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Al maestro, con cariño
La aparición de Antes del fin ha actualizado un debate latente en la cultura argentina alrededor de la figura de Ernesto Sabato, erigido por los medios masivos de comunicación en el intelectual-faro de la patria. En un país cuya televisión enarbola como producción más intelectual el programa de Mariano Grondona, eso no sería raro. Lo raro es que además de ese masivo reconocimiento, Sabato sigue cautivando a un público inusitadamente juvenil y, además, cuenta con la general antipatía de los intelectuales y escritores argentinos. Ya sea por la comida con Videla de la cual Sabato participó junto con Borges y el padre Castellani, o por lo kitsch de su literatura, o por su humanismo inconmovible como una roca, o por sus dispositivos de autopromoción, lo cierto es que a Sábato se le niega el lugar prefe rencial que tiene en la cultura de masas. Un lugar similar al que tienen el ex fiscal Luis Moreno Ocampo o monseñor Laguna: el progresismo mediático. Habría que preguntarse si esa invención no es finalmente saludable porque mantiene una cierta conciencia política que la ciudadanía no podría hoy encontrar en otra parte, o si, por el contrario, su efecto es meramente catártico (la catarsis, como estrategia de consolidación del orden establecido, forma parte de un conjunto de dispositivos reaccionarios). No estaría mal, en ese punto, un debate general sobre el papel que la pala- bra política representa en los medios masivos de comunicación. Y sin embargo, y pese a todo, Ernesto Sabato forma parte del patrimonio de recuerdos de una generación. Tal vez en las vestiduras desgarradas de hoy haya que leer el arrepentimiento por un vicio juvenil. Pero, en todo caso, lo que debería entenderse es que la literatura de Sábato representa parte de la vida de muchos que hoy producen arte y cultura -por una razón- o por la otra. Alejandra Vidal Olmos es un personaje mítico de la literatura argentina y muchos -María Moreno, Juan Forn- prefieren su fuerza, su conciencia desgarrada, su intensidad suicida e incestuosa a la vacuidad juguetona (sexualmente juguetona) de Lucía, la Maga. El Informe sobre ciegos (su pretendida realidad formó parte de muchas nietzscheanas especulaciones juveniles), sin duda alguna, es la más célebre ficción incluida en otra ficción de toda la literatura argentina (una literatura domi- nada por la idea de inclusión, típicamente borgeana). En la década del setenta, Eduardo Falú grabó (y cantó junto con Sabato ante 20.000 personas atónitas en el hipernacionalista Festival de Cosquín) una versión musicalizada del Romance de la muerte de Juan Lavalle, otra de las líneas argumentales de Sobre Héroes y Tumbas. Muchos jóvenes de entonces creyeron que en esa amalgama de historia y escritura había una potencia, por lo menos, antiimperialista. Otros niños (o jóvenes) de entonces elegían esa utopía patagónica y homoerótica: el simultáneo repiqueteo de las micciones de Martín y un camionero al costado de la ruta, ventosa y desierta -fantasía homosexual típica de la clase media urbana acomodada-. Algunos políticos de hoy -que prefieren permanecer en el anonimato- esperaron durante horas en un banco frente a la iglesia redonda de Cabildo y Juramento que algo sucediera. Y algo sucedió: ahora hay allí terrazas para tomar algo, al caer la tarde. Alan Pauls recuerda una lectura febril en Alta Gracia del vanguardismo de Abbadon, el exterminador, novela que la crítica francesa aclamó y premió con el título de mejor libro extranjero -en un momento en que las instituciones culturales no eran tan previsibles como ahora-. En todo caso Sabato siempre funcionó bien (así lo seña-lan todos los testimonios) como entrada a la literatura de verdad. Si el problema son las ideas de Sabato sobre el mundo, pues bien: son ideas sencillas (Guillermo Saccomanno: Ernesto Sabato es el abuelo de Mafalda. La gente que lo lee, quiere creer en Dios). Sus alocuciones a la juventud siempre encontraron espíritus sensibles dispuestos a