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flores fin de milenio

Como inopinado regalo de Navidad se estrena el 25 de diciembre El mundo no basta, la última de James Bond. En las recientes entregas, las partenaires del agente 007 ya no representan un imperativo de belleza inalcanzable aunque siguen teniendo un côté de irrealidad ligado al espíritu mismo de la serie. De hecho, no aparecen como rivales de las espectadoras ni provocan deseos de emulación. Difícil que a una mujer se le baje la autoestima viendo desvariar a Sophie Marceau, dar chapuzones forzados a Denise Richard o manejar una lancha embutida en un traje de navegar a esa chica Divito llamada María Grazia Cuccinota. Pero las chicas Bond siguen siendo los personajes de ficción más adecuados para encarnar el 2000.

Por Moira Soto

Como Afrodita –la diosa nacida de las olas– llegaba del mar, pero no sobre una gran concha dorada sino por sus propios medios, caminando desafiante. En lugar de la desnudez total de la Venus de Botticelli –apenas cubierto el vello del pubis por algunas mechas de la rubia cabellera que alcanzaba justito– Ursula Andress portaba un níveo bikini con puñal incorporado. Era Honey Rider, pescadora de perlas y caracoles, y quedó instalada se diría que para siempre, tan eterna como los diamantes, en el papel de la chica Bond por excelencia. Sexy, saludable, atlética, Ursula-Honey no sólo estuvo a la altura del naciente mito cinematográfico que iniciaba una larga y exitosa carrera, sino que fue una temprana adelantada de las chicas duras y autosuficientes de la última década en la pantalla.
La actriz sueca, pues, encabeza la serie de (alrededor de) 60 caras y cuerpos bonitos que despertaron el deseo –insaciable e irresistible– del licencioso agente 007: Bond, James Bond. Corrían los primeros 60 y las chicas Bond, atractivas y cachondas, casi siempre listas para retozar sin comprometerse ni nada, personajes de mínimo espesor humano pero máximo valor decorativo, resultaban una suerte de continuidad actualizada de las pinups, aquellas mujeres risueñas e insinuantes del cine cuyas efigies –ése era el eufemismo– elevaban la moral de los soldados norteamericanos en la Segunda Guerra y en Corea. Esas estrellas a su vez parecían otorgar materialidad y vida –hasta donde les daba el cuero– a las criaturas estilizadamente curvilíneas, demasiado perfectas que el artista peruano Alberto Vargas (por un tiempo se quitó la s que en inglés le daba un carácter posesivo cuando se hablaba de la Vargas Girl) diseñó para la revista masculina Esquire a partir de 1940. Criaturas de ensueño, maravillosamente terminadas, con un incitante aire de alegre y despreocupada disponibilidad. Las chicas de Vargas –cuyas primeras modelos fueron, no en vano, las bailarinas de Ziegfield– así como las de George Petty y otros notables dibujantes, a menudo (ellas) en apretados y breves pantaloncitos o transparentes deshabillés, a veces con prendas vagamente militares, acompañaron a los soldados y llegaron a ser consideradas –junto a determinadas actrices de carne y hueso– efectivas armas cuando no auténticas diosas de la guerra.


Sophie Marceau.

Denise Richard.

Grace Jones.

Britt Eckland.

