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Biología y genética

En busca de los genes
específicamente humanos

Por Ileana Lotersztain

La teoría de la evolución de Darwin le cayó al hombre como un baldazo de agua fría. Ya había sido bastante difícil admitir que la Tierra no es el centro del Universo. Pero aceptar también que la especie humana es una más del montón y que su pariente más cercano es un mono, eso sí que era difícil de tragar.
Parecía que las cosas no podían ser peores. Pero faltaba todavía la cereza del postre: los hombres estamos más emparentados con las dos especies de chimpancés que éstos con los gorilas. En otras palabras, Tarzán se parece más a Chita que Chita a King Kong.
Una vez masticada y digerida esta noticia, lo que resta averiguar ahora es dónde está la diferencia; cuáles son los genes que hacen que los hombres podamos pintar, leer o componer sinfonías, mientras nuestros “primos” se balancean entre las ramas de los árboles.
¿Casi humanos?
Allá por la década del setenta, la genetista Mary-Claire King y el bioquímico Allan Wilson, de la Universidad de California, intentaron ponerle un número al parecido genético entre hombres y chimpancés. Haciendo uso de las rudimentarias técnicas de la biología molecular con las que contaban en esa época, Wilson y King estimaron que los ADNs humano y “chimpancil” difieren en menos del 1,5%. La precisión de sus resultados es asombrosa: 25 años después se sigue manejando la misma cifra.
¿Habría que pensar entonces que los chimpancés son casi hombres? Para nada. Cerca del 75% de los genes humanos tiene un equivalente en los nematodes, unos gusanos diminutos que se arrastran por la tierra, pero esto no quiere decir de ninguna manera que los gusanos sean tres cuartas partes humanos.
El tercer chimpancé
Genéticamente hablando, “el tercer chimpancé”, como nos bautizó el fisiólogo Jared Diamond, es casi indistinguible de sus parientes más cercanos. Pero física y anatómicamente no somos nada parecidos, y ni el más corto de vista podría confundirse. Los chimpancés son más fuertes, tienen muchísimo pelo y pulgares más cortos. Los hombres, por otra parte, caminamos erguidos y tenemos un enorme cerebro.Pero ésas no son las únicas diferencias. Hay algo en ese 1,5% de ADN que hace que los humanos podamos recitar poesía o bailar tango, pero que nos demos la cara contra el piso si intentamos saltar de rama en rama.
Un territorio virgen
Aunque muchos laboratorios confirmaron el parecido genético entre hombres y chimpancés, fueron muy pocos los que se propusieron averiguar cuáles son las diferencias. “Podríamos escribir todo lo que se sabía hace unos años en un artículo de una sola oración”, bromea en la revista —Science– Thomas Insel, director del Centro Regional Yerkes de Investigación en Primates de los Estados Unidos.
Pero ahora las cosas están cambiando, y hay una horda de genetistas y biólogos evolutivos que piensa tomar cartas en el asunto. Y además de contar con todos los trucos de la biología molecular para escudriñar el ADN, lograron interesar a algunos laboratorios privados para que financien sus investigaciones.
Por ahora, los científicos tienen muy pocas piezas como para armar el rompecabezas. Y las diferencias que se conocen entre los genes de hombres y chimpancés no se pueden vincular todavía con la anatomía o el comportamiento de unos y de otros.
Pero los investigadores se salen de la vaina por develar el misterio. “Este es uno de los grandes interrogantes que tenemos los que trabajamos en biología humana: ¿cómo ‘se ve’ ese 1,5% de diferencia?”, se pregunta Francis Collins, director del Instituto Nacional de Investigación del Genoma Humano de los Estados Unidos.
Una aguja en un pajar
Los menos optimistas creen que no va a ser nada fácil encontrar los genes responsables de las diferencias. Y tienen sus motivos. La especie humana tiene cerca de 100.000 genes, así que hay unos 1500 que podrían estar en juego. Pero no hay que desalentarse. En cada célula, la mayor parte del ADN no contiene ningún gen, es el llamado “ADN chatarra”. Y seguramente muchas de las diferencias estén allí, lo que dejaría sólo unos pocos genes clave separando a hombres y chimpancés.