llamarlo a su casa de Santos Lugares (y es tan distinto llamar a Santos Lugares que llamar a Barrio Norte, o Adrogué) para agradecerle, sencillamente, todo. ¿Cómo ignorar una posición semejante? Hacia mediados de la década del sesenta, un puñado de jóvenes brillantes salieron a decir por las calles de París que estaban hartos de Sartre y su humanismo embarrado por la historia. Foucault, Lévy-Straus, Barthes, Lacan, Derrida (no necesariamente en ese orden) derrocaron al intelectual-faro de la Francia de postguerra. Esa operación de desplazamiento es siempre legítima porque hace a una política del presente. De Sartre queda una obra, que se puede releer, comentar, usar. Casi nadie cree que de Sabato pueda decirse lo mismo, lo que tal vez sea cierto, o no. La importancia de llamarse Ernesto por Eduardo Grüner Sabato puede ser el escritor argentino y el defensor de los derechos humanos, no por la integridad de su trayectoria intelectual y política sino porque es parte de una sociedad que, en alguna medida, optó por el silencio o la delación. Esta hipótesis sin duda audaz (enunciada en el excelente ensayo de María Pía López y Alejandro Korn, Sabato o la moral de los argentinos, Buenos Aires, América Libre, 1997) es seguramente discutible. Quiero decir: merece ser discutida. En su contundencia, que alguien podría pensar provocativa o excesivamente dura, tiene la gran ventaja de colocar a La hipótesis de marras, decíamos, tiene la ventaja de no responder desde afuera: se ubica en el mismo terreno para desplazar sus coordenadas, para historizarlo y desfetichizarlo, mostrando a la estatua incólume como el producto de un trabajoso trabajo, a cargo -para empezar- del propio personaje, desde ya; pero también de ciertos operadores más mediáticos que realmente intelectuales: Grondona y similares como ejemplo privilegiado. Así, el más allá se revela como un más acá: la universalidad de Sabato no parece ser más que una sumatoria de particulares oportunidades del escritor, que -según indiquen conveniencias coyunturales e inflexiones estilísticas de los medios entrevistadores, es decir el target de la estrategia de marketing- pudieron ser más o menos de izquierda o de derecha (incluso de extremo centro); gorilas o defensoras de las pobres masas engañadas por el maquiavélico Perón; pesimistas o esperanzadas; autoritarias o democráticas; pacifistas o agresivas; explicadoras del plácido almuerzo con Videla o de la presidencia de la Conadep. Pero siempre, claro, comprensivas: en el doble sentido de que sobrevuelan todos los temas posibles con la sabiduría del más craso sentido común, y de que lagrimean empáticamente por el dolor de las víctimas, sin preguntar de qué lado están o por qué causa combaten; y desde luego sin perder el ceño fruncido, el gesto adusto, la fonética profunda y el dedo admonitorio que corresponden al anciano oráculo transmitiendo su experiencia a la juventud desconcertada. O sea: la Voz del Equilibrio, el Profeta del Justo Medio, que ha logrado (trabajosamente, recordemos) conquistar para su propia posteridad ese lugar de Indiscutible/Inimputable. ¿Cómo? Por la vía de decirle lo que quiere escuchar a una sociedad que se imagina a sí misma como el epítome, justamente, del Equilibrio con mayúscula: una sociedad de Clase Media por Excelencia, una sociedad de ángeles que -vaya a saberse por qué maquinaciones incomprensibles de las Fuerzas del Mal- se ha visto sistemáticamente acechada por los Demonios de la Historia. En el pasado reciente, dos: no es menor consecuencia de aquella hipótesis el copyright sabatino de la triste Teoría de los Dos Demonios, que iguala a los que .aunque se los piense metodológicamente equivocados, como es el caso del que esto escribe- adoptaron la honda de David, equiparados con un Goliat (o un Leviatán) que utilizó ilegal e ilegítimamente todo el poder del Estado para una sistemática y clandestina política de exterminio no sólo (aunque ya hubiera sido suficientemente perverso) contra los metodológicamente equivocados. Peor, al menos desde un