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Lolas & besos

Durante la última Marcha del Orgullo LGTTB (lesbianas, gays, travestis, transexuales y bisexuales), en el medio de la lectura de adhesiones, la música de los Redondos, las banderas del arco iris y los besos profundos hicieron de la política una fiesta. Y muchas chicas que mostraron sus pechos en todos los surtidos que describía el escritor Ramón Gómez de la Serna en su libro Senos –en forma de manzana, de pera, de badajo de campana, de bulbo– hicieron, lo supieran o no, un gesto que marcaba el fin de la cultura de la queja y convertía el festejo en soberanía.

Por MARIA MORENO

Si no puedo bailar, no me gusta tu revolución”, dijo alguna vez Emma Goldman. Por eso esta nota no se propone un relevo antropológico de Buenos Aires Lesbos –sus usos y costumbres– ni de su dimensión política, ni del romance, casamiento y divorcio con reincidencia entre lesbianismo y feminismo, sino desplegar, tras la estelas de la VIII Marcha del Orgullo LGTTB (lesbianas, gays, travestis, transexuales y bisexuales) los fragmentos de una historia de la fiesta, eligiendo a un grupo específico de fiesteras: las lesbianas. Como maestra ciruela, pero no por eso menos libertina, Las/12 quiere señalar con rojo -.de rouge y no de censura– la L de LGTTB. Lo cual no impedirá que el relato de la fiesta se politice, de todos modos, ¿acaso la toma del Palacio de Invierno, la entrada de Che en La Habana, la quema de corpiños de las militantes feministas que en Francia y EE.UU. exigían la legalización del aborto no fueron también fiestas?

El pabellón de
las damas

Sería inútil remontarse a Safo y a sus reuniones de muchachas que bebían vino, tocaban la cítara y jugaban al juego de crótalos que consistía en volcar desde lejos y sin derramarlo vino desde un recipiente grande a otro pequeño y cuyo premio eran unos besos que no quedaron fechados entre historias apolíneas que van a parar hasta la teoría de Michel Foucault. París, en 1910, 1920, es más cerca. Las chicas se reunían en salones cerrados, a la luz de lujosos candelabros heredados, bajo retratos de damas ecuestres, bebían curaçao con hielo y hablaban de una poesía que tenía olor a Baudelaire y a opio. A menudo usaban pechera plisada y frac, que solían ocultar a la salida bajo un abrigo de asociación de beneficencia que las protegía de una ley que no admitía el travestismo. ¿Cómo no importar también aquel París, si importábamos hasta los mármoles para las tumbas del cementerio de la Recoleta y los sombreritos de cuero de los gauchos, de origen inglés. En su artículo “Historia secreta de los homosexuales en Buenos Aires”, perteneciente a su libro Escritos sobre escritos, ciudades bajo ciudades, Juan José Sebreli cuenta que, a principio de siglo, dos niñas, Lucía Lainez Varela de Mujica y Ema Lagos se batieron a duelo utilizando –en ausencia de psicoanalistas de interpretación pedestre– los floretes de sus propios padres. El motivo era otra niña con nombre de calle: Celina Zapiola. Cuenta también que en una mansión cercana a la Plaza Francia una dama, también con apellido decalle, organizaba, cuando su marido estaba en la estancia, fiestas que eliminaban el principio masculino. En una de ellas se homenajeó a dos damas ambiciosas que, sin tener apellido de calle, venían de España y se hacían llamar La Goya y La Gioconda; la primera era cupletista. Y que una vez el marido de la anfitriona, como en una novela de boulevard, llegó de improviso y agarró a las damas a latigazo limpio sin imaginar que estaba realizando en otro contexto y con otra ambición un gesto de las prácticas S/M. Años más tarde la arqueóloga Genevieve Gircourt y su amante Simone Gal Laduveza, extranjeras y por eso esperadas como liberales y liberadoras, pusieron una librería francesa en la calle Tucumán 543 en cuya trastienda se tomaba el té. Las llamaban las mignones.