Modelos para pinchar
Antes de la dictadura de las modelos, incluso antes de los desplegables con señoritas de pechos ubérrimos de Playboy, aparecieron entonces las pinups (literalmente: pinchar arriba) que, lo dicho, tuvieron su época de brillo y esplendor en la Segunda Guerra: los muchachos que marchaban a la lucha armada pinchaban las fotos o los dibujos de esas mujeres lindas y jóvenes, a la altura de la mirada, en cualquier superficie que cumpliese el papel de pared. Entre otras pinups, la más conocida y reproducida en papel fue Betty Grable, la de las largas piernas aseguradas en un millón de dólares y el culo demasiado chato para los cánones actuales. Según algunas opiniones, Betty fue la que más contribuyó a que Estados Unidos ganara la guerra de los 40: sus postales se repartían entre los G.I. a razón de veinte mil por semana. Pero también figuraba entre los envíos la rotunda Mae West cuyo pecho, no precisamente fraterno pero sí mullido, dio ideas a los combatientes que bautizaron con su nombre los chalecos inflables de salvataje. La platinadísima Jean Harlow, la exótica Dorothy Lamour, la reina del suéter Lana Turner, la rutilante Rita Hayworth (la bomba experimental que explotó en la isla Bikini se llamaba Gilda), figuraron en la primera línea de fuego.
Ya en los tiempos de la guerra de Corea, la pinup más deseada por las tropas era una espléndida castaña devenida rubia, que en el 51 posó desnuda, de perfil, desplegada sobre metros de terciopelo rojo, para un calendario. ¿Hace falta nombrar a Marilyn Monroe? Asimismo, en los años 50, Roger Vadim encuentra la materia prima ideal para la estrella sexy que haría furor: una francesita burguesa a la que le aclara y bate los pelos, bordea de negro sus ojos, embadurna su trompita de nena malcriada y la propone como animalito puro instinto en Y Dios creó a los hombres: Brigitte Bardot. Así como antaño las mujeres imitaron las hombreras y la boca de Joan Crawford, el mechón sobre el ojo de Veronica Lake o los pantalones de Marlene Dietrich, en los 50, la moda es revolverse el pelo, pintarse los ojos como un coatí y ponerse esos vestiditos de Vichy, de falsa ingenua que BB llevaba con tanta gracia cuando no andaba tranquilamente desnuda.
Al revés de varias de las actrices mencionadas, las chicas Bond no marcaron rumbos ni en la moda ni en las conductas. Las que realmente tenían personalidad y estilo –Honor Blackman, Carole Bouquet, Grace Jones (chica Bond relativa)– lo demostraron sin esfuerzo. Pero las otras, la mayoría, fueron meramente el recreo del guerrero y si las volvimos a ver, no nos acordamos demasiado. Excepción hecha de alguna star hollywoodense como Kim Basinger o de la ascendente Framke Jamssen –brillante par de la Assumpta Serna de Matador, al combinar orgasmo y muerte (del partner)– en El mañana nunca muere. Pero claro, la holandesa Jamssen se divirtió de lo lindo haciendo de chica (malísima) Bond sabiendo a priori que su carrera no dependía del agente gourmet: después de morir en su ley sadomaso en el correspondiente capítulo, se fue a laburar con Woody Allen en Celebrity.
Probablemente las Bond Girls en general no hicieron escuela porque su destino posterior a sus devaneos era –con suerte– convertirse en pinups, es decir, exhibirse desde posters para alimento de fantasías masculinas. Porque, la verdad, en los films de la serie, estas chicas venían producidas para ofrecerse como espectáculo, con todos los accesorios del caso –lencería, trajes de baño y de soirée, toallas y sábanas que tapaban hasta ahí– aunque sin distinguirse nunca por detalles excesivamente refinados de diseño. Además, las pinups de Bond no se desnudan nunca del todo, ni siquiera exhiben sus pechos de variado volumen y formato. Aun en épocas más recientes en que el desnudo femenino –parcial o total– es moneda corriente, ellas siguen sugiriendo pero no mostrando: en la última entrega de muy próximo estreno, El mundo no basta, las consabidas sábanas no dejan ver ni media teta francesa de Sophie Marceau, y las siliconas de Denise Richard hay que adivinarlas a través de la camiseta mojada. Las chicas Bond todavía prefieren evocar la desnudez y dejar con las ganas a los mirones de turno.


Maria Grazia Cuccinota.

Carole Bouquet.

Barbara Bach.

Honor Blackman


Donjuán light,
sibarita y pilchero

Las numerosas y diversas chicas Bond giran en derredor del astro rey que les da calor y placer, las redime o las castiga según corresponda a las características de cada una. James Bond, como casi todo el mundo sabe aquí y en la Malasia (Michelle Yeoh, de El mañana nunca muere, puede dar fe), ha sufrido una serie de inflaciones a lo largo de su aventurera existencia: cuando surgió de la imaginación y las experiencias de Ian Fleming, ex agente británico retirado en Jamaica, era un alter ego perfeccionado e idealizado del autor, que salía ileso y victorioso de sus aventuras a través de l4 novelas y dos libros de relatos cortos, material literario al que el presidente John Kennedy le dio un fuerte empujón publicitario al elogiarlo con fervor. La primera novela escrita fue Casino Royale, de la que curiosamente existen dos versiones que no se integran a la saga oficial: una para TV, de poca monta, con Barry Nelson, y otra cinematográfica, más ambiciosa pero frustrada, con David Niven, como el canchero agente.
En la veintena de films que empezaron a realizarse cuando los productores Albert Broccoli y Harry Saltzman acordaron una primera serie de seis para el afortunado sello United Artists, se pueden contabilizar: 7 con el incomparable, el supremo, el añoradísimo Sean Connery; 7 con el pánfilo, relamido, quiero y nunca puedo del todo Roger Moore; uno con el inconcebiblemente desubicado George Lazenby; 2 con el sombrío zorrito Thimoty Dalton, y –hasta estas Navidades– 3 con el –para decirlo hispánicamente– guaperas, impecable maniquí y no actor (por momentos, parece especializado en la difícil técnica de los kokken, los hombres que en el No y el Kabuki interpretan la ausencia...) Pierce Brosnan. Recordemos que en sus tiempos, Fleming había posado sus ojos en Cary Grant.
En el cine, el personaje del agente secreto fue siendo progresivamente potenciado, tanto para lucir despliegue de producción, tarjetas postales de regiones exóticas y chicas divinas, cuanto para justificar su prolongada existencia magnificando a los villanos y sus esbirros (ya sin Guerra Fría que justificara el accionar de Bond). En cuanto al tema mujeres, casi desde el vamos se supo que James era del tipo “culo veo, culo quiero”, y que ni siquiera las damas fuertes con perfume de lesbianismo –por caso, Pussy Galore a cargo de Honor Blackman en Dedos de oro, 1964– lograban sustraerse a sus avances.
Donjuán de pacotilla que no debe esforzarse en conquistar, habitualmente James Bond apenas necesita insinuarse para que las chicas caigan encantadas como moscas en la miel. No hay búsquedas metafísicas ni desafíos soberbios en este mujeriego infatigable que desde luego se cree un amante habilísimo y que utiliza mínimas formas aggiornadas del amor cortés –algún piropo más o menos ingenioso, digamos– para conducir a las chicas a la cama donde funcionales sábanas taparán desnudeces, y nunca jamás se darán detalles específicos de las prácticas sexuales que se llevan a cabo.
James Bond la va de catador de mujeres (y no sólo de champaña) y nunca promete nada para el futuro, salvo en una fatal oportunidad en que –¡en la piel de George Lazenby!– se casaba con Diana Rigg y acto seguido lo enviudaban, en Al servicio secreto de Su Majestad (1969). Tampoco las chicas que se deslizan rápidamente en los brazos de 007 presumen ni de vírgenes ni de mártires: coquetean, disfrutan y aceptan tácitamente que los amoríos del agente no son para la eternidad. Además, él las convida con la mejor bebida (Dom Perignon 53, Johnny Walker DeLuxe, Mouton Rothschild 53m Tattinger blanc de blanc) a la temperatura exacta. En fin, que ellas no pierden nada, excepto en alguna oportunidad desdichada, la vida (para salvar la de él que, obvio es señalarlo, vale mucho más).