punto de vista teórico-ideológico: la Teoría de Ambos (y equivalentes: no olvidemos el necesario Equilibrio) Demonios es tributaria de una concepción de la Historia como producto de la decisión de las elites de diverso signo, con el Pueblo como testigo mudo, pasivo y, ni hablar, femenino: alguien, Algo, a ser seducido y generalmente abandonado. Y que desde luego no puede entender lo que pasó hasta que el Profeta Multipremiado venga a revelarle la teológica explicación de su Destino. Se entiende perfectamente, en cambio, que la Sociedad de Clase Media por Excelencia (impotente para hacerse cargo de que ya ni siquiera es eso) festeje en el Profeta el reconocimiento que él le otorga de su natural y angélica Inocencia, aunque sea tiñendo su discurso grave de un pesimismo levemente sombrío .-que es, ya se sabe, la manera más rápida de sacar patente de profundidad-. A su vez, para la susodicha Sociedad es la manera más rápida de sacar patente de humanista progre: ese del cual Sartre dice que también quiere al gato, al perro, a todos los mamíferos superiores. Sí, pero, ¿y Sabato, el escritor argentino? Estamos en el mundo del Gran Malentendido: Sabato no es, va de suyo, un gran escritor: aunque aspire -porque aspira- al trono sarmientino, no puede legítimamente colocarse su busto al lado de los de Borges, Arlt, Cortázar o Bioy, por sólo apelar al panteón canónico local. Sin embargo (el Equilibrio, el Equilibrio), tampoco es tan mal escritor como algunos críticos han decidido: en Sobre héroes y tumbas, en El Túnel, incluso en Abaddón... hay páginas mínimamente atendibles. Así que, otra hipótesis: parecería que tanto la Sociedad de Clase Media por Excelencia -que lo ha consagrado, sin leerlo demasiado, como el Rey de la República de las Letras vernácula- como la Crítica Implacable -que menosprecia su estilo hondamente epidérmico- podrían ser víctimas, por razones opuestas pero complementarias, del Gran Malentendido. A saber: el de juzgarlo, en tanto escritor, por el lugar Políticamente Ultracorrecto que ha logrado (trabajosamente) conquistar. Maravillas de la dialéctica: porque políticamente Sabato puede ser todo y nada al mismo tiempo, para la Sociedad de Clase Media por Excelencia es la Literatura, que está en todas partes y en ninguna; por la misma razón, para la Crítica Implacable, que ha hecho del tiren contra Sabato un verdadero deporte nacional (o por lo menos gremial), Sabato no tiene nada que ver con la literatura. O sea: por vías inescrutablemente convergentes, la viñesca inimputabilidad del Vate queda solidificada en su inmovilidad mineral, extrahistórica, transideológica, metapolítica y supraestética. Quod erat demonstratum. Al menos, era lo que querían demostrar Grondona y similares. No hay duda de que sólo así se puede ser la conciencia moral de los argentinos (los de la Clase Media por Excelencia, se entiende). Pensando en todo lo cual uno no puede dejar de recordar una escena de una vieja película en la que un malvado Marlon Brando toma un baño de espuma y Jack Nicholson, intentando darle un trompis, falla el golpe y agarra un puñado de etéreas pompas de jabón, ante lo cual exclama: Pero... ¡usted ni siquiera está ahí! La educación sentimental por Ariel Schettini Ya en su anunciado ocaso, antes de su muerte, el intelectual argentino por antonomasia -no otro es el lugar que Ernesto Sabato imagina ocupar- entrega a sus compatriotas su palabra definitiva. Antes del fin es un libro que se presenta como una memoria y balance de su vida en la que las anécdotas dejan lugar a la reflexión, la cita y los retazos de recuerdo. Lúcido y amargado, con esa tristeza que amalgama toda su obra y sus intervenciones públicas, Sabato confirma y ratifica, en este libro, toda su vida. Como intelectual humanista y ecuménico, sabe que su lugar es el de la opinión sin concesiones y la resistencia generalizada. Sabe que su lugar es el del ciudadano iluminado que interpela y no se entrega. Sabe, finalmente, que su palabra debe tener un gesto de exagerada firmeza para volverse efectiva.
