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secciones Higienismo, urbanismo y política

Por Esteban Magnani
y Javier Martínez Fraga*

Sedimento sobre sedimento la ciudad crece. En su camino son muchos los pobladores afectados por la manera en que fue construida. Urbanismo, salud y política tejen historias en las calles, conventillos y barrios de Buenos Aires. Cada gobierno, a su manera, dejó una huella, que permanece en el tiempo como una cicatriz en forma de calle, cloaca o, incluso, parque o cementerio. También allí se pueden rastrear las mezquindades y aciertos de las clases dirigentes del país y la ciudad.

El higienismo

En la primera mitad del siglo XIX, de acuerdo a una investigación denominada “Higienismo y ciudad: Buenos Aires 1850-1910”, realizada por la socióloga Verónica Paiva en el Instituto de Arte Americano Mario J. Buschiazzo -de la Facultad de Arquitectura (UBA)-, la salud de la ciudad fue cobrando cada vez mayor importancia para sus habitantes y gobiernos. Las necesidad de mantener determinadas condiciones de salubridad o de controlar las epidemias mismas fueron moldeando distintas concepciones acerca de cómo cuidar la salud ciudadana.

“Se podría dividir el higienismo en tres etapas: la primera, marcada por tareas individuales de médicos y químicos, que va desde Rivadavia hasta 1850; la segunda, que coincide con la organización institucional del país y la introducción del higienismo como práctica institucionalizada y la tercera cuando las teorías pasteurianas y de Koch dan más clara cuenta de las formas de contagio, cambiando métodos y prácticas de prevención”, explica Verónica Paiva.

El primer higienismo

Hasta 1850, bajo una atmósfera de guerra civil, sólo existen algunos intentos individuales, sobre todo de médicos, por cuidar la salud urbana. Las escasas personas con alguna preparación científica de entonces, a la cabeza de este movimiento, comparable con el comienzo de ciertos movimientos ecologistas, buscaban el origen de las enfermedades en factores ambientales. Era necesario proteger tres elementos básicos: el aire, el agua y el sol. Provistos en cantidades y calidades adecuadas se lograría alejar las “miasmas”, como llamaban a los “vapores u organismos malignos” que, según se creía, se desprendían de cuerpos enfermos o sustancias en descomposición, para atentar contra la salud de los porteños. Así, el primer higienismo se pone en práctica de manera tibia en la primera parte del siglo XIX, a través de las pocas estrategias urbanas que se conocían: tapar lodazales, alejar industrias, mercados, mataderos, cementerios u hospitales, es decir, todas actividades que se restringen al espacio público.

En realidad, el proceso que le dará un toque particular a Buenos Aires arranca a partir de la segunda mitad del siglo XIX, cuando con la caída de Rosas se produce un intento de organización institucional, dentro del cual el higienismo encontraría su lugar.

Fiebre institucional

“La segunda etapa del higienismo es tal vez la más importante. Los puntos álgidos son: formarse como movimiento e introducirse en el Estado, aunque bajo el paraguas de las mismas creencias epidemiológicas de las miasmas. Algo muy original de esta etapa es que los higienistas intervienen en la vida privada de la gente. Hasta 1850 la salud pública se entendía como ‘conservación de la salud’, es decir, parar los brotes epidémicos: morir o no morir de cólera. Desde 1850 el concepto se amplía a una vivienda salubre, recreación, trabajo, asistencia pública, medidas de higiene sanitaria o infraestructura pública como redes de agua potable. Además se sigue con prácticas ya comunes del período anterior como hacer parques y plazas, trasladar industrias, alejar los cementerios, hacer hospitales, etc.”, explica Paiva.

La penetración de los higienistas en el Estado es clara: la Municipalidad de Buenos Aires, fundada en 1852, contaba con cinco departamentos entre los cuales estaban el de Higiene y el de Obras Públicas. A través de la injerencia institucional en esta problemática, Buenos Aires sufrirá una serie de medidas y reglamentos acordes a las concepciones científicas de la época. Lugares como el cementerio de la Chacarita o el Parque de Palermo (cuyo ¿verdadero? nombre es Parque Tres de Febrero) nacen, de manera particular, en estos años.