Ursula Andress.
Probablemente las Bond Girls en general no hicieron escuela porque su destino posterior a sus devaneos era –con suerte– convertirse en pinups, es decir, exhibirse desde posters para
alimento de fantasías masculinas.



Villanas y Conversas

Aunque comúnmente se suele caracterizar a las chicas Bond como objetos suntuosos al servicio de los deseos del agente, lo real es que –independientemente del trazo epidérmico de estos personajes– a menudo ellas son mujeres autónomas que ejercen un oficio o profesión: espías, geólogas, técnicas de informática, chelistas, agentes de seguridad y últimamente (Sophie Marceau y Denise Richard, respectivamente, en El mundo no basta, que se estrena el próximo 25) empresarias inescrupulosas y especialistas en armas nucleares. Más raras son las mantenidas por villanos poderosos, como Shirley Eaton en Dedos de oro (1964) o Teri Hatcher en El mañana nunca muere (1997) y ¿casualmente ? ambas mueren después de acostarse con 007. Es decir, que hay chicas Bond objeto listas para el cachondeo, y chicas Bond a veces objetoras, que lo enfrentan, listas a secas (chiste bondiano: la mayoría termina mojada...).
Total, que el agente ha tenido a lo largo de su larga carrera fílmica unas sesenta amantes al paso, como los copetines de antes, y una esposa legal que no podía durar. (¿Un Bond adúltero? Inimaginable. ¿Un Bond fiel? Menos todavía.) Chicas de casi todas las nacionalidades y etnias, aunque para las negras (Grace Jones en En la mira de los asesinos, 1985, y Gloria Hendry en Vivir y dejar morir, 1973) quedaron reservadas únicamente las villanas, atractivas pero irredentas. Hay otras malvadas sin remedio: Barbara Carrera estuvo fantástica en Nunca digas nunca jamás (1983), pero la villana que se lleva las palmas y la palmera toda es la magnífica Lotte Lenya, fuera del mercado chicas Bond por edad, asesina equipada con cuchillos en la punta de sus zapatos, dominatrix destructiva vocacional.

En las últimas entregas, las chicas Bond ya no representan un imperativo de belleza inalcanzable aunque siguen teniendo un côté de irrealidad ligado al espíritu mismo de la serie. De hecho, no aparecen como rivales de las espectadoras ni provocan deseos de emulación. Están ahí, en la galaxia Bond, lejos de cualquier situación que remita a la vida cotidiana o la domesticidad. Difícil que a una mujer se le baje la autoestima viendo desvariar a Sophie Marceau, dar chapuzones forzados a Denise Richard o manejar una lancha embutida en un traje de navegar a esa chica Divito llamada María Grazia Cuccinota.
Por lo demás, tenemos ahora –desde Goldeneye, 1995– a la grandiosa Judi Dench como la jefa de 007. Sabia, aplomada, con una chispita de humor en sus ojos, se permite tratar al donjuán light de “dinosaurio misógino”. Entretanto, Barbara Broccoli, hija del fallecido Albert, ayudante de dirección y productora asociada en películas anteriores de la saga, ha tomado la posta de su visionario padre y nos garantiza la continuidad. De Bond, James Bond y su variopinta y siempre renovada colección de chicas.