Como un José Gobello sofisticado, Sebreli explica el origen de la palabra “tetera”, término con que los gays porteños designan a los baños públicos y en donde encuentran sus placeres al paso: en inglés al baño se lo llama “toilet room”, pero mejor “t-room” que suena más cortito y también como “tea room”, salón de té. Pero en las primeras décadas del siglo las “teteras” eran para las damas literales. No sólo en la trastienda de Las mignons, se tomaba té sino en todas partes donde el ritual servía para encubrir diálogos que se calentaban a tono con los estómagos, en apartados decentes de confiterías elegantes y la paradoja era que las damas, debido a los litros de té ingeridos, debían dirigirse a menudo a los toilet room que los varones ya habían conquistado. Las chicas que amaban a chicas se llamaban a sí mismas “better” y a las heterosexuales, “paquis”, paquidermos. Por supuesto había fiestas de a dos como las que registra Alejandra Sardá en su libro inédito No soy un bombero, pero tampoco ando con puntillas. Allí una médica de la alta burguesía le cuenta cómo una “paqui” caprichosa la llevó a ver la película El hijo del sheik en donde el personaje interpretado por Rodolfo Valentino rapta a una mujer blanca y la lleva a su tienda. La “paqui” quería representar con ella esa escena. Mientras se extendía en su lecho, le pedía que corriera un pesado cortinado de terciopelo que simulaba la entrada de la tienda, mientras decía: “Allors ¿qu’est que tu attends pour deshabiller?”. Las fiestas no implicaban ninguna conciencia en términos de redefiniciones eróticas; la impunidad de la pertenencia de clase hacía que el secreto, aun con su probable cuota de tragedia, fuera invisible para la sanción social. En la Argentina las mujeres modernas cobijaban entre sus huestes a lesbianas de instrucción europea que asimilaban el safismo al arte: “Todas somos raras. Amamos la literatura, el kummel y los cigarrillos turcos.Hablamos de cosas extraordinarias para mujeres. Tenemos opiniones filosóficas. Se hace música y se hacen versos; se habla lo mismo de la filosofía de Patanjali que del último figurín”, escribía en su novela La casa de enfrente, Salvadora Medina de Botana, ex militante anarquista, esposa del director de Crítica, que no vacilaba en enamorarse de mujeres y dejar poemas encendidos entre los muebles de su casa, hasta que Botana, en calidad de ex marido irritado y con intenciones de fugarse con una noble le invadió el departamento y arrojó huevos contra las paredes -.una poco sutil alusión a la palabra tortilleras–.
Pero la ciencia vigilaba. Ya en 1904 el Dr. Víctor Mercante publicaba en nuestro país quizás el primer artículo que advierte en el amor entre mujeres una potencialidad peligrosa. Se titula Fetichismo y uranismo femenino en los internados educativos y apareció en los Archivos de Criminología y Psiquiatría. Allí, en esos patios de escuela adonde se prohíbe saltar, correr y gritar se emboscan para él las temibles “predegeneradas”, aquellas que realizan clandestinos intercambios de prendas de amor entre “la señorita novio” y la “uranista estática”. Contrariamente a Freud que descree del fetichismo en la mujer, Mercante encuentra en las escolares de institutos religiosos fetiches donde “el ocultismo suele imponerse a la exhibición en anillos y medallas y camafeos. Id a la plaza una noche de retreta, observad con atención. Si miráis al pecho o a la cintura, notaréis el manojo de talismanes que campea, como el ombú en la parte de los deseos”. Mercante utiliza este texto para denostar a la enseñanza religiosa y a aquellas monjas maestras locuaces en encender identificaciones vehementes con sus excitantes relatos sobre la vida mística. En cada niña que lee con la mejilla apoyada en el hombro de una compañera, en cada distraída que besa un talismán, en la que manda una carta de amor ve un alma cautiva de lo que él llama el “imperio de la anomalía”. “El Dr. Mercante exhibe a sus lectores las cartas románticas que se enviaban dos muchachas llamadas Chacho y La Odiosa que no Sabe Odiar. Al igual que en las oficinas de la revista N.X., cada habitación homenajea a algún integrante de su comunidad ¿no podría La Fulana, una casa de lesbianas feministas, dedicar algún cuarto a la memoria de Chacho y La odiosa que no sabe odiar, esas precursoras?

