Como
Afrodita la diosa nacida de las olas llegaba del mar,
pero no sobre una gran concha dorada sino por sus propios medios,
caminando desafiante. En lugar de la desnudez total de la Venus de
Botticelli apenas cubierto el vello del pubis por algunas mechas
de la rubia cabellera que alcanzaba justito Ursula Andress portaba
un níveo bikini con puñal incorporado. Era Honey Rider,
pescadora de perlas y caracoles, y quedó instalada se diría
que para siempre, tan eterna como los diamantes, en el papel de la
chica Bond por excelencia. Sexy, saludable, atlética, Ursula-Honey
no sólo estuvo a la altura del naciente mito cinematográfico
que iniciaba una larga y exitosa carrera, sino que fue una temprana
adelantada de las chicas duras y autosuficientes de la última
década en la pantalla.
La actriz sueca, pues, encabeza la serie de (alrededor de) 60 caras
y cuerpos bonitos que despertaron el deseo insaciable e irresistible
del licencioso agente 007: Bond, James Bond. Corrían los primeros
60 y las chicas Bond, atractivas y cachondas, casi siempre listas
para retozar sin comprometerse ni nada, personajes de mínimo
espesor humano pero máximo valor decorativo, resultaban una
suerte de continuidad actualizada de las pinups, aquellas mujeres
risueñas e insinuantes del cine cuyas efigies ése
era el eufemismo elevaban la moral de los soldados norteamericanos
en la Segunda Guerra y en Corea. Esas estrellas a su vez parecían
otorgar materialidad y vida hasta donde les daba el cuero
a las criaturas estilizadamente curvilíneas, demasiado perfectas
que el artista peruano Alberto Vargas (por un tiempo se quitó
la s que en inglés le daba un carácter posesivo cuando
se hablaba de la Vargas Girl) diseñó para la revista
masculina Esquire a partir de 1940. Criaturas de ensueño, maravillosamente
terminadas, con un incitante aire de alegre y despreocupada disponibilidad.
Las chicas de Vargas cuyas primeras modelos fueron, no en vano,
las bailarinas de Ziegfield así como las de George Petty
y otros notables dibujantes, a menudo (ellas) en apretados y breves
pantaloncitos o transparentes deshabillés, a veces con prendas
vagamente militares, acompañaron a los soldados y llegaron
a ser consideradas junto a determinadas actrices de carne y
hueso efectivas armas cuando no auténticas diosas de
la guerra.
Sophie
Marceau.
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Denise
Richard.
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Grace
Jones.
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Britt
Eckland.
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Modelos
para pinchar
Antes de la dictadura de las modelos, incluso antes de los desplegables
con señoritas de pechos ubérrimos de Playboy, aparecieron
entonces las pinups (literalmente: pinchar arriba) que, lo dicho,
tuvieron su época de brillo y esplendor en la Segunda Guerra:
los muchachos que marchaban a la lucha armada pinchaban las fotos
o los dibujos de esas mujeres lindas y jóvenes, a la altura
de la mirada, en cualquier superficie que cumpliese el papel de pared.
Entre otras pinups, la más conocida y reproducida en papel
fue Betty Grable, la de las largas piernas aseguradas en un millón
de dólares y el culo demasiado chato para los cánones
actuales. Según algunas opiniones, Betty fue la que más
contribuyó a que Estados Unidos ganara la guerra de los 40:
sus postales se repartían entre los G.I. a razón de
veinte mil por semana. Pero también figuraba entre los envíos
la rotunda Mae West cuyo pecho, no precisamente fraterno pero sí
mullido, dio ideas a los combatientes que bautizaron con su nombre
los chalecos inflables de salvataje. La platinadísima Jean
Harlow, la exótica Dorothy Lamour, la reina del suéter
Lana Turner, la rutilante Rita Hayworth (la bomba experimental que
explotó en la isla Bikini se llamaba Gilda), figuraron en la
primera línea de fuego.
Ya en los tiempos de la guerra de Corea, la pinup más deseada
por las tropas era una espléndida castaña devenida rubia,
que en el 51 posó desnuda, de perfil, desplegada sobre metros
de terciopelo rojo, para un calendario. ¿Hace falta nombrar
a Marilyn Monroe? Asimismo, en los años 50, Roger Vadim encuentra
la materia prima ideal para la estrella sexy que haría furor:
una francesita burguesa a la que le aclara y bate los pelos, bordea
de negro sus ojos, embadurna su trompita de nena malcriada y la propone
como animalito puro instinto en Y Dios creó a los hombres:
Brigitte Bardot. Así como antaño las mujeres imitaron
las hombreras y la boca de Joan Crawford, el mechón sobre el
ojo de Veronica Lake o los pantalones de Marlene Dietrich, en los
50, la moda es revolverse el pelo, pintarse los ojos como un coatí
y ponerse esos vestiditos de Vichy, de falsa ingenua que BB llevaba
con tanta gracia cuando no andaba tranquilamente desnuda.
