Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira
secciones “Creacionismo” y ciencia

Por Pablo Capanna

Ahora que los plebiscitos están de moda, imaginemos un ideólogo a quien se le ocurre que la raíz de todos nuestros males está en la física cuántica. Quizás argumente que la incertidumbre impide planificar y que la indeterminación ahuyenta a los inversores. Para evitarlo, lanzará la propuesta de prohibir su enseñanza. Pensemos en una fuerte campaña publicitaria: remeras con la imagen de Einstein y el lema “Dios no juega a los dados”; vehementes debates de televisión conducidos por modelos o cronistas deportivos. Aunque casi nadie sepa qué son los cuantos, un importante sector del público terminará por convencerse de que atentan contra nuestro estilo de vida.

La oposición, por su parte, no tendrá más remedio que encolumnarse tras el estandarte de Planck. Cuando ya los ánimos están caldeados y nadie sabe a ciencia cierta qué está defendiendo, se resuelve convocar a un plebiscito.

Se movilizan los aparatos partidarios y el resultado favorece al Frente Anticuántico. El FAQ triunfa en las urnas por el 67.9% de los votos. De ahora en más, se dejará de enseñar física cuántica, pese a las protestas de la industria electrónica. Por supuesto, se seguirán importando y usando televisores y computadoras, pero ahora la gente creerá que en ellas se esconde algún enanito verde.

¿Dejarían por ello los electrones o los fotones de comportarse del modo misterioso y escurridizo con que acostumbran hacerlo?
Es casi seguro que no.

Todos contra Darwin

Si esto parece una trama de ciencia ficción, no creamos que es totalmente inédita. Se diría que se parece mucho a la polémica que viene enfrentando creacionismo y evolucionismo en Estados Unidos desde los tiempos de Reagan.

Los “creacionistas” no provienen de ninguna de las grandes iglesias o comunidades religiosas. En general, pertenecen a grupos fundamentalistas y se asocian con movimientos de derecha como la Mayoría Moral y la Coalición por los Valores Tradicionales. Una encuesta Gallup de 1993 señalaba que el 47% de los norteamericanos creen que Dios ha creado al hombre hace menos de 10.000 años.

En el bando “creacionista” militan desde demagogos de provincia y pastores electrónicos hasta profesores universitarios y respetables investigadores que han hecho del “evolucionismo” su enemigo. Entre sus voceros están Duane T. Gish, Philip Johnson, Walt Brown, Michael Pitman e I.L.Cohen. Sus baluartes son el Instituto para la Investigación de la Creación y la Asociación Biblia-Ciencia. Algunos son grotescos, como ese inefable Kent E. Hovind, cuyo Seminario de Ciencia de la Creación puede bajarse gratis de Internet. A semejanza de aquellos paranoicos de los años 50 que atribuían la fluoración del agua a los comunistas, Hovind no se conforma con calcular la edad de la Tierra en unos 6000 años. Para él, la evolución es responsable “del comunismo, el nazismo y el socialismo”: curiosamente, se olvida del fascismo. También encuentra el Signo de la Bestia en los dólares y ve en el NAFTA un paso hacia el Gobierno Mundial, pero no deja de mencionar los ovnis, la Gran Pirámide y el calentamiento global.

Los grandes adversarios del creacionismo en el sector científico son la Skeptic Society y el National Center for Science Education. Pero también abundan en el sector cristiano, tanto protestante como católico, que ha producido una abundante literatura destinada a desacreditar su teología fundamentalista.

Enseñar la fe

El objetivo de los creacionistas no es filosófico sino político: apunta a reformar la enseñanza de la ciencia. En diecisiete estados han presentado proyectos de leyes a favor de la “ciencia de la creación”. En Arkansas, Louisiana y Mississippi se pidió igualdad de derechos para ambas “doctrinas”. Hasta ahora, ninguna de estas iniciativas ha tenido éxito, salvo en ciertas escuelas privadas. Pero abundan los comités de “Padres comprometidos con la educación integral” y “Derechos civiles para los creacionistas”, que incitan a los alumnos para que impugnen a sus profesores de ciencias.