De la pérgola
a la plaza

Cuando durante la década del 70, en un local del Once se forma el Frente de Liberación Homosexual, se organiza en su interior, uno exclusivo de lesbianas llamado Safo. Es clandestino, tanto la fiesta como el debate continúan a puertas cerradas. Y la palabra “fiesta” quizás es más asociable con el poeta Néstor Perlongher quien, luego de renunciar al PO, del que era militante, se paró en Callao y Corrientes, vestido de blanco y con una capelina blanca. Y luego ayudó a acuñar el slogan “para vivir y amar en una ciudad liberada”, utilizado por la comunidad gay militante.
En 1988 -.el Día Internacional de la Mujer-., Ilse Fuscova que venía publicando unos cuadernillos titulados Cuadernos de Existencia Lesbiana sale a la plaza de los festejos con un cartel que nombra su publicación. Hay agresiones y golpes por parte de peronistas. Un grupo de mujeres aborígenes sale a la defensa de las visibilizadas. A los pocos días la cúpula peronista pide disculpas. No tenían experiencia. Este tema no era la razón de la vida de Evita. El closet se abre en un programa de TV llamado “Imágenes de radio” y aparece Celeste Carballo diciendo que ella y Sandra Mihanovich son una pareja y no unas simples hijas de rock and roll. El animador Badía hace gulp. Ya había empezado otra década: la del noventa. En 1991 la militante Ilse Fuscova, con un chal color fuccia -.el color del feminismo– abre el closet sobre la mesa de Mirtha Legrand y se declara lesbiana. Atemorizadas mujeres que ven el programa y que no tenían aún “las palabras para decirlo” se ponen en contacto con Ilse. Entre ellas está Claudina Marek que, en ese momento, ha faltado al trabajo, por estar en cama con pulmonía en una versión benigna de Margarita Gautier y a quien sus compañeras del colegio, por ser muy buena deportista, llaman Jefe Watusi. Se comunica por teléfono con Ilse, al poco tiempo se casan, las dos de corbata, a través de ceremonias extraoficiales. Juntas integran un grupo de reflexión y autoayuda llamado Convocatoria Lesbiana.
Poco a poco las mujeres que aman a mujeres hablan de derechos humanos, del indulto, de los pollos de Mazzorín, de la muzzarela adulterada y no sólo de su sexualidad como suelen hacerlo en el interior del feminismo.
Si bien los profesionales siguen vigilando, ahora convocan a las lesbianas para que den su testimonio. Hilda Rais ha escrito en enero de 1987 un trabajo destinado a ser leído en el III Encuentro de la Red de Alternativas a la Psiquiatría. Luego se verá obligada a seguir reescribiéndolo para presentarlo en grupos mixtos de postgrado de sexología. Hilda no deja de preguntarse ¿por qué ella? Y se lo explica: “Me presento como escritora, feminista, integrante de Lugar de Mujer, una de sus fundadoras. Pero además no soy vista como agresiva, ni resentida, ni masculina, ni pobre, ni agitativa, ni lumpen, ni tosca, ni frustrada, ni gorda, ni reventada, ni muy fea, ni asexuada, ni exhibicionista; parezco no albergar odio hacia los varones ni competir con ellos, parezco educada, formal, limpia, agradable en el trato. Pero Hilda suele dar, en esos lugares adonde la pregunta honesta no exime de la lesbofobia, no sólo la respuesta que sirve para la clínica sino también la respuesta política: “Setenta millones de mujeres son sexualmente mutiladas; si la mayoría del resto son –por lo menos– colonizadas, si la opresión de las mujeres no se limita a lo socio-político-económico-cultural-legal sino que incluye a los cuerpos sexuados y deseantes, cabe pensar que el núcleo de la intolerancia es la existencia de un goce que prescinda del varón o que escape a su control y deteriore el mito de los opuestos complementarios. Y en esta situación estamos todas”.
