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Cuatro mil páginas de actos impuros

por Alicia Martínez Pardíes

Pasolini habla de El desprecio de la provincia por primera vez en octubre de 1952. Lo hace en una carta a otro escritor, el siciliano Leonardo Sciascia, entonces director de la revista Galleria. Ha casi terminado, le comenta, una novela “tradicional”, que podría gustarle a un público no restringido: “Tengo una propuesta para que usted analice con la mayor imparcialidad: ¿estaría dispuesto a publicar por entregas, en Galleria, un cuento largo (casi una novela)? El título es El desprecio de la provincia, está ambientado entre el Friuli y Trieste, y tiene una trama bastante interesante, incluso para un lector medio. Le hago esta propuesta sobre todo para decidirme a terminar la novela: algo que, de otra forma, postergaré hasta el infinito (...) Piénselo, con la máxima libertad”.

Sciascia rechazó la oferta; prefirió publicar en la revista un cuento autónomo (“Primavera sobre el Po”) de Pasolini. El desprecio de la provincia quedó así en una suerte de olvido.

Pasolini vivía desde hacía dos años en Roma (“toda vicio y sol...”), una ciudad que lo sedujo tanto como para confesarle a un amigo: “Aquí estoy enteramente perdido y es difícil encontrarme, tanto para mí como para los demás”. Sin embargo, la geografía del Friuli -de la que había escapado junto con su madre, dejando atrás a su padre y una denuncia por actos obscenos y corrupción de menores- lo “encuentra” igual: irrumpe en su vida romana con citaciones judiciales que lo obligan a alternar sus días en la capital con las idas y venidas de ese proceso, al que se irán sumando otras denuncias y otros juicios.

Las audiencias en tribunales lo hacen volver a los lugares de su juventud, durante viajes tristísimos hacia el Palacio de Justicia, divididos entre la nostalgia y el desprecio hacia la cultura “provinciana”, “pueblerina”, que aún domina sus recuerdos. Las cartas de esa época registran parte de esos viajes extenuantes: “Querido Cavazza, el tren tenía, como sabrás, casi seis horas de atraso: por lo tanto, me apoyé en la ventanilla tan resignado a no verte que, en efecto, no te vi. Humanizaste la estación de Bologna, que desde hace tanto tiempo se había encerrado en hostilidad hacia el extranjero. Pero volveré a pasar, volveré a pasar, Matusalem de la Justicia, directo al eterno Friuli”. El “eterno Friuli”, ese “Matusalem de la Justicia”, es el mismo que sirve como escenario a la novela y al que en otra carta define como “aquella jungla de cobras que es la provincia, el Friuli”.

ACTOS IMPUROS Pasolini había festejado el fin de año de 1951 en Venecia, con tres amigos (Comisso, Biasutti y Naldini). Allí había quedado implicado en una nueva causa judicial -ebriedad y participación en una pelea que siguió al robo de una billetera- y pasado la noche en el cuarto de una comisaría: estos episodios están incluidos en El desprecio de la provincia (novela de la que se publica un fragmento en estas páginas). Comisso queda escondido detrás de la inicial de su apellido y el recuerdo de la última noche del año se confunde con otros elementos, más dolorosos, relacionados en buena parte con lo que lo esperaba en los tribunales.

Los relatos de la novela fueron escritos casi de inmediato a esa fecha y de los nueve capítulos previstos (la estructura estaba clara desde los primeros apuntes, según consigna Walter Siti -curador de las obras completas y uno de los mejores especialistas en Pasolini-, como se podía deducir del índice manuscrito que aparece en uno de sus cuadernos negros), dos quedaron por escribir o reescribir. Un vacío que coincide con el nudo de la historia: la narración del escándalo que había protagonizado, y que obligó a su amigo Biasutti a dejar el Fruili junto a su madre, tal como lo había hecho Pasolini, sólo un par de años atrás.

“ESTAS NOTAS JAMAS FUERON ESCRITAS”La frase acompañaba una serie de notas a la novela Divina Mímesis y es uno de los tantos textos pasolinianos que, hasta ahora, habían permanecido inéditos. La “consagración” editorial de la obra de este protagonista del Novecento italiano -cómplice y víctima, pero constructor absoluto de su propio mito- seguramente satisface el ansia de fans, críticos, seguidores y detractores. La producción íntegra de Pasolini tiene, por fin, una edición completa, de lujo. Pero entre las miles y miles de páginas de las obras de este artista que llevó más allá de cualquier límite y mandato su escritura y su cuerpo, hay más de 300 páginas con cartas, primeras versiones, capítulos excluidos y notas que Pasolini, hiperlúcido hasta su muerte, decidió no publicar por distintos motivos, imposibles ya de conocer. Un deseo no respetado por, como escribió Pasolini, “éste, nuestro mundo humano, que a los pobres les saca el pan y a los poetas la paz”.


actitud...

por Daniel Link

La incomodidad que provoca la figura de Pasolini (las razones por las cuales, seguramente, a Italia le costó mucho tiempo recuperar una obra que, ya desde el comienzo, estaba destinada a convertirse en la Gran Obra italiana del siglo) reposa seguramente en su radicalidad (su extremismo) en todas las direcciones. Escritor homosexual, Pasolini no puede ser recuperado como tal, en un universo (lo “gay”) cuya iconografía y cuyos “valores” (repugnantes) son exactamente los contrarios a los propuestos por Pasolini. Escritor políticamente revolucionario, sus posiciones incomodaron siempre tanto al Partido Comunista cuanto a los intelectuales europeos progresistas de su época (Roland Barthes, Michel Foucault), una incomodidad comprensible sobre todo porque los giros de la Historia terminaron dando la razón a Pasolini, el solitario, el outsider (