Al revés de varias de las actrices mencionadas, las chicas
Bond no marcaron rumbos ni en la moda ni en las conductas. Las que
realmente tenían personalidad y estilo Honor Blackman,
Carole Bouquet, Grace Jones (chica Bond relativa) lo demostraron
sin esfuerzo. Pero las otras, la mayoría, fueron meramente
el recreo del guerrero y si las volvimos a ver, no nos acordamos demasiado.
Excepción hecha de alguna star hollywoodense como Kim Basinger
o de la ascendente Framke Jamssen brillante par de la Assumpta
Serna de Matador, al combinar orgasmo y muerte (del partner)
en El mañana nunca muere. Pero claro, la holandesa Jamssen
se divirtió de lo lindo haciendo de chica (malísima)
Bond sabiendo a priori que su carrera no dependía del agente
gourmet: después de morir en su ley sadomaso en el correspondiente
capítulo, se fue a laburar con Woody Allen en Celebrity.
Probablemente las Bond Girls en general no hicieron escuela porque
su destino posterior a sus devaneos era con suerte convertirse
en pinups, es decir, exhibirse desde posters para alimento de fantasías
masculinas. Porque, la verdad, en los films de la serie, estas chicas
venían producidas para ofrecerse como espectáculo, con
todos los accesorios del caso lencería, trajes de baño
y de soirée, toallas y sábanas que tapaban hasta ahí
aunque sin distinguirse nunca por detalles excesivamente refinados
de diseño. Además, las pinups de Bond no se desnudan
nunca del todo, ni siquiera exhiben sus pechos de variado volumen
y formato. Aun en épocas más recientes en que el desnudo
femenino parcial o total es moneda corriente, ellas siguen
sugiriendo pero no mostrando: en la última entrega de muy próximo
estreno, El mundo no basta, las consabidas sábanas no dejan
ver ni media teta francesa de Sophie Marceau, y las siliconas de Denise
Richard hay que adivinarlas a través de la camiseta mojada.
Las chicas Bond todavía prefieren evocar la desnudez y dejar
con las ganas a los mirones de turno.
Maria
Grazia Cuccinota.
|
Carole
Bouquet.
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Barbara
Bach.
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Honor
Blackman
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Donjuán light,
sibarita y pilchero
Las numerosas y diversas chicas Bond giran en derredor del astro rey
que les da calor y placer, las redime o las castiga según corresponda
a las características de cada una. James Bond, como casi todo
el mundo sabe aquí y en la Malasia (Michelle Yeoh, de El mañana
nunca muere, puede dar fe), ha sufrido una serie de inflaciones a
lo largo de su aventurera existencia: cuando surgió de la imaginación
y las experiencias de Ian Fleming, ex agente británico retirado
en Jamaica, era un alter ego perfeccionado e idealizado del autor,
que salía ileso y victorioso de sus aventuras a través
de l4 novelas y dos libros de relatos cortos, material literario al
que el presidente John Kennedy le dio un fuerte empujón publicitario
al elogiarlo con fervor. La primera novela escrita fue Casino Royale,
de la que curiosamente existen dos versiones que no se integran a
la saga oficial: una para TV, de poca monta, con Barry Nelson, y otra
cinematográfica, más ambiciosa pero frustrada, con David
Niven, como el canchero agente.
En la veintena de films que empezaron a realizarse cuando los productores
Albert Broccoli y Harry Saltzman acordaron una primera serie de seis
para el afortunado sello United Artists, se pueden contabilizar: 7
con el incomparable, el supremo, el añoradísimo Sean
Connery; 7 con el pánfilo, relamido, quiero y nunca puedo del
todo Roger Moore; uno con el inconcebiblemente desubicado George Lazenby;
2 con el sombrío zorrito Thimoty Dalton, y hasta estas
Navidades 3 con el para decirlo hispánicamente
guaperas, impecable maniquí y no actor (por momentos, parece
especializado en la difícil técnica de los kokken, los
hombres que en el No y el Kabuki interpretan la ausencia...) Pierce
Brosnan. Recordemos que en sus tiempos, Fleming había posado
sus ojos en Cary Grant.
En el cine, el personaje del agente secreto fue siendo progresivamente
potenciado, tanto para lucir despliegue de producción, tarjetas
postales de regiones exóticas y chicas divinas, cuanto para
justificar su prolongada existencia magnificando a los villanos y
sus esbirros (ya sin Guerra Fría que justificara el accionar
de Bond). En cuanto al tema mujeres, casi desde el vamos se supo que
James era del tipo culo veo, culo quiero, y que ni siquiera
las damas fuertes con perfume de lesbianismo por caso, Pussy
Galore a cargo de Honor Blackman en Dedos de oro, 1964 lograban
sustraerse a sus avances.