Parece increíble que unos pocos cambios puedan generar tantas diferencias. Increíble, pero no imposible. Después de todo, los perros pertenecen todos a una misma especie, pero los criadores explotaron un par de variaciones genéticas y produjeron animales tan distintos como el chihuahua y el San Bernardo.
Por algo se empieza
Algunos investigadores creen tener una punta. En octubre del año pasado, el grupo de Ajit Varki, de la Universidad de California, encontró algo que le llamó poderosamente la atención: en los mamíferos, todas las células del organismo llevan en su superficie una especie de etiqueta, un azúcar de la familia del ácido siálico. Esta molécula viene en varias versiones diferentes. Pero en los seres humanos una de esas variantes no aparece en ninguna célula.
Entusiasmados, los científicos salieron a pescar al gen responsable de la diferencia. Y lo encontraron. Estaba en perfecto estado en los simios, pero a la versión humana le faltaba un pedazo.
El talón de Aquiles
Al equipo de Varki se le ocurrió que esa diferencia quizá pueda explicar por qué los simios son menos propensos a contraer ciertas enfermedades. Algunos microorganismos (como los que provocan el cólera y la malaria) usan al ácido siálico como una puerta para colarse dentro de las células. Y los bioquímicos especulan con que tal vez nuestra molécula de ácido siálico les facilita las cosas a los microbios.
Pero, además de ser nuestro talón de Aquiles para el cólera, ¿tiene algo que ver esta diferencia con nuestros rasgos de Homo sapiens? Esa es una pregunta que no se puede contestar todavía. Pero en el Instituto Metropolitano de Tokio el investigador japonés Akemi Suzuki está criando unos ratoncitos a los que se les sacó la misma porción de gen que está ausente en los seres humanos para ver si se detecta algún cambio. “En una de ésas estos ratones empiezan a hablar”, se ríe Ajit Varki.
De todas maneras, nadie espera ver cambios espectaculares a partir de un único gen. “No existe un gen mágico que nos hace humanos”, aclara la doctora King.
Cambiar las piezas de lugar
Para algunos, buscar diferencias gen por gen no va a dar la respuesta. La clave podría estar no en la información genética en sí misma, sino en la forma en que se acomoda esa información. Y ahí el panorama cambia. Los chimpancés tienen 24 pares de cromosomas, uno más que los humanos. Y aunque hay 18 pares que son casi idénticos, el resto tiene porciones que cambiaron de lugar una vez que hombres y monos separaron sus caminos.
Tal vez estos reordenamientos rompieron algunos genes y crearon características nuevas que hacen que seamos lo que somos. Pero esto también es especulativo. “Muchas personas nacen con reacomodamientos en sus cromosomas. Y pueden tener defectos graves o ser completamente normales, pero nunca vimos a nadie que tenga muchísimo pelo o que camine apoyándose en los nudillos”, aclara el genetista David Nelson.
Proyecto Genoma Simio
Para despejar dudas, lo ideal sería comparar los genomas humano y chimpancil palmo a palmo. Algunos laboratorios, especialmente en Alemania, están analizando pedazos de genes de chimpancés, que piensan cotejar con sus contrapartes humanos. Los que están en el tema confían en que, en unos años, cuando el Proyecto Genoma Humano llegue a su fin y se conozca la secuencia completa de los genes del hombre, se podrá montar un Proyecto Genoma Chimpancé.
Aunque el trabajo recién empieza, los científicos están seguros de que en poco tiempo van a tener en sus manos los genes que nos hacen humanos. Y esto, por supuesto, nos va a enfrentar a nuevos dilemas éticos. El biólogo molecular Edwin McConkey se pregunta qué pasaría si se encuentra, por ejemplo, un gen humano que controla el desarrollo de la laringe, un gen que podría darles a los chimpancés la anatomía que necesitan para hablar. ¿Habría que hacer monos transgénicos?
El que se anime a responder, que tire la primera piedra.


