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Investigación en biotecnología y manipulación

Genes alterados

Por Ilena Lotersztain


Con los últimos trucos de la biotecnología, se pueden hacer rosas de todos los colores, frutas más sabrosas y zanahorias llenas de vitaminas. Basta con dar con el gen indicado, que bien puede venir de una bacteria, un elefante o una persona, hacerle un par de ajustes y este transgén se encontrará en un nuevo organismo tan a gusto como en su casa.Parece un sueño hecho realidad. Pero los oponentes de la modificación genética ponen el grito en el cielo ante tanta promiscuidad. Y advierten que intercambiar genes entre especies que no pueden cruzarse naturalmente podría transformar el sueño en “las pesadillas de Freddy”. Es por eso que a Charles Arntzen, un investigador de la Universidad de Cornell en Nueva York, se le ocurrió una variante: alterar el material genético de una planta, pero sin echar mano a genes ajenos.

Hierba buena siempre muere
Arntzen quería resolver un problema más viejo que la escarapela: el de los yuyos. En el campo, las malezas crecen como la peste y debilitan los cultivos. Y para eliminarlas no queda otra que bombardear el terreno con herbicidas. Pero muchas veces el remedio es peor que la enfermedad: los cultivos terminan la batalla igual de heridos que los yuyos.
Conseguir que las plantas toleren los herbicidas sin debilitarse sería como hacer un gol de media cancha. Y como Arntzen tenía pasta de goleador se devanó los sesos buscando la manera de lograrlo.
El investigador cuenta en la revista New Scientist que una de las contras que tienen las sustancias “matayuyos” es que dañan a una proteína indispensable para las plantas. Para protegerla, a Arntzen se le ocurrió hacer una modificación sutil en el gen que la “fábrica”. Y obviamente, quería salir ganando con el cambio: obtener una proteína que hiciera bien su trabajo, pero a la que los herbicidas no le hicieran ni cosquillas.
Arntzen mandó a hacer una réplica del gen en cuestión pero con una pequeña diferencia. Cuando lo metió dentro de una célula vegetal, el gen “trucho” fue derechito al encuentro del “verdadero” y se le prendió como una garrapata. A no ser por la sutil diferencia, la unión habría sido perfecta. Pero esa discrepancia llamó la atención de las “proteínas reparadoras”, que se ocupan justamente de enmendar esos errores. Apenas notaron que había algo raro, se lanzaron al ataque. Pero como en otros órdenes de la vida, lo trucho pasó por verdadero y el cambio se hizo en el gen original. Ya estaba listo para fabricar la proteína que Arntzen quería.
En el último número de la revista Proceedings of the National Academy of Sciences, el investigador cuenta que probó su técnica en plantas de tabaco. Y que cuando las roció con una batería de herbicidas las plantitas ni se mosquearon.

No hay que pedirle peras al olmo
Es probable que los fans de la biotecnología, que sueñan con convertir una naranja en un repollo, no se hayan quedado boquiabiertos frente altrabajo de Arntzen. Porque aunque el método es ingenioso, sólo permite hacer pequeños ajustes en los genes que la planta tiene de movida. Las técnicas convencionales de ingeniería genética, en cambio, son mucho más versátiles (aunque tampoco sirven para transformar una naranja en un repollo o para hacer una carroza con un zapallo, al menos por ahora). Sin embargo, hay quienes piensan que cambiar genes como si fuesen figuritas puede resultar muy peligroso.
Los integrantes de la “brigada antiingeniería genética” se agarraron de los experimentos de Arpad Pusztai, un bioquímico que trabajó en el Instituto de Investigación Rowett en Inglaterra, y que le cuenta a quien quiera oírlo que los transgenes provocan una serie de cambios genéticos en las plantas que perjudican a los animales que las comen.

La prueba del delito
Pusztai no habla por boca de ganso. En su laboratorio, alimentó a un grupo de ratas con papas transgénicas y a otro con papas comunes y silvestres. Y vio que los animales que habían engullido el alimento transgénico tenían alterado el sistema inmunológico. Aunque los resultados de Pusztai desataron un gran escándalo, los expertos que analizaron su trabajo lo desacreditaron al encontrar errores en los experimentos. Y ahora la preocupación pasa por otro lado. No tanto por los genes transgénicos, sino por el enorme poder que tienen las compañías que los comercializan. Los más pesimistas temen que no falte mucho para que los genes exhiban un cartel de “propiedad privada” y los dueños de las patentes los muevan de un bicho a otro como si se tratara de fichas de ruleta.