Durante el gobierno de Sarmiento (1868-74) se decide abrir el bosque de Palermo para uso público, no sin pocas controversias acerca de su salubridad y con un claro objetivo político de borrar el recuerdo de Rosas, quien había sido el propietario de esas tierras.

El otro ejemplo de la concepción urbanística de la época y su relación con la salud es producto de la gran epidemia de fiebre amarilla que sufrió Buenos Aires en 1871. Relata Alberto Petrina (cotitular de Arquitectura Argentina y asesor de Patrimonio Arquitectónico de la Subsecretaría de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires) que “cuando se produce la gran epidemia, el cementerio de la Recoleta no da abasto. Los cadáveres tenían que ser enterrados rápidamente para evitar las famosas ‘miasmas’. El lugar elegido fue un campo que se llamaba la Chacarita de los Colegiales, una chacra alejada que usaban los estudiantes del Nacional Buenos Aires. Se toman estos terrenos, se los hace fiscales y se empieza a enterrar los cadáveres”.

Las familias más pudientes de ese entonces culpaban de la epidemia a los inmigrantes de clase baja -como hoy se los culpa de la delincuencia y la desocupación-. Sin embargo el prejuicio acerca de que entonces comenzaron a mudarse parece no ser cierto, según explica María Isabel de Larrañaga (cotitular de la misma cátedra que Petrina y directora del Museo Sívori). “En realidad fue cuando empezaron a llegar los primeros inmigrantes, antes de la epidemia, que muchos de los más pudientes comenzaron a mudarse al norte, es decir a lo que hoy es Palermo o incluso Belgrano (que era entonces un pueblo alejado, unido sólo por los tranvías a caballo). Algunas de las casas que ocupaban fueron abandonadas por sus dueños y tomadas por los recién llegados, o directamente los propietarios las adaptaron para conventillos de alquiler. El hacinamiento de, a veces, 80 familias con una sola canilla era un lugar fértil para cualquier enfermedad. Cuando se empieza a pensar que las miasmas que vienen del Riachuelo producen la peste, los que quedaban se van a los terrenos altos y aireados del norte. Los primeros focos, según se plantea en la época, se producen en la Boca, Barracas, etc.”. Prácticamente desde entonces el sur de Buenos Aires quedó en manos de los sectores más humildes mientras los pudientes se acercaban a los nuevos paseos de estilo parisino hechos en lugares como Palermo o Plaza San Martín.

Ordenanzas de salud

A partir de la peste de 1871 las ordenanzas para mantener las mínimas condiciones de higiene se acumulan a mayor velocidad. En 1873 la “Ley de creación del cementerio de la Chacarita” legisla el uso del cementerio que, de hecho, ya existía. Esta ley resume todo lo que los higienistas exigían en materia de entierros y cremaciones: una localización extraurbana (para llegar hasta allí había que recorrer kilómetros de campo) e inhumación de acuerdo a los criterios del momento. Además, se establece la necesidad de un cordón verde de árboles altos, que contuviera las miasmas. Para controlar que estas medidas sean respetadas se crea una “Junta Inspectora de Muertos”, mediante una ordenanza municipal de 1872.

En esa misma época un grupo denominado Comisión Ensenada realiza estudios sobre la contaminación del agua. La innovadora conclusión fue que había que cuidar la pureza del agua, por lo que era necesario alejar los saladeros de la ciudad, con el mismo criterio que se había utilizado para los mataderos en 1864. Los industriales también debieron mudarse, gracias a una ordenanza de 1860 que los clasificaba en “incómodos”, “insalubres” o “peligrosos”. Las dos últimas categorías debían alejar sus apestosas miasmas de la ciudad.