Donjuán de pacotilla que no debe esforzarse en conquistar,
habitualmente James Bond apenas necesita insinuarse para que las chicas
caigan encantadas como moscas en la miel. No hay búsquedas
metafísicas ni desafíos soberbios en este mujeriego
infatigable que desde luego se cree un amante habilísimo y
que utiliza mínimas formas aggiornadas del amor cortés
algún piropo más o menos ingenioso, digamos
para conducir a las chicas a la cama donde funcionales sábanas
taparán desnudeces, y nunca jamás se darán detalles
específicos de las prácticas sexuales que se llevan
a cabo.
James Bond la va de catador de mujeres (y no sólo de champaña)
y nunca promete nada para el futuro, salvo en una fatal oportunidad
en que ¡en la piel de George Lazenby! se casaba
con Diana Rigg y acto seguido lo enviudaban, en Al servicio secreto
de Su Majestad (1969). Tampoco las chicas que se deslizan rápidamente
en los brazos de 007 presumen ni de vírgenes ni de mártires:
coquetean, disfrutan y aceptan tácitamente que los amoríos
del agente no son para la eternidad. Además, él las
convida con la mejor bebida (Dom Perignon 53, Johnny Walker DeLuxe,
Mouton Rothschild 53m Tattinger blanc de blanc) a la temperatura exacta.
En fin, que ellas no pierden nada, excepto en alguna oportunidad desdichada,
la vida (para salvar la de él que, obvio es señalarlo,
vale mucho más).
Ursula
Andress.
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Probablemente
las Bond Girls en general no hicieron escuela porque su destino
posterior a sus devaneos era con suerte convertirse
en pinups, es decir, exhibirse desde posters para
alimento de fantasías masculinas.
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Villanas y Conversas
Aunque comúnmente se suele caracterizar a las chicas Bond como
objetos suntuosos al servicio de los deseos del agente, lo real es
que independientemente del trazo epidérmico de estos
personajes a menudo ellas son mujeres autónomas que ejercen
un oficio o profesión: espías, geólogas, técnicas
de informática, chelistas, agentes de seguridad y últimamente
(Sophie Marceau y Denise Richard, respectivamente, en El mundo no
basta, que se estrena el próximo 25) empresarias inescrupulosas
y especialistas en armas nucleares. Más raras son las mantenidas
por villanos poderosos, como Shirley Eaton en Dedos de oro (1964)
o Teri Hatcher en El mañana nunca muere (1997) y ¿casualmente
? ambas mueren después de acostarse con 007. Es decir, que
hay chicas Bond objeto listas para el cachondeo, y chicas Bond a veces
objetoras, que lo enfrentan, listas a secas (chiste bondiano: la mayoría
termina mojada...).
Total, que el agente ha tenido a lo largo de su larga carrera fílmica
unas sesenta amantes al paso, como los copetines de antes, y una esposa
legal que no podía durar. (¿Un Bond adúltero?
Inimaginable. ¿Un Bond fiel? Menos todavía.) Chicas
de casi todas las nacionalidades y etnias, aunque para las negras
(Grace Jones en En la mira de los asesinos, 1985, y Gloria Hendry
en Vivir y dejar morir, 1973) quedaron reservadas únicamente
las villanas, atractivas pero irredentas. Hay otras malvadas sin remedio:
Barbara Carrera estuvo fantástica en Nunca digas nunca jamás
(1983), pero la villana que se lleva las palmas y la palmera toda
es la magnífica Lotte Lenya, fuera del mercado chicas Bond
por edad, asesina equipada con cuchillos en la punta de sus zapatos,
dominatrix destructiva vocacional.

En
las últimas entregas, las chicas Bond ya no representan un
imperativo de belleza inalcanzable aunque siguen teniendo un côté
de irrealidad ligado al espíritu mismo de la serie. De hecho,
no aparecen como rivales de las espectadoras ni provocan deseos de
emulación. Están ahí, en la galaxia Bond, lejos
de cualquier situación que remita a la vida cotidiana o la
domesticidad. Difícil que a una mujer se le baje la autoestima
viendo desvariar a Sophie Marceau, dar chapuzones forzados a Denise
Richard o manejar una lancha embutida en un traje de navegar a esa
chica Divito llamada María Grazia Cuccinota.
Por lo demás, tenemos ahora desde Goldeneye, 1995
a la grandiosa Judi Dench como la jefa de 007. Sabia, aplomada, con
una chispita de humor en sus ojos, se permite tratar al donjuán
light de dinosaurio misógino. Entretanto, Barbara
Broccoli, hija del fallecido Albert, ayudante de dirección
y productora asociada en películas anteriores de la saga, ha
tomado la posta de su visionario padre y nos garantiza la continuidad.
De Bond, James Bond y su variopinta y siempre renovada colección
de chicas.