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El gozo fractal

Por Jorge Wagensberg*
de El País

Un relámpago y una coliflor tienen algo en común. Son formas autosemejantes. Ambas figuras tienen partes que, debidamente ampliadas, se parecen al todo. Y lo mismo ocurre con las partes de las partes, respecto de sus propias partes... Son figuras fractales, figuras con un motivo que se propaga a escalas progresivamente reducidas (es cuando una rama da el pego y se hace pasar por el árbol entero). Es cuando formar es, además, una manera de crecer, una manera de llenar el espacio. Y se llama dimensión fractal a un número que mide la capacidad de rellenar el espacio con cierto especial estilo.

Un punto tiene dimensión cero y es la manera de llenar el espacio que consiste en no llenarlo. Pero cuando éste se mueve con continuidad, entonces su estela engendra una línea, una figura de dimensión uno. Y así una línea puede viajar para crear una superficie, la dimensión dos, y una superficie un volumen, la dimensión tres. Pero hay otros modos no tan simples de llenar el espacio. Las dimensiones intermedias, no enteras, pueden dar cuenta de formas más... ¿interesantes? Sí, porque el cerebro goza cuando hace de tal, cuando tiene una inteligibilidad que resolver. La estructura de venas, venitas, vasos y capilares que alimentan el riñón, interesa más que el cable para tender la ropa, pero también interesa más que un ovillo enmarañado de lana. El gozo visual está dentro de un intervalo, entre un mínimo de la fractalidad (tipo Mies van de Rohe) y un máximo (tipo Gaudí).

Pero no todo el gozo es visual. Porque igual que se ocupa el espacio con materia, se puede ocupar el tiempo con sonido. Eso es la música: una manera autoafín de llenar el tiempo con sonido... es cuando una breve frase, o un leve acento, es capaz de reflejar la globalidad. He aquí el gozo de la música: resolver la autoafinidad: un tenso conflicto entre lo que se puede predecir y la sorpresa. Si la correlación en el tiempo es demasiado baja, la predicción requiere un trabajo infinito, por lo que el cerebro se ve insuficiente y se deprime... el ruido blanco (totalmente aleatorio) primero desespera y luego aburre. Si la correlación es demasiado alta, la predicción requiere un trabajo nulo, con lo que el cerebro se ve innecesario y se ofende... el ruido marrón (una sinfonía de una sola nota) primero aburre y luego desespera.

La música es un ruido rosa. Se puede definir la dimensión fractal de la melodía (las frecuencias de las notas), de la modulación (sus intensidades) o del ritmo (sus duraciones) de una partitura. Pues bien, el margen para el gozo musical resulta ser muy estrecho, mucho más estrecho que para el visual. Las fractalidades de todas las músicas de todos los tiempos y culturas, desde el Ba-Benzele de los pigmeos hasta el Sgt. Pepper de los Beatles, pasando por la música tradicional japonesa, las ragas de la India, las canciones populares de la vieja Rusia, el jazz, la música medieval, Bach, Beethoven o Satie, se apretujan en torno de un mismo valor. Algunas obras de John Cage o Karlheinz Stockhausen quedan fuera.

La investigación en el arte se da de bruces, a veces, con ciertas simplicidades de la complejidad. Porque el acto artístico consiste en una emoción que una mente transmite a otra. Pero para ello hay que atravesar cuatro mundos: el mundo físico donde nacen las vibraciones, el mundo fisiológico que las capta, el mundo psicológico que las procesa e interpreta y el mundo cultural donde se proyectan. Y a veces, como en este caso, los cuatro mundos se combinan delicadamente para forjar un solo número. Sencillamente, estamos hechos así.

* Director del Museo de la Ciencia de la Fundación La Caixa. Barcelona