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Cuando no todas las piezas encajan

¿El final de la ciencia?

Por Jesús Mosterin *
de El País

Parece que los ocasos de siglo propician los anuncios agoreros, aunque prematuros, sobre el final de la historia y de la ciencia. A finales del siglo XIX Lord Kelvin pensaba que todas las fuerzas y elementos básicos de la naturaleza habían sido ya descubiertos, y que lo único que quedaba por hacer a la ciencia era solucionar pequeños detalles (“el sexto lugar de los decimales”). En 1875, cuando Max Planck empezó a estudiar en la Universidad de Munich, su profesor de física, Jolly, le recomendó que no se dedicara a la física, pues en esa disciplina ya no quedaba nada que descubrir. En 1894 Robert Millikan recibió el consejo de abandonar la física, una ciencia agotada, y dedicarse a la sociología. Pero al año siguiente se descubrió el electrón (cuya carga eléctrica mediría el mismo Millikan más tarde) y Max Planck (que afortunadamente no había seguido el consejo de Jolly) inició el estudio de la radiación del cuerpo negro, que acabó conduciendo a la cuantificación de los niveles de energía y, en definitiva, a la nueva física cuántica.

El 29 de abril de 1980 el físico Stephen Hawking dedicó su lección inaugural como profesor lucasiano de la Universidad de Cambridge a la pregunta “¿Está a la vista el final de la física teórica?”. Su respuesta fue que sí, y que la teoría de supergravedad N = 8, entonces de moda, sería la teoría definitiva. Sin embargo, el viento sopla con fuerza en las cumbres especulativas de la física contemporánea y en menos de una década la supergravedad N = 8 pasó a formar parte de lo que el viento se llevó. Hoy las apuestas irían por las teorías de supercuerdas, pero quién sabe dónde estarán en otra década.

Hace dos años el periodista John Horgan publicó el libro El fin de la ciencia, en el que generalizaba a todas las ramas del saber la tesis escatológica de que el final está próximo. Su mayor debilidad estriba en la ingenua fe con que el autor acoge cuanto le dicen unos y otros científicos. Los científicos lo son porque a veces obtienen resultados más o menos sólidos, pero ello es compatible con lanzarse en otras ocasiones a las especulaciones más arriesgadas o descabelladas. Newton dedicó tanto tiempo a la alquimia como a la mecánica, Faraday era miembro de una secta fundamentalista, Cantor interrumpía sus clases de matemáticas para sostener que las obras de Shakespeare en realidad fueron escritas por Francis Bacon, y el físico Frank Tipler ha desarrollado recientemente la tesis (tomada en serio por Horgan) de que todo el universo se va a transformar en un supercomputador programado por Dios para resucitar a los muertos. La ciencia no se basa en argumentos de autoridad, y las afirmaciones de los científicos (incluso de los famosos) han de someterse a la criba del análisis epistémico y de la contrastación empírica.

Lejos de acercarse a su final, gran parte de la ciencia actual está en mantillas. No sabemos nada de la vida fuera de la Tierra, ni siquiera si la hay o no. No entendemos el funcionamiento de nuestro cerebro, no sabemos qué pasa en nuestra cabeza cuando tomamos una decisión o aprendemos una canción. Ignoramos en qué consiste la materia oscura, que constituye más del 90 por ciento de la masa del universo.

No sabemos si existe el campo de Higgs previsto por el modelo estándar de la física de partículas. La mejor teoría física de que disponemos, la teoría cuántica de campos, es incompatible con la gravitación y sólo evita los valores infinitos de la energía de sus campos mediante la renormalización, estableciendo un corte ultravioleta, lo que implica que no aceptamos su validez más allá de cierta cuota de energía. De hecho, suele considerarse que las teorías cuánticas de campos son meramente teorías efectivas, aproximaciones a bajas energías de otras teorías subyacentes distintas y aún desconocidas. En astronomía, cada vez que lanzamos un nuevo detector al espacio, encontramos sorpresas. En cosmología, como en paleoantropología, cada nueva radiación medida y cada nuevo hueso excavado pone patas arriba nuestras teorías precedentes. Los modelos cosmológicos inflacionarios están cogidos con alfileres y no duran más que la canción del verano. La ciencia está en ebullición y su final no está a la vista.

* Catedrático de Filosofía, Ciencia y Sociedad (CSIC).