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Astronomía: Los estallidos de rayos gamma en el Universo
Megaexplosiones cósmicas

Por Mariano Ribas

Son las explosiones más fantásticas del universo. En comparación, hasta la más guapa de las supernovas quedaría en pañales. Tienen nombre y apellido: estallidos de rayos gamma. Y todos los días, sus destellos llegan a la Tierra, desde cualquier parte del cielo, y sin avisar. A pesar de que fueron descubiertos hace ya más de tres décadas, los astrónomos apenas cuentan con un precario bosquejo sobre la naturaleza de estos fenómenos. En realidad, nadie sabe con certeza qué “cosas” son las que originan los estallidos de rayos gamma. Lo que sí se sabe es que la mayoría de ellos ocurre en galaxias lejanísimas, a miles de millones de años luz. Y, teniendo en cuenta la intensidad con la que llegan hasta nuestro planeta, la conclusión es casi forzosa: deben ser terriblemente poderosos y absolutamente devastadores de todo su entorno. Por eso, más vale no tener uno cerca.
El comienzo del misterio
Los estallidos de rayos gamma son el tema más caliente de la astronomía actual. Y uno de los más nuevitos: hasta hace unos años, el asunto parecía una cuestión de vanguardia, sólo reservada a algunos astrónomos excéntricos. Pero las cosas han cambiado, y ahora, los famosos gamma ray bursts (su denominación en inglés) son tapa de revistas especializadas, y las vedettes de montones de simposios de astronomía en todas partes del mundo. Y, como ya se verá, por razones más que justificadas.
La historia de estos bestiales fuegos artificiales cósmicos comenzó a mediados de la década del 60. Y de un modo bastante curioso: paradójicamente, los primeros estallidos de rayos gamma no fueron captados por un satélite científico, sino por satélites militares que buscaban detectar explosiones atómicas bien terrestres. A partir de entonces, y hasta hace apenas un par de años, estos fenómenos se resistieron a toda explicación, convirtiéndose en un verdadero dolor de cabeza para los astrónomos. Por empezar, no podían verse: cada andanada de rayos gamma era tan sólo eso, rayos gamma, y no venía acompañada por luz ordinaria (ni tampoco por algún otro tipo de radiación, como la luz infrarroja u ondas de radio). Por lo tanto, sólo podían detectarse con ciertos instrumentos, pero eran completamente invisibles para los telescopios. Encima, duraban menos que un suspiro. Y, para complicar más las cosas, los dichosos rayos llegaban caprichosamente desde cualquierdirección del espacio. En síntesis: parecía casi imposible localizar sus fuentes.
Era un verdadero mareo. No obstante, los científicos comenzaron a lanzar algunas tímidas hipótesis: si los rayos gamma llegaban a la Tierra con tanta claridad, era probable que las “cosas” que los generaban no estuviesen muy lejos. Posiblemente, se creía, eran objetos de nuestra galaxia, o a lo sumo, de sus alrededores. Sin embargo, había una idea alternativa, una variante poco considerada por sus implicancias casi fantásticas: a lo mejor, esas cosas no estaban tan cerca, sino muy lejos. Y en ese caso... bueno, en ese caso lo mejor sería sacarse el sombrero en señal de respeto.
La pista de los satélites
Hasta 1990, era muy poco lo que se había avanzado, y el misterio seguía vivito y coleando. Pero al año siguiente, esta historia dio un giro: la NASA puso en órbita al Observatorio Compton de Rayos Gamma, un satélite equipado con una batería de instrumentos de primera línea. Y casi inmediatamente, llegó la primera gran sorpresa de la década: el Compton detectó montones de estallidos, y reveló que no eran fenómenos locales de la Vía Láctea, sino que provenían de lejanas regiones del universo. ¿Pero cuán lejanas? Lamentablemente, en ese momento no fue posible determinarlo. De todos modos, el shock fue tremendo: los astrónomos comenzaron a intuir que existían objetos increíblemente energéticos, capaces de enviar robustos flashes de rayos gamma a distancias intergalácticas. Ninguna supernova (estrellas gigantes que, después de agotar su combustible nuclear, terminan sus días con una tremenda explosión de materia y energía) podía imitar algo así. La variante de implicancias fantásticas había pasado a un primer plano.