 

Los caprichos
de la evolución

Los trabajos de Gannon dejaron bien claro que la asimetría del planum temporale no es un rasgo distintivo del ser humano. Para el investigador, “es lógico suponer entonces que esta estructura ya estaba presente –y lateralizada– en el ancestro común de hombres y chimpancés, unos 6 millones de años atrás”. La alternativa es que ambos la hayan desarrollado en forma independiente, lo que evolutivamente es muy improbable.
De todas maneras, Gannon da a entender que la existencia de la asimetría PT en los dos linajes no asegura absolutamente nada. Una de las hipótesis que se barajan es que, en el antepasado que compartimos con los chimpancés, el planum temporale no tenía nada que ver con el lenguaje. Al separarse las especies, esta estructura se transformó, en cierta manera, en la base neural de la comunicación estrictamente humana.Otra posibilidad es que la asimetría PT ancestral ya estuviera involucrada en la comunicación, pero que al separarse los linajes diera lugar a un tipo de lenguaje en los chimpancés y a otro muy diferente en el hombre.


Mira quién habla

Una de las características que aparentemente no compartimos con nadie es nuestro elaborado lenguaje. Pero en este terreno tampoco está dicha la última palabra: desde hace ya varias décadas, un puñado de investigadores viene insistiendo con que los simios hablan, y de lo lindo. Y a estos señores, los estudios del neurobiólogo Patrick Gannon, de la Escuela de Medicina del Monte Sinaí, en Nueva York, les vienen como anillo al dedo.El equipo de Gannon metió mano en los cerebros de 18 chimpancés muertos en cautiverio, en busca del equivalente simiesco del planum temporale (PT), una pequeña protuberancia de materia gris que el cerebro humano usa para entender y generar el lenguaje. Y como cuentan en la revista Science, no sólo la encontraron, sino que descubrieron además que en 17 de los 18 animales esta estructura era asimétrica: estaba más desarrollada en el lado izquierdo del cerebro, al igual que en el hombre.
Gannon no oculta su orgullo cuando declara que, “hasta ahora, ningún estudio había demostrado directamente la existencia de la asimetría PT en una especie distinta del Homo sapiens”. Pero también abre el paraguas antes de que llueva y agrega que, “si bien la anatomía de la red nerviosa del lenguaje es prácticamente igual en chimpancés y humanos, esto no implica necesariamente que la percepción y la comunicación sean idénticas para ambos primates”.
Una cuestión de lenguaje
El debate sobre el lenguaje de los simios es de larga data. En la década del sesenta, un grupo de psicólogos norteamericanos que trabajaba con chimpancés les enseñó a comunicarse por medio de lexigramas, una especie de símbolos que representan palabras o frases. Los participantes no sólo aprendieron rápidamente, sino que además superaron las expectativas de sus entrenadores: fabricaron nuevos términos, como “banana verde” para describir un pepino y “pájaro de agua” por cisne.
Para los defensores del lenguaje de los simios, este logro indica claramente que los animalitos realmente comprenden el significado de las palabras. Para sus opositores, en cambio, es simplemente el producto de la casualidad. Para ellos, los chimpancés no hacen otra cosa que imitar a sus maestros y producen un torbellino de palabras, con lo que, inevitablemente, algunas de las frases construidas resultan correctas, aunque carentes de significado para sus autores. Una suerte de “papita para el loro” en versión mona Chita.
A este ataque, Sue Savage-Rumbaugh, de la Universidad estatal de Georgia, retruca que “los chimpancés son capaces de manejar una protogramática tan compleja como la que usa un chico de dos años”. A lo que los escépticos responden con sorna que “si las combinaciones de palabras que realizan los simios constituyen un verdadero lenguaje, entonces los mocosos de jardín de infantes no tienen nada que envidiarle a T. S. Elliot”.
La cosa parecía haberse entibiado hasta que el anuncio de Gannon reavivó la llama. Ahora el asunto es diferente. Si los chimpancés tienen algo que parece un lenguaje y encima usan las mismas estructuras cerebrales que los humanos, resulta más difícil negar que estos bichos tengan, al menos, una protolengua.