Pero más allá del ordenamiento de la ciudad lo más original es que la nueva legislación se metió en las casas obreras y hasta en sus camas. Los problemas surgidos de la situación inmigratoria, como pobreza, hacinamiento, carencia de alojamiento adecuado, etc., hicieron patente el vínculo entre pobreza y enfermedad, dando lugar a todo tipo de reglamentaciones: se dictaron ordenanzas acerca de los materiales y la organización interna de las casas y los nuevos conventillos, se obligó a asegurar la circulación del aire por medios naturales o mecánicos, los techos se reglamentaron a una altura mínima de 4 metros, rasgo que todavía puede verse en muchas de las casas del barrio de San Telmo, que es principalmente de la segunda mitad del XIX. Además, los higienistas, con gran espíritu doméstico, hicieron alejar basuras y excrementos, limpiar las piezas, correr letrinas y cocinas, y vigilar la construcción de patios y sótanos. Los reglamentos abarcaron desde la clase de piso que se debía usar en las casas de inquilinato (1885), hasta el uso de camas superpuestas en los hospedajes (1887). Se sancionaron ordenanzas como la de “Inspección, vigilancia e higiene de los hoteles o casas habitadas por más de una familia” (1871), eufemismo para denominar los conventillos y hasta la intimidad de los baños fue violada: se reglamentó “La construcción y ubicación de letrinas” en 1871 y se construyeron las primeras cloacas que, como todos los servicios, se instalaron primero en el casco céntrico, luego en Belgrano y Flores y finalmente en las zonas más pobres.

Las reglamentaciones se sucedían y Buenos Aires aumentaba su tamaño. De la misma manera que la Argentina crecía en torno a las vías del ferrocarril, los barrios porteños crecían como frutos de un árbol hecho por líneas tranviarias. En medio, el campo.

Pasteur y Koch

“En la tercera etapa, que marco en mi trabajo, la higiene cambia de pública a social. Esta última tiene dos puntos significativos: la revolución pasteuriana y además el cambio en la concepción de lo que debe ser la higiene. Ya no tan sólo pública, como causa directa, sino ‘social’, es decir que se tienen en cuenta condiciones de vida del trabajador”, continúa Paiva. Una de las razones que llevan a prestar atención a la calidad de vida obrera son los crecientes enfrentamientos entre anarquistas y liberales que se daban en todo el mundo, y que también repercutían en la Argentina, y la necesidad de aquietar las aguas no sólo con palos.

Así es que por un lado se continuó con el cuidado de los mismos elementos que antes (aire, agua y sol), pero desde otra óptica, relacionada no ya con las miasmas sino con los microorganismos que, según explicaban las nuevas teorías de Koch y Pasteur, eran los verdaderos culpables de las enfermedades. Bajo esta nueva lógica se comenzaron a hacer análisis bacteriológicos del agua, controles de napas, a utilizar cloro, se reglamentó el uso de grandes ventanales porque se consideraba al sol un gran microbicida, se prohibieron las fábricas dentro del ejido urbano, etc.

Por el otro lado, con cierta intención de calmar a los obreros potencialmente revolucionarios, el nuevo higienismo adquirió un sesgo más social: se intentó mejorar el nivel de vida de los menos pudientes. Los altos techos, ya comprobadamente inútiles, se bajaron para hacer casas obreras pequeñas y económicas, se comenzaron a controlar las condiciones de trabajo en las fábricas y se reglamentaron el trabajo femenino, la jornada laboral y los sueldos obreros como forma de asegurar una clase obrera sana y menos indefensa frente a las nuevas epidemias. No era cuestión de perder la mano de obra de la pequeñas industrias que comenzaban a aparecer.

El Buenos Aires que vendrá

A fines de siglo pasado la Argentina encontraba su lugar en el mundo de la mano del modelo agroexportador. El siglo se cerraba con sueños de grandeza en las clases dirigentes, incompatibles con pestes o condiciones de vida insalubres, al menos en la vistosa capital. La niña mimada comenzaría con el nuevo siglo a transformarse en la Reina del Plata que hoy conocemos, gracias a los sueños de grandeza de las clases dirigentes que no dejaban de sentir que poco a poco la ciudad surcaba el Atlántico para acercarse a la adorada Europa. Pero ésa ya es otra historia que vendrá en el futuro y en una próxima entrega de FUTURO.

*Cátedra de Periodismo Científico, Facultad de Ciencias Sociales (UBA)