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La globalización de la física


“Teorías del (casi) todo”

Por Pablo Capanna


Hace exactamente cien años Haeckel, aquel que nos dio la palabra “ecología”, escribió un libro (Los enigmas del Universo, 1899) donde aseguraba que las grandes cuestiones científicas, incluyendo la estructura de la materia, el origen de la vida y de la conciencia, ya habían sido resueltas. Sólo quedaba en pie la cuestión del libre arbitrio, que era un falso problema y acabaría por disiparse.
Al año siguiente, en un discurso dirigido a la Academia Británica para el Avance de la Ciencia, Lord Kelvin anunciaba: “Ya no queda nada nuevo por descubrir en la física. Todo lo que nos resta es hacer más y mejores mediciones de las constantes universales”.
Por una de las habituales ironías que tiene la historia, en ese mismo año de 1900 Planck comenzaba a hablar de cuantos, y Einstein ya estaba pensando en la relatividad. Pronto ambos pondrían en marcha una profunda revolución de la física, que nadie había sido capaz de prever. Asimilarla llevaría más de medio siglo.


El regreso del pesimismo
Sin embargo, apenas unas décadas después Max Born, uno de los protagonistas de esa revolución, volvió a ponerse pesimista, o quizás demasiado optimista. Hablándoles en 1928 a un grupo de visitantes de la Universidad de Gotinga les anunció que después de Dirac, “la física, tal como la conocemos, estará terminada en seis meses”.
Pasó el tiempo, y la revolución cuántico-relativista, que había desplazado al paradigma newtoniano, también comenzó a ser superada por aquello que, a falta de un nombre mejor, se llama “la Nueva Física”.
Una de las figuras relevantes de esta etapa, Stephen Hawking, retomó aquella venerable y tremendista tradición. Impresionado por las teorías de la supersimetría que estaban apareciendo en esos años, eligió para su conferencia inaugural de la cátedra Lucasiana de Cambridge (la misma deNewton y Dirac) este título: “¿Está a la vista el fin de la física teórica?”.


La teoría de todo
En su Historia del tiempo de 1974 Hawking aseguraba tener razones para creer que podíamos estar cerca de encontrar las leyes fundamentales de la naturaleza. El libro terminaba con una frase bastante extraña para un ateo declarado: “Si descubriéramos una Teoría de Todo (...) sería el triunfo definitivo de la razón humana, porque entonces conoceríamos la mente de Dios”.
En los últimos tiempos, la idea de una Teoría de Todo ha comenzado a abrirse paso entre los físicos teóricos, y algunos se atreven a pronosticar que su proclamación sería inminente. Se dice que pronto podríamos contar con alguna simple ecuación de la cual podríamos deducir todas las leyes y las constantes de la física. En principio, sería posible explicar la totalidad del universo, y por definición cualquier cosa que contenga (de ahí el título de Theory of Everything, TOE) a partir de un solo principio. John Barrow ironiza que una teoría semejante al comienzo sería accesible a unos pocos investigadores, luego se extendería al círculo de los físicos teóricos y más adelante a la comunidad científica, a los estudiantes, a los periodistas y al hombre de la calle. Por último, la gente acabaría usando camisetas con la mágica fórmula: ya las hay que dicen “e=mc2”. ¿Diríamos entonces que la comprensión del universo estaría al alcance de todos? ¿Deberíamos recomendarles a los físicos que se dedicaran al ajedrez o a la floricultura?


Las fuerzas naturales
Se diría que la física es la ciencia más ambiciosa, puesto que su campo de estudio es el universo. Aun en estos tiempos posmodernos, cuando el arte se hace minimalista y la filosofía aboga por el “pensamiento débil”, la física parece apostar más fuerte que nunca.
Desde que existe, la física ha tratado de explicar los cambios que se producen en la naturaleza mediante modelos teóricos, aspirando a encontrar leyes y teorías cada vez más simples, consistentes y abarcadoras.
Después de que Galileo explicó la caída de los cuerpos y Kepler, las órbitas de los planetas, la primera unificación de la física la hizo Newton al explicar con su ley de gravitación universal cosas tan disímiles como el movimiento de la luna y la caída de las manzanas.
Tras sus huellas, Laplace pensó que con espacio, tiempo, materia y gravedad se podía explicar el cosmos, “encerrando en una sola fórmula los movimientos de todos los cuerpos”. Bastaba conocer “las fuerzas que actúan sobre la naturaleza, así como las posiciones momentáneas de todas las cosas que componen el Universo”.
Entonces, esas fuerzas se reducían prácticamente a la gravedad. El magnetismo y la electricidad, si bien conocidos desde antiguo, recién comenzaban a ser estudiados. Boscovich tuvo la intuición de una única fuerza universal, que se hacía atractiva o repulsiva en función de la distancia, pero no pudo ir muy lejos. El mismo Faraday ideó ingeniosos experimentos para encontrar un vínculo entre gravedad y electricidad.
En 1873, Maxwell llegó a unificar en una sola teoría los fenómenos electromagnéticos de tal manera que el electromagnetismo permitía entender mejor también a la óptica.