En la Argentina, donde nos preocupan el desaliento de la investigación, las escuelas sin agua y las precipitadas reformas educativas, todo esto suena fantástico. Pero en EE.UU., donde la ciencia y la tecnología son valores “nacionales” desde Edison y Ford, el fundamentalismo también es tradicional: todavía se recuerdan los “juicios del mono” de 1925, en los que un profesor fue acusado de defender a Darwin. En tales condiciones, no era descabellado imaginar un conflicto político para dirimir cuestiones científicas o filosóficas.

Como suele ocurrir cuando las polémicas se tornan ideológicas, las posiciones se endurecen. Mientras los creacionistas se alistan para el abordaje de las escuelas, en el bando contrario se propone quitarles los títulos académicos “por mala praxis” o se regresa a posiciones decimonónicas, declarando inevitable “la guerra entre la ciencia y la religión”.

El mundo es joven

Una característica común a todos los creacionistas es que su actitud es reactiva: acumulan supuestas pruebas de que la evolución nunca ha existido, insisten en las simplificaciones escolares del evolucionismo y no dejan de señalar errores y supuestos fraudes de los evolucionistas. Entre ellos, el famoso “hombre de Piltdown”, un fraude desenmascarado hace décadas que ya nadie defiende.

Los más duros proponen aferrarse a una lectura fundamentalista de la Biblia, según la cual el mundo tiene 6000 años y todos los fósiles son restos del Diluvio. Los moderados apelan a la idea del Diseño Inteligente, según la cual la perfección de ciertos órganos como el ojo implica una inteligencia creadora.

Sus argumentos son bíblicos o filosóficos, y no aportan ninguna perspectiva nueva para la investigación. Más bien, parecen retrotraer la cuestión de la evolución al siglo XVIII, como si nada hubiera ocurrido desde entonces. Suelen citar la llamada “leyenda de Lady Hope”, según la cual Darwin se habría retractado en su lecho de muerte y recuerdan que Popper escribió alguna vez que la selección natural era irrefutable. La primera historia es falsa y, en cuanto a Popper, cambió luego de opinión. De todos modos, son apenas argumentos de autoridad.

Citan a menudo la Segunda Ley de la Termodinámica, el principio de la degradación de la energía, como contrario a la aparición de la vida. De hecho, el principio se aplica a los sistemas cerrados, y todo el mundo sabe que los organismos son sistemas abiertos. Por otra parte, no es raro en la naturaleza que el orden surja del desorden; basta pensar en los copos de nieve y otras formas fractales.

Para probar que el mundo es joven, sostienen que el Sol está reduciendo su tamaño, que el polvo depositado sobre la Luna no tiene el espesor que debería tener, que el magnetismo terrestre ha variado; hasta llegan a sostener que la velocidad de la luz ha ido disminuyendo con el tiempo. Esto último se basa en una extrapolación hecha por Barry Setterfield sobre la base de estimaciones imprecisas, que nadie ha tomado en serio. De admitirlas, la velocidad de la luz habría sido infinita hace 6000 años.

Atribuyen a la teoría de la evolución una tesis filosófica discutible, pese a que fue defendida por Monod y Lévi Strauss, según la cual la vida es producto del azar. De hecho, pocos biólogos serían tan dogmáticos como para reducir la selección natural a una lotería.

Para negar el cambio, subrayan que la mayoría de las mutaciones no son funcionales, lo cual es ciertos y que no existen “eslabones perdidos” entre las especies. Esto último, que puede admitirse para el caso de los cambios que se dan entre una especie y otra, no vale para los niveles de organización más altos. Ejemplos de transición son el Arqueopterix y el ornitorrinco.

Los creacionistas parecen negar la existencia de series evolutivas tan bien corroboradas por los fósiles como la del caballo, que abarca unas veinte especies a lo largo de 54 millones de años. Algunos llegan a decir, como sostenía P.H.Gosse en tiempos de Darwin, que Dios creó al mundo con fósiles incluidos, algo inadmisible en una inteligencia benévola.