La segunda gran sorpresa llegó durante los primeros meses de 1997, cuando varios supertelescopios (entre ellos el famoso Hubble) detectaron dos débiles rastros de luz en las mismas zonas del espacio de donde parecían provenir dos potentes emisiones de rayos gamma, captadas por otro satélite, el ítalo-alemán BeppoSAX. La noticia fue recibida con bombos y platillos por los científicos: era la primera vez que se observaba una contrapartida óptica de los estallidos. Encima, algunos radiotelescopios también captaron débiles ondas de radio. El festejo de los astrónomos estaba más que justificado: la ansiada luz de las explosiones permitía ubicarlas con precisión en el cielo, y el análisis de su espectro sirvió para calcular las distancias. Y bien, resultó que los estallidos habían ocurrido en galaxias sumamente distantes, a varios miles de millones de años luz de la Tierra. El dato era, por lo menos, sorprendente.
Enormes distancias, enormes energías
Muy sorprendente, porque si los estallidos ocurren a distancias
intergalácticas, y llegan como llegan, sólo hay una explicación: deben ser terriblemente poderosos. De entrada nomás, vale la pena recordar que los rayos gamma son la forma de radiación más energética que existe: no cualquier objeto del universo emite rayos gamma, y mucho menos, con semejante intensidad. Además, parece que las explosiones se originan en objetos relativamente chicos porque, según los astrónomos, eso explicaría las llamativas y velocísimas variaciones que muestran todas las emisiones captadas hasta hoy.
Ahora bien: ¿qué clase de objetos conocidos podrían encajar dentro de este cuadro de situación? La verdad, ninguno. Lo más parecido serían las supernovas, pero la radiación que llega a la Tierra desde una supernova ubicada a miles de millones de años luz apenas alcanzaría para hacerles cosquillas a los detectores de rayos gamma de satélites como el Compton o el BeppoSAX. Pero jamás lograrían sacudirlos, como sí lo han hechomontones de veces los enigmáticos estallidos. Hablando de sacudidas: a principios de este año, hubo una que se llevó todos los laureles. Y al mismo tiempo, sirvió para perfilar un poco más el rostro de las extrañas criaturas que se esconden detrás de cada uno de estos sensacionales eventos.
El gran estallido de 1999
El 23 de enero de este año, los sensores del BeppoSAX registraron una inusual dosis de rayos gamma, muy breve, pero extremadamente intensa. Inmediatamente, el aparato dio el alerta, y varios telescopios terrestres apuntaron al cielo en la dirección señalada. Y se encontraron con un pálido resplandor, que fue minuciosamente analizado: esa luz mortecina estaba a 10 mil millones de años luz, cerca de los límites del universo observable. ¿Cómo algo tan increíblemente lejano podía darse el lujo de hacer temblar a los sensores de un satélite? La explicación de los astrónomos fue simple, e inquietante: lo que el BeppoSAX había “visto” en rayos gamma (y los telescopios en luz visible) era nada más y nada menos que la más potente explosión cósmica jamás observada. La energía despedida por la “cosa” que estalló sería mucho mayor que toda la energía producida por el Sol en sus 5 mil millones de años de existencia. O, dicho de un modo más directo, y crudamente categórico: en su momento, ese flash de rayos gamma fue más brillante que todo el universo.