Mientras tanto las visibilidades off políticas se negocian entre la picaresca y la novela de peripecias. No soy un bombero, pero tampoco ando con puntillas registra persecuciones en donde las amantes clandestinas se juntan en una estación para tomar un subte en dirección contraria y relojearse un rato en el andén. O se van de vacaciones juntas una en el micro y la otra en un auto que lo sigue y lo aborda lejos de la Capital, mientras todos los pasajeros aplauden al encenderse las luces. Hay soberanías proletarias como la de Cachita, que solía ir al bar Vivir –uno de los tantos recordados “del ambiente” como El café de Abril o La Emperatriz– a jugar al truco y contar sus historias de fletera, groupier y otros oficios de “machita” que se enorgullece de ejercer desde la infancia: “¡Uh! ¿Querés que te cuente una historia? No es una historia, es real. Antiguamente todos los clubes de barrio hacían picnics. Ibamos a SanIsidro. Se hacían en la orilla del río. Un día llegamos. Yo andaba con un pantalón cortito, el pelo cortado tipo varón porque siempre tenía piojos, y me cortaban así. Entonces le digo a mi mamá: ‘Me voy a bañar’. Y me fui y me perdí. ¡Te imaginás! Me buscaban por todos lados, y no me encontraban. Yo tenía seis años, más o menos. Por los parlantes decían: ‘Roberto Fernández, seis años de edad, está perdido ‘.
–Esa es la Cachita– dice mi papá.
–No, dale –le decían– no puede ser.
–Vas a ver, vamo’a buscarla que es ella.
Mi papá me conocía (los padres conocen a sus hijos). Yo me perdí y me agarró la policía. Me dieron mate cocido, una factura y me dijeron: ‘Pibe, ¿cómo te llamás? Tenía el pelo tan cortito, ¡que sabían si era nena o varón! Y yo le digo ‘Roberto Fernández’. Ya tenía la fijación desde chica. En los cincuenta, en los sesenta, había visibilidades de película de Almodóvar como la que testimonia Viviana para No soy un bombero...: “Micaela y yo teníamos una motoneta, una Siambretta. Ella era la que manejaba. Más de una vez nos gritaron ¡vayan a lavar los platos! Y vamos a la casa de una amiga con la motoneta. Esta amiga mía de la oficina tiene una hermana casi ciega. Stefanía se llama. ¿Viste que los ciegos se guían por el tacto? No sé si por las historias que la hermana contaba o por haberse dado cuenta de que veníamos en la Siambretta dos mujeres, nos tocó las manos y Micaela y yo usábamos cada una un anillito de oro con nuestras iniciales que adentro decía la fecha. Eran nuestros anillos de compromiso, pero para disimular los usábamos en el dedo grande, los dos iguales. Hete aquí que Stefanía se da cuenta de todo, entonces empieza a buscarla a Micaela y me hace poner celosa a mí. Ella era homosexual. La cosa es que terminamos siendo amigas de ella. Era la única lesbiana que conocíamos. La única con la que tomamos contacto. Estábamos las tres siempre juntas. Una vez –mirá la ironía y la gracia de la historia-. estábamos con Micaela en el dormitorio mío y vino Stefanía. Cerramos la puerta; Micaela y yo empezamos a besarnos y Micaela se sentía mal. Esta era la primera vez que nos besábamos en público. Hacerlo delante de una ciega era la ironía más grande del mundo”.
A fines de los 90 las fiestas juntaron política y jarana. En La casa de las Lunas, por ejemplo, un colectivo de lesbianas feministas, hubo un multitudinario baile de disfraz en donde triunfó una socías de Frida Kahlo y que terminó con una versión de La Internacional para malambo.