En busca de la Gran Unificación
En nuestro siglo Einstein, quien nos había dado una nueva comprensión “geométrica” de la gravitación, trabajó infructuosamente durante los últimos treinta años de su vida para hallar una Teoría del Campo Unificadoque explicara tanto el electromagnetismo como la gravedad. Se proponía representar las fuerzas y partículas como campos, pero no pudo ir muy lejos, por haber desestimado la física subatómica.
Sir Arthur Eddington, el gran astrofísico de ese tiempo, también trabajó en los años que precedieron a su muerte (1944) en un proyecto similar. Inspirado en la obra de Russell y Whitehead, que habían propuesto la reducción de la matemática a la lógica, pensó que las constantes y leyes físicas podían llegar a deducirse de conceptos cualitativos. Este híbrido de física y filosofía, llamado Teoría Fundamental, tampoco tuvo éxito.
Para ese tiempo, las fuerzas básicas de la naturaleza se habían duplicado. Ahora ya no eran dos sino cuatro. A medida que se profundizaba en la estructura del átomo, los físicos encontraban que en ese nivel ni la gravedad (una fuerza de alcance universal, pero esencialmente débil) ni el electromagnetismo jugaban un papel fundamental. En los años treinta se habían descubierto dos nuevas fuerzas intraatómicas. Una era la fuerza nuclear fuerte, que atrae a los hadrones (las partículas compuestas por quarks, como el protón o el neutrón) y la fuerza débil, que actúa en determinados procesos subatómicos.
Tres décadas después se dio un paso fundamental. Steven Weinberg, Abdus Salam y Sheldon L. Glashow propusieron en 1968-1969 la Teoría electrodébil, que unificaba fuerza electromagnética y fuerza débil. La interacción electromagnética se explicaba por el intercambio de fotones, y la débil por dos partículas hipotéticas, los bosones W y Z, cuya existencia fue debidamente demostrada en 1983-84 por el acelerador de alta energía del CERN.
De las cuatro fuerzas, dos ya habían sido unificadas; sólo faltaba integrar la interacción fuerte y la gravitatoria. En los ochenta, tras desarrollarse la “Cromodinámica cuántica”, que daba cuenta de las interacciones nucleares, se comenzó a especular con la posibilidad de una teoría de la Gran Unificación (GUT), que uniera electrodébil con fuerte.
Llegado a este punto, el lector se merece una digresión.


Digresión
Para entonces, se seguía hablando de “partículas”, aun admitiendo que también podían comportarse como ondas y que la materia y la energía eran convertibles. Ya hacía mucho tiempo que se hacía imposible intuir o visualizar conceptos de altísima complejidad matemática, al punto que algunos renegaban de la posibilidad de cualquier divulgación científica honesta.
Para burlarse de los comunes mortales, que solían preguntar por la forma, el tamaño o la posición de las partículas, los físicos optaron por la provocación y el absurdo. Tomaron del Finnegan’s Wake de Joyce la palabra “quark”, y con cierto desparpajo le atribuyeron seis “sabores” distintos, a los cuales pusieron los arbitrarios nombres de arriba, abajo, extrañeza, encanto, cima y fondo. Lo mismo ocurrió con la fuerza nuclear, que tiene tres “cargas” distintas, llamadas “colores” con todo descaro: rojo, verde y azul. De eso trata la “cromodinámica” que, por supuesto, no tiene nada que ver con los colores que percibimos.
El paso siguiente lo dieron las llamadas teorías de la Supersimetría, que apuntaba a unir la fuerza electrodébil con la fuerte. Una de ellas, la Supergravedad, fue la que le permitió a Hawking sentirse en condiciones de pronosticar el fin de la física.
Hacia 1980 Alan Guth, basándose en trabajos de Hawking, formuló la Teoría Inflacionaria, que hasta ahora es la mejor conjetura acerca del Big Bang. La teoría, hoy considerada estándar, daba cuenta de lo que había ocurrido en las primeras fracciones infinitesimales del tiempo cósmico. El mundo, como la Argentina menemista, se había iniciado con una hiperinflación que había dado lugar primero a un “falso vacío” y luego aun “vacío verdadero”. Y en esas etapas primordiales del universo había una sola fuerza fundamental que unificaba las fuerzas electrodébil, fuerte y gravitatoria.