La potencia de GRB 990123 (su nombre de catálogo, formado por la abreviatura de “gamma ray burst” y la fecha) no ha sido superada hasta la fecha (y eso que el Compton ya lleva registrados más de dos mil estallidos). Es más, por un momento, el fenómeno también se manifestó con relativa potencia en luz visible. Si en ese momento alguien hubiese estado mirando el cielo con unos simples binoculares, y en el lugar exacto, habría observado un punto de luz que se encendía de la nada, y que luego se desvanecía lentamente, hasta desaparecer. Ese hipotético observador –envidiable, por cierto– habría sido testigo de una monumental explosión ocurrida en los límites del universo observable.
Un precario identikit
Ya es hora de dejar de lado al suspenso, y revisar los borradores que tienen a mano los astrónomos para explicar todo esto. Lo primero que salta a la vista es la falta de modelos firmes. De todos modos, hay uno –planteado, entre otros, por los astrónomos Nir Shaviv y Arnon Dar, del Instituto Israelí de Tecnología– que parece encabezar la lista de preferencias de los científicos. Y dice así: los estallidos de rayos gamma podrían originarse durante la fatídica fusión de dos estrellas de neutrones, cadáveres estelares ultradensos, que miden apenas unos 20 km, pero que tienen tanta masa como el Sol. En ese abrazo final, y poco antes de convertirse en una agujero negro, el par de estrellas de neutrones originaría un descomunal despliegue de chorros de materia a velocidades increíbles (muy cercanas a la de la luz) y cataratas de radiación de altísima energía (los famosos rayos gamma, y también rayos cósmicos, formados por partículas subatómicas). En ese momento, esa cosa amorfa e infinitamente caliente sería más brillante que millones y millones de galaxias juntas. El modelo de Shaviv-Dar –por ponerle algún nombre– tiene una variante: la fusión de una estrella de neutrones con un agujero negro. Varios análisis teóricos –incluso simulaciones por computadora– han mostrado que ambas situaciones, absolutamente alucinantes, podrían generar chorros de rayos gamma capaces de cruzar medio universo y llegar alegremente hasta la Tierra, con una intensidad más que respetable.
La amenaza fantasma
Esta historia tiene un costado inquietante: sean lo que sean, todo indica que no conviene pasar cerca de un estallido de rayos gamma. Ni siquiera a cientos o miles de años luz de distancia. ¿Qué pasaría si una de estas explosiones ocurre ya no en remotísimas galaxias, sino en nuestra vieja y querida Vía Láctea, digamos a unos mil o dos mil años luz de la Tierra? Las palabras más chicas que puede usarse son “catástrofe global”. Y no estamos hablando de letras de molde de la prensa amarilla, sino de lo que imaginan –con buenas bases– muchos expertos. Si se produce un estallido de rayos gamma cerca de nuestro planeta, en ese mismo instante, y de un plumazo, se acabaría la historia humana, y la de todas las especies animales y vegetales. De todos modos, no hay que asustarse sin motivos, porque esos mismos expertos dicen que este tipo de fusiones estelares sólo deben ocurrir una vez cada 2 o 3 millones de años en la galaxia. Y en forma mucho más esporádica en las zonas relativamente próximas al Sistema Solar. Para muestra, alcanza un botón: el par de estrellas de neutrones, peligrosamente cercanas, que está más próximo a fusionarse (conocido como PSR B2127+11C), recién lo hará dentro de 220 millones de años. Así que respire tranquilo, y siga leyendo Futuro. Al menos, hasta nuevo aviso.
Vale la pena aclararlo una vez más: los estallidos de rayos gamma existen, pero todavía nadie sabe bien cómo se originan. Y como los astrónomos son bastante inquietos, afortunadamente, prometen no dar tregua y seguir batallando contra el misterio. El ejército crece día a día: más científicos y más aparatos. Sin ir más lejos, nuevos observatorios orbitales –como el flamante satélite HETE (High Energy Transient Explorer) de la NASA– se unirán a los ya veteranos Compton y BeppoSAX, para detectar, ubicar y estudiar futuras explosiones. Entonces, es posible que durante el amanecer del próximo siglo, la astronomía por fin pueda quitarle el velo a uno de los secretos más explosivos del universo.