas obreras y que los sonidos que emiten las expedicionarias son esenciales para atraer a su público.

El uso de robots en los estudios de comportamiento es cada vez más frecuente. Para algunos investigadores, éstos no son más que herramientas accesorias de trabajo. Para otros, en cambio, los biobots son la prueba fehaciente de que la conducta animal es bastante menos complicada de lo que parece. Al menos eso creen Henrik Lund, un danés experto en informática, y Orazio Miglino, un psicólogo de la Universidad de Nápoles.

Para probar su hipótesis, estos científicos se valieron de un ejemplo clásico de la etología, la ciencia que estudia el comportamiento de los animales. Los etólogos sostienen que, para orientarse, las ratas construyen en sus cerebros una especie de mapa de los alrededores. Una forma sencilla de probar esta teoría es poner una ratita dentro de una caja rectangular y enseñarle a volver a un lugar determinado del rectángulo, en el que se escondió una golosina. Después se traslada al animal a una segunda caja, idéntica a la anterior, para ver si se mueve directamente hacia la comida. La mayoría de las veces así lo hace. Para los etólogos, la rata recuerda la posición de la comida porque la relaciona con la geometría de la caja. En otras palabras, porque construye un mapa cognitivo.

Para Lund y Miglino es imposible llegar a esa conclusión a partir de la conducta de las ratas. Y para demostrarlo se les ocurrió fabricar un robot que pudiera imitar el comportamiento del animal pero que careciera de memoria. De esa manera no podría construir ningún mapa.

Ratas cibernéticas

Los investigadores usaron de base un pequeño robot de laboratorio al que le agregaron algunos sensores y un par de motores. El cerebro del biobot se armó con una red neuronal artificial, integrada por una serie de neuronas electrónicas o nodos que imitan el comportamiento de las células nerviosas.

En los seres vivos, cada neurona recibe una serie de señales de las células que la rodean. Si la suma total alcanza un cierto valor, la neurona dispara una respuesta eléctrica. Las redes artificiales funcionan bajo el mismo sistema. Cada nodo computa las señales entrantes. Si éstas sobrepasan un cierto nivel se envía una respuesta a los demás nodos.

A diferencia de las ratas, que poseen millones de neuronas, el biobot tiene sólo 10 nodos. Con este equipo básico y con la ayuda de un algoritmo matemático los investigadores lograron su objetivo. El robot podía encontrar la comida en la caja tan fácilmente como una rata. Con esta experiencia, Lund y Miglino demostraron que no alcanza con el ensayo de la caja para afirmar que las ratas construyen mapas cognitivos. De todas maneras, Lund admite que él también cree que los roedores construyen esta clase de mapas, pero su idea era mostrar que los etólogos van demasiado lejos con sus resultados.

Como es de esperar, muchos científicos opinan que las ideas de Lund son un disparate. Y le devuelven la pelota diciendo que aun si el biobot puede imitar a la perfección el comportamiento de las ratas, eso no implica de ninguna manera que los robots y los animales estén actuando del mismo modo.

Aunque el debate está aún caliente y muchos investigadores miran todavía con recelo a esos manojos de metal y cables que simulan animales de carne y hueso, los robots les están dando una buena mano a los biólogos con sus experimentos. Y seguramente se volverán cada vez más populares porque, como dice Barbara Webb, “mamá” de un cibergrillo, “lleva mucho más tiempo descubrir qué hace una neurona que fabricar una”.