No faltan los que se apoyan en supuestas pruebas fósiles, como huellas humanas que se habrían encontrado en estratos arcaicos. Mencionan las huellas de Paluxy Riverbed (Texas), que no eran más que rastros erosionados de dinosaurios. Otras “pruebas”, como los dibujos de saurios en cavernas de Arizona y Rhodesia, o los fósiles de trilobites supuestamente hallados en huellas de calzado de Utah resultan tan fantásticos como las famosas historias de Von Däniken.

En los últimos tiempos, la “ciencia creacionista” ha ido eludiendo cada vez más el debate público, para ir asimilándose cada vez más al fundamentalismo religioso.

Ciencia, filosofía y religión

En esta confusa polémica la palabra “evolucionismo” se usa de manera ambigua, mezclando códigos incongruentes entre sí. Para comenzar, se le atribuyen al darwinismo consecuencias de las cuales no es responsable. El famoso “darwinismo social”, que sirvió para legitimar el capitalismo salvaje y hasta el racismo, no pertenece a Darwin (quien no dejaba de tener sus prejuicios raciales) sino a Herbert Spencer, que en todo caso se inspiraba en Lamarck.

También se crea un innecesario conflicto entre religión y ciencia. Muchos científicos evolucionistas son creyentes, deístas o teístas; otros tantos son ateos o agnósticos. Sus creencias filosóficas o religiosas no influyen en su trabajo, que sigue metodologías objetivas. Puestos a investigar, un científico creyente y uno ateo harán una lectura filosófica distinta de sus descubrimientos, pero coincidirán en los hechos y su evaluación. Por supuesto, no hablamos de dogmáticos, ineptos o fraudulentos, que se encuentran en cualquier actividad humana.

Una de las mayores confusiones de los creacionistas se da entre evolución y especiación. La selección natural explica bastante bien la especiación (el origen de las especies), llamada “microevolución”. La “macroevolución” abarca tendencias que se manifiestan en escalas de tiempo geológicas, con hipótesis de otro nivel.

Como hombre, el científico puede abrazar cualquier creencia según su conciencia, pero en cuanto profesional de la ciencia está atado al “naturalismo metodológico”. Ya sea que crea ver tras de los procesos la mano de Dios o los dados del azar, está obligado a explicar los hechos recurriendo a procesos naturales, sin inventar milagros innecesarios: recurrir a intervenciones sobrenaturales es como renunciar a resolver el problema. Es la Primera Regla de Newton: “Para explicar las cosas naturales no debemos admitir más causas que las que son verdaderas y suficientes para explicar los fenómenos”.

Respetando los hechos y las hipótesis corroboradas, se puede (y conviene) creer que el problema no se agota en las teorías vigentes, y que siempre existen fronteras abiertas del conocimiento. También se pueden hacer especulaciones filosóficas o religiosas que no tendrán valor operativo, si bien son inherentes a la condición humana y está en el contexto cultural de la ciencia.

Un acuerdo de paz

Bastante más respetables que el creacionismo dogmático resultan los esfuerzos “concordistas” por conciliar el saber científico con los textos religiosos. Galileo alguna vez les dijo a sus acusadores que la religión debía enseñar “cómo se va al Cielo y no cómo funcionan los cielos”. La Iglesia Católica aprendió la lección: el Concilio reconoció la autonomía de la ciencia y en su mensaje a la Academia de 1996, el Papa dijo que la evolución es algo más que una teoría, manteniendo el rechazo a sus lecturas reduccionistas. Existen científicos creyentes que intentan, con suerte dispar, conciliar lo que enseña la ciencia con sus creencias religiosas. En este caso, no se trata de poner en duda la evolución, sino de construir una filosofía o una teología compatible con ella. Por ejemplo, el físico judío Gerald Schroeder (autor de El Génesis y el Big Bang, 1990 y La ciencia de Dios, 1997) intenta conciliar la Biblia con la cosmología moderna y la evolución. Sus audacias para explicar, a la luz de la relatividad, que los siete días del Génesis equivalen a los eones de la cosmología quizá no lleguen a satisfacer ni siquiera a los creyentes, pero su actitud está a años luz de los creacionistas: Schroeder, que fue profesor de Física en el MIT y enseña en el Weizmann de Jerusalén, tiene autoridad intelectual para que su esfuerzo resulte por lo menos atendible.