Instrumentos de cuerdas
Las candidatas más firmes a convertirse en una Teoría de Todo son hoy las supercuerdas. Lamentablemente, hay cuatro o cinco teorías de cuerdas, sin contar con sus variantes, que pueden ser miles: un mal auspicio para la unidad. Esperemos que no pase lo mismo que con el esperanto y otros idiomas universales, que no hicieron más que sumarse y diluirse en la Babel general.
Entre los principales responsables de las Supercuerdas se cuentan John Schwarz, Michael Green, Edward Witten y David Gross, seguidos por un nutrido grupo en el cual se destaca el argentino Maldacena.
Con las supercuerdas se intenta resolver la básica incoherencia que existe entre la relatividad y la física cuántica, que reinan indiscutidas respectivamente a nivel macro y micro, pero que están lejos de ser congruentes.
Las cuerdas fueron un modelo ad hoc creado por Gabriele Veneziano en 1968 para entender la fuerza nuclear fuerte, que fue casi inmediatamente abandonado cuando surgió la Cromodinámica. La idea era tan simple como genial. Si en lugar de representar las “partículas” como puntos, tal como había ocurrido desde Demócrito hasta los diagramas de Feynmann, se los imaginaba como rectas, o mejor como “cuerdas” capaces de vibrar tanto en el espacio como en el tiempo, se evitaba una enorme cantidad de efectos matemáticos indeseados en sus interacciones.
En este esquema, las partículas son algo así como notas musicales, reconocibles por sus armónicos. Recordemos que después de todo, la ciencia occidental comenzó con Pitágoras, que había relacionado la longitud de las cuerdas de una lira con la altura del sonido que producían...
La combinación de la teoría de cuerdas con la supersimetría es lo que hoy se llama supercuerdas. Con este enfoque, por primera vez la física de partículas se conecta con la cosmología. Las supercuerdas no sólo explican la conducta de hadrones y leptones; también ofrecen automáticamente una interpretación de la gravitación.
Se las piensa como estructuras infinitesimalmente delgadas (harían falta 1020 de ellas para alcanzar el diámetro de un protón) que sin embargo podrían estirarse hasta alcanzar magnitudes astronómicas. Las “cuerdas cósmicas” y la “materia fantasma” estarían entre sus derivaciones más extrañas.
Hay quien dice que las supercuerdas fueron descubiertas por azar antes de tiempo, pero pertenecen a la física del siglo que viene. Edward Witten, uno de sus promotores, afirma que para llegar a comprenderlas necesitaríamos construir cinco nuevos campos de la matemática. No falta quien dice que son “una nueva rama de la geometría”, un enfoque topológico que viene a profundizar esa geometrización de la física que iniciara Einstein.
La primera versión de la teoría obligaba a utilizar 26 dimensiones, que luego se redujeron a 10, necesarias para evitar la postulación de los “taquiones”, partículas más veloces que la luz. De esas diez dimensiones, seis se “compactan”, por lo cual no son observables, de manera que sólo podemos apreciar las cuatro del espacio-tiempo einsteniano.
Aunque parezca extraño, esta idea tiene más de medio siglo. En 1921 el alemán Theodor Kaluza reemplazó las cuatro dimensiones que usaba Einstein por cinco, y obtuvo no sólo los resultados conocidos sino también un grupo de ecuaciones que resultaron ser las de Maxwell. El sueco Oscar Klein (1926) sorteó la dificultad de la quinta dimensión, explicando que estaba “enrollada” en sí misma, como si fuera un tubo. La teoría fue una curiosidad matemática durante 50 años, pero ha vuelto a ser revisada a partir de las cuerdas.
El punto más débil de la teoría está en que todavía no tiene predicciones que puedan ser corroboradas por medios experimentales. De no descubrírselas de manera fortuita, se estima que su comprobación exigiría construir aceleradores de partículas con dimensiones que exceden tanto la capacidad tecnológica como la económica actuales.


Locas ideas
Los protagonistas, como Schwarz y Green, son reacios a proclamarlas como Teorías de Todo, una denominación que corre más por cuenta de los divulgadores que de los investigadores. Entre los veteranos, los más entusiastas de las cuerdas son Abdus Salam y Steven Weinberg. De todos modos, este último no deja de recomendarles modestia a sus colegas proclives a las totalizaciones universales. Entiende que una Teoría de Todo estaría “lógicamente aislada”: sería imposible modificarla sin destruirla.
Richard Feynmann, quien murió en 1988, era bastante escéptico, aunque admitía que ideas mucho más “locas” habían resultado fecundas en el pasado. De cualquier manera, pensaba que la física teórica se estaba deslizando peligrosamente hacia la filosofía, en la medida que se iba alejando de la experimentación.
El más duro de los adversarios de la teoría es otro Nobel, Sheldon Glashow, de quien se ha dicho que “está esperando que la supercuerda se corte”. Sostiene que esto tiene tan poco sentido como la teoría de KaluzaKlein, y deplora que la física de partículas y la cosmología se lleven la mayor tajada de los presupuestos, en aras de satisfacer inquietudes filosóficas.
En su libro Theories of Everything (1991), el matemático John Barrow pasa revista a todos estos intentos y argumenta que una Teoría de Todo sería algo así como el triunfo del reduccionismo, pero señala que la totalización tiene límites, por ejemplo en el caos y la complejidad. Barrow piensa que “no existe una fórmula que nos pueda despejar toda la verdad, la armonía y la simplicidad. Ninguna Teoría de Todo puede concedernos la comprensión total, porque al tratar de ver a través de todo, podríamos acabar por no ver nada”.
Una Teoría de Todo que explicara definitivamente los fundamentos del mundo físico ¿explicaría los fenómenos de la complejidad, como el origen de la vida o de la conciencia? La Teoría de Todo ¿explicaría también a quienes la formulan y a la Teoría misma?