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Estrategias de reproducción vegetal

Violencia verde

Por Ileana Lotersztain

Encontrar un compañero con quien tener un hijo no es una tarea sencilla. Pero cuando se tienen las raíces bien puestas en la tierra, como es el caso de las plantas, la cosa se complica aún más. Con una mirada superficial todo parecería indicar que las verdes jovencitas no tienen ninguna chance de elegir a su pareja. Sólo pueden sentarse a esperar y rezar por que el polen que les traigan el viento o el insecto de turno provenga de una planta fuerte, sana y con buenos genes. Pero parece ser que la cosa no es tan así. Aparentemente, en el reino vegetal los varones luchan encarnizadamente para que su material genético esté representado en las generaciones venideras. Y las damas, por su parte, eligen cuidadosamente entre los candidatos al padre de sus pimpollos.

Que gane el mejor

Una de las novedades de este siglo en materia de botánica fue el descubrimiento de que la fertilización de las plantas no es un hecho azaroso. Los especialistas se sorprendieron al encontrar que algunos donantes de polen se imponen sobre el resto y fecundan a la mayoría de las semillas que produce una hembra. Este hallazgo llamó la atención de Diane Marshall, una investigadora de la Universidad de Nuevo México, que se propuso encontrarle una explicación a este fenómeno.

Marshall cuenta en la revista New Scientist que lo más sencillo era pensar que todo se resumía a una cuestión de velocidad: las células masculinas que apuraban su paso hacia el ovario resultaban ganadoras. Pero la científica sabía que en muchas especies animales el esperma de machos diferentes compite ferozmente por los óvulos de una hembra. Y había oído hablar de que los varones de la mosca de la fruta les juegan sucio a sus adversarios: el semen de un macho produce una sustancia química que destruye las células sexuales de sus oponentes. Marshall razonó que una competencia similar podía tener lugar en el ámbito floral.

Para averiguarlo, la investigadora y sus colaboradores polinizaron a mano un grupo de rábanos silvestres. En algunos casos utilizaron el polen de una única planta, mientras que en otros usaron las flores de varios individuos. Y encontraron lo que esperaban: al mezclar las células sexuales de distintos ejemplares los granos de polen inhibían de algún modo el crecimiento de sus competidores y el número de óvulos fecundados disminuía. Marshall apuesta que el fenómeno tiene una base química. Y hay buenos motivos para creerlo. Las plantas utilizan un mecanismo similar, la alelopatía, para evitar la fecundación por granos de polen de otras especies. ¿Por qué no pensar que este fenómeno puede ocurrir también entre individuos de una misma especie?, se pregunta la científica.

La última palabra

Así las cosas, parecería que la concepción vegetal depende únicamente de cuál de los potenciales papás logra acceder a los óvulos. Las chicas, por su parte, se limitarían a esperar ansiosa pero pasivamente que el Príncipe Azul llame a su puerta. Pero a Marshall se le ocurrió que si la oferta de polen supera la demanda, probablemente haya surgido algún mecanismo evolutivo que les permita a las plantas de sexo femenino elegir entre los candidatos al mejor padre para sus hijos.

La clave estaría en los tubos polínicos, una suerte de toboganes que fabrican las células masculinas y que desembocan en el ovario, por los que se deslizan los granos de polen. En muchas especies el tracto reproductivo femenino exuda un rastro químico que guía el crecimiento de los tubos. Así, las muchachas controlarían la fecundación atrayendo hacia el ovario únicamente a las células viriles que poseen buenos genes. Lo que resta dilucidar ahora es cómo diferencian las hembras las distintas calidades de polen.

¿Tú también, hijo mío?

Pero hay otro hallazgo aún más interesante. R. Uma Shaanker y K. N. Ganeshaiah, dos investigadores de la Universidad de Ciencias Agrícolas de Bangalore, India, explican en New Scientist que los vegetales ostentan otra característica que se creía distintiva del reino animal: la rivalidad padre-progenie.

En las especies que se reproducen sexualmente, los padres y las crías comparten sólo la mitad de sus genes. Esta desigualdad hace que los intereses y las estrategias de supervivencia que emplean unos y otros sean diferentes.

Una de las evidencias más fuertes de la existencia de este tipo de conflicto surgió de los trabajos de David Haig, de la Universidad de Harvard. Haig encontró que, durante la gestación, los embriones humanos liberan una serie de hormonas que alteran el flujo de sangre hacia la placenta y consiguen así aumentar la cantidad de alimento que reciben. Las madres, por su parte, no se quedan de brazos cruzados ante esta explotación fetal y usan sus propias hormonas para neutralizar la demanda de sus pequeños y llegar así a un equilibrio. Los 20 años de trabajo de Uma Shaanker y Ganeshaiah dieron sus frutos: los investigadores encontraron que los embriones de las plantas también liberan hormonas que vacían de nutrientes a sus madres. Estas, por su parte, sintetizan otras hormonas que las ayudan a defenderse de la explotación de la que son víctimas.

Caín y Abel

Si este tipo de competencia se produce entre padres e hijos, ¿por qué no habría de ocurrir también entre hermanos, que comparten igualmente el 50 por ciento de su genoma?, razonaron los científicos. Y pensaron que la rivalidad fraternal explicaría por qué en una gran variedad de plantas sólo se producen una o unas pocas semillas aunque se realicen varias fertilizaciones.

Sin embargo, cabe esperar que las madres hayan desarrollado alguna estrategia evolutiva para impedir que esos pequeñuelos en los que tanto tiempo y esfuerzo invirtieron se arranquen las hojas entre sí. Para Uma Shaanker, el encargado de evitar las masacres es el endosperma, un tejido vegetal que rodea a los embriones, cuya función no está del todo clara. El endosperma no está presente en todas las plantas y tiene una peculiaridad: es triploide, es decir que posee tres juegos de cromosomas, dos pares femeninos y uno masculino.

Si su teoría era correcta, razonó Uma Shaanker, entonces este tejido debería encontrarse más frecuentemente en las especies vegetales que producen más de un óvulo, donde es probable que ocurra la competencia fraternal, que en aquéllas con una sola célula sexual femenina. Y además, aquellas especies que posean un endosperma bien desarrollado deberían tener tasas más bajas de pérdida de semillas por enfrentamiento entre hermanos.

El investigador analizó más de 1000 especies vegetales y encontró, para su satisfacción, que los datos se ajustaban muy bien a su teoría. Y en su último trabajo postula que el endosperma triploide sería una adaptación salomónica que asegura una distribución equitativa del alimento entre los vástagos.

Parece que en el planeta verde tampoco prendieron esos versos del Martín Fierro que rezan “los hermanos sean unidos ...”