A brillar mi amor,
aun pasadas por agua

En lo que podría llamarse una mercería artística llamada Belleza y felicidad se festejaba las vísperas de la VIII Marcha del Orgullo LGTTB. Entre chucherías chinas de 2$ elevadas al rango de souvenir postmodernos, peluches tiernizados por el uso, folletos de títulos eróticos como El mendigo chupapijas o Concurso de tortas. Ganadora, Sonia, una gigante pelirroja recitaba lo que podía ser una poesía de la estética beatnik vainilla. “Voy a balrog/ un bar de tortas original,/ pues es una casa.” (...) “De pronto,/ una chica muy alta/ con casco y camiseta/ se enfrenta a Fernanda./ En posición,/ piernas firmemente abiertas /contra el piso,/ tira del casco con suavidad/ y descubre su rostro/ de veinticinco años./ La vida que tuvo le sale/ por los ojos/ la que está teniendo/, por los brazos bronceados/ fuertes/ que saben manejar,/ y entonces,¡Sí!/ ¡es cierto! La invita:/”querés venir a pasear en moto”/ sin escupir,/ ni reír,/ Fernanda acepta/ con una inclinación de cabeza/ y la bella se la lleva/ de la mano./ La veo alejarse /por el camino de tortas/ que se abren/ para cederles/ el paso lento,/ fragante,/ creyente”. Y todos aplauden y ríen, menos alguna lesbiana feminista que comienza a preguntarse por el relativismo cultural o qué, y si “torta” en ese contexto significa humor, despolitización o lavado de cerebro. Una de lasdueñas de lugar, Fernanda Laguna, será una de las que, la tarde del 6 de noviembre, se quitará la camisa para besarse con otras descamisadas bajo la bendición de los evangelistas que compartieron la Plaza de Mayo ese día, con expresión de trance por haber encontrado las expresiones vivas de la Magdalena bíblica -.aunque en versión torta–. Tomándose una cerveza en La Ideal. Fernanda dice, dándole una vuelta al sentido de la palabra discriminación: “Yo creo que no hay que discriminar a la gente pensando que va a decir. ¡Huy, qué mal! Ni esperar que el otro te apruebe. Yo veía el otro día a un señor en mi negocio comprando El mendigo chupapijas, de Pablo Pérez, y pensé que a lo mejor en lugar de considerarlo malo le permitía vivir algún sueño. Yo disfruté la marcha como un hecho en sí, porque pienso que las cosas en sí mismas valen más que a lo que llevan”. Fernanda dice que siempre fue rara y que de chica planchaba en las fiestas porque tenía bigote. El día que se depiló tuvo novio. Pero sobre todo amigas: “Yo me considero torta porque me parece más sexual; la palabra lesbiana me suena a pura. Ahora si me dijeran lesbiana por ser lo que soy, me encantaría. Pero a veces tengo la impresión de que tendría que ascender de torta a lesbiana”.
El beso prohibido por el Dr. Mercante brilló en la plaza del seis de noviembre bajo la batuta de Lohana Berkins que daba instrucciones festejadoras desde el camión que sostenía a la comisión organizadora. No eran piquitos, eran de profundis, más húmedos aún por el aguacero que se desató probando, como sugirió alguno, que Dios es homofóbico. Y, lo supieran o no, muchas chicas que se sacaron la remera para mostrar sus pechos en todos los surtidos que describía el escritor Ramón Gómez de la Serna .-en forma de manzana, de pera, de badajo de campana, de bulbo– estaban haciendo el gesto político por excelencia realizado por los squoters desalojados por la policía, las feministas al exigir públicamente la propiedad de su cuerpo, las hippies amamantadoras y otras antiguayas setentistas.