Del mismo modo, este hombre de conducta ejemplar en la vida de los argentinos (siempre hizo lo correcto: almorzar con Videla cuando se lo pidieron, condenar moralmente a Videla cuando los tiempos lo reclamaban) juega su rol de francotirador, sabiendo que esa debilidad de solitario y esa duda constante que ostenta son sus armas más fuertes para seducir, encantar, generar empatía y provocar la complicidad de sus lectores. Sabato sufre por la humanidad, por el progreso, por la muerte, por el agujero de ozono, por la enfermedad de sus parientes, por una mujer que viaja en el tren con un bebé, por la guerra en Yugoslavia, por los dos mil millones de muertos de hambre en el mundo y por la creación de supermercados; y ese martirio lo salva y lo consagra, lo glorifica y lo deja, finalmente, inmóvil, tieso, inerme. Como nos pasa a todos. Frente a la catástrofe generalizada y al colapso inminente (que, de acuerdo con su memoria, sus libros vaticinaron hace mucho tiempo, dicho sea de paso), su voz es nada más que eso, una voz. Y nada menos, claro. Sabato se preocupa con la voz de un hombre mayor, de un padre severo y con la autoridad que le dan los años, la experiencia y el haber sido testigo o haber estado en el centro de la escena en todos los momentos decisivos de la historia más reciente. Y ese poder lo hace confiar en su palabra excesivamente. De modo que sus problemas más profundos no superan el tono coloquial y ligero con el que un adolescente finge o juega a que se pone serio. Ecologista, izquierdista, antimaterialista, político, hermano, marido, escritor de ficciones, pintor, científico, profesor de teoría cuántica y relatividad, presidente de la Conadep, best seller, ensayista, investigador de rayos cósmicos, entre otras cosas, ese modo inespecífico de acercarse a la comprensión del mundo, lo hace también un militante contra la especialización y la tecnificación creciente. Para confirmar que sus ideas no estaban equivocadas, se cita a sí mismo y ratifica sin pudor lo dicho hace casi medio siglo en Hombres y engranajes, aun en contra de muchos intelectuales argentinos que lo han calificado de autoritario, frívolo, acomodaticio, figura decorativa para sentar cerca de políticos, y finalmente vulgarizador kitsch del existencialismo de la posguerra europea.
Hacia el fin de su vida y de toda la vida, el mundo turbio de Sabato sigue brillando, y esa contradicción -que hace triunfar al fracaso, festejar la derrota y hacer ganancia de todo lo perdido-, entre las muchas que lo acosan y lo acosaron, acompañó el destino de los argentinos por más de medio siglo. Acaso su éxito y su celebridad sean el emblema de la simplificación de toda resistencia política y cultural. Sabato es para la masa de público, sin dudas, nuestro intelectual nacional y sus ensayos siguen interpelándonos, como él mismo percibe. Algo debe decir eso de la cultura en que vivimos -de su inmovilidad, de sus carencias, de su falta de respuestas y de su incapacidad de transformarse, de plantear nuevas preguntas, de desafiar nuevos horizontes: la palabra de Sabato sigue siendo la voz rectora. Hay un momento previsto para todos, en el que la distancia de las cosas y la cercanía de la muerte permiten a un hombre encontrar la perspectiva desde la cual la complejidad del mundo deviene una serie de hechos que pueden ser reducidos a unas pocas palabras. Y ése es el gesto de superioridad despojada con el cual Sabato enfrenta, página tras página de su último libro, el fin. Ese movimiento -que puede ser valioso en el intelectual que trató de echar luz sobre lo difícil, de mirar sobre lo no visto, con temeridad y sin esquivos-, en el caso de Ernesto Sabato, es apenas una lágrima más en su mundo en el que el llanto es casi su única y lacónica respuesta sincera. ![]()
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