La caja de Pandora

Como la vida, el conocimiento científico es un sistema abierto. Es producido por una red de trabajo colectivo donde, si existen errores o actitudes de mala fe, siempre es posible rectificarlos. Tarde o temprano, la verdad se abre paso.

La lectura filosófica de los datos científicos puede actuar como estímulo para replantear la investigación, pero no la reemplaza. Las limitaciones de los encuadres teóricos se corrigen con mejor ciencia.

Introducir lo sobrenatural para colmar sus baches es tan poco legítimo como el deus ex machina de los malos dramaturgos alejandrinos. Cuando éstos no sabían cómo concluir una tragedia, recurrían a la “máquina”, una grúa que hacía aterrizar sobre el escenario a Júpiter o Venus, quienes resolvían todo con un milagro.

En eso consiste el “creacionismo”, un fenómeno político que pretende retrotraer la ciencia al siglo XVIII; es solidario con la actitud neoconservadora que pretende negar todo progreso social. El “gradualismo” darwiniano que hoy atacan los creacionistas ya había sido revisado por los biólogos en la década del setenta. Para superarlo se propusieron teorías como el “cladismo” y el “equilibrio puntuado”. Alan Cheetham, que había sido un gran adversario del equilibrio puntuado, acabó por aceptarlo cuando la evidencia acumulada en su propio campo de estudio se lo impuso.

La creatividad divina

La naturaleza es lo suficientemente misteriosa como para darnos sorpresas, y es la propia investigación la que suele darlas. Basta pensar en el symbion pandora.

Conocemos más de un millón y medio de especies, que se clasifican en unos 35 phyla. El origen de los phyla, que no parecen tener “puentes” que los unan, sigue siendo un problema mayor. Décadas atrás, la genética ya había obligado a cambiar el viejo paradigma de protozoarios y metazoarios, para reemplazarlo por el de procariotas y eucariotas.

Recientemente se han descubierto algunos phyla que jamás habían sido observados antes: sorprendentemente, no en lugares remotos sino en la vieja Europa. El danés Reinhardt Kristensen, que ya había descubierto en 1983 un nuevo phylum llamado Loricifera en Inglaterra, descubrió en 1996 un microorganismo que vive en los labios de la langosta de mar de Noruega. Aunque muchos deben haberlo comido, el symbion pandora era desconocido hasta hoy y es tan anómalo que los biólogos han optado por clasificarlo como un phylum aparte, Cycliophora. No se sabe cuándo apareció, porque no existen registros fósiles.

Para entender qué es un phylum, hay que recordar que el hombre, el tiranosaurio, el canario y la merluza pertenecen al mismo phylum, el de los Cordados. El symbion pandora no se parece a ningún phylum conocido. No mide más de 350 micrones de largo, pero no se parece a nada: se reproduce tanto en forma sexual como asexual, tiene el ano próximo a la boca y ostenta dos penes. Su proceso reproductivo es tan original que obligará a cambiar todo el sistema zoológico, según su descubridor. Si los creacionistas creen en Dios, deberán admitir que tiene muchísimo más sentido del humor que ellos. Habrán aprendido algo de la ciencia “evolucionista”.


Una encuesta realizada por Gallup en 1993 señalaba que el 47 por ciento de los norteamericanos piensa que Dios ha creado al hombre hace menos de 10.000 años.

En diecisiete estados (EE.UU.) han presentado proyectos de leyes a favor de la “ciencia de la creación”. En tres de ellos se pidió igualdad de derechos para ambas “doctrinas”.