La abogada feminista Maggi Bellotti, de ATEM (Asociación de trabajo y estudio sobre la mujer) que no fue a la marcha, recuerda cuando se pronunció como lesbiana en el diario Clarín aunque entonces sólo mostrara, no los pechos, sino la furia de su cabellera colorada: “El feminismo para mí significó dejar de ser homosexual para ser lesbiana y entiendo al lesbianismo como tener como fundamental referente a las mujeres, mantener con ellas un compromiso emocional, político, intelectual y erótico. Me había pronunciado en muchos sitios de la política, pero nunca en un medio. Si perdí clientes, no lo sé. Pero recuerdo a una que me dijo ‘doctora, la vi en el diario’. ‘Pero si la nota salió hace mucho.’ ‘Es que la vi en el diario con que estaban envueltos los huevos que mi marido trajo del mercado.’”. Después se pone más seria para opinar sobre la convocatoria de la marcha: “Creo que la palabra hipocresía es despolitizada porque no denuncia que hay una norma única que funciona por encima de las otras. Por otra parte la hipocresía puede ser una defensa ante la violencia. La convocatoria no implicó una crítica a las políticas sexuales que son jerárquicas y discriminatorias”. Fue necesario contarle lo de las chicas que no eran las descamisadas de Perón sino la de la fiesta en marcha de orgullo LGTTB, y que además tenían argollas en la nariz, patines, tatuajes. Y que cultivaban una estética entre punk y el Puck de Sueño de una noche de verano de Shakespeare: “Nosotras decíamos ‘El placer es revolucionario’ y fuimos criticadas dentro del feminismo. Lo de mostrar las tetas está bien, porque es quitarle su significado obsceno paratransformarlo en una provocación política, claro que ya eso se hizo en los sesenta”.
¿Esta libertad de los cuerpos es un efecto por ósmosis de las luchas anteriores o se trata de otra historia que no se quiere discursiva. “La fiesta es” había dicho Fernanda Laguna.
“¿Despolitizada?” –pregunta María de La Fulana, una casa de lesbianas feministas: “Yo creo que esta marcha sirvió para hacerle un clic a la gente que fue por primera vez o que no tenía una relación cómoda con la militancia y fue mucha. Lo sabemos porque llamaron por teléfono. No creo que la convocatoria no haya sido política porque la hipocresía ya no es una palabra blanda y por los discursos que se dijeron. Lo comprendieron los HIJOS y las chicas de Lesbianas a la Vista que no estaban tan de acuerdo con la convocatoria, pero que cuando aparecieron los evangelistas con su cruz y su bandera argentina se pusieron a pintar unos carteles que decían: “Estamos como Dios en todas partes, pero nos divertimos más”. Esas chicas habían invitado a la plaza con un volante que denunciaba que la Ley Antidicriminatoria dictada por De la Rúa hoy es letra muerta, apoyaban el juicio en el exterior a los militares genocidas y usurpadores, repudiaban a Ruckauf que “olvida que las balas no matan el hambre sino a los hambrientos”. Y en el medio de la lectura, la música de los Redondos, las banderas del arco iris. Y las travestis “producidas” y por fin reconocidas por aquellas agrupaciones que sugerían que para ser feminista o lesbiana o feminista lesbiana no había que tener pito. Y Diana Bellessi, como siempre –por algo es poeta y hasta no le molesta la palabra poetisa– encontró en la marcha una metáfora fecunda: “Yo me considero de retaguardia, porque la retaguardia me liga a la parte de atrás de la murga adonde habitualmente van las mujeres que son la frontera entre la murga y el pueblo. Y siento que esa frontera es la auténtica vanguardia. Sé que hasta hace poco preocupaba la alta visibilidad de las travestis, porque ellas en estas marchas suelen llevarse la corona. Pero, cuando las chicas logremos erguirnos en nuestra soberanía como sujetos y nos arroguemos el derecho de estar en la plenitud del mundo, o sea que portemos nuestra propia corona sabremos que entregar la corona de vez en cuando, que la corona vaya de ida y vuelta no significa perder la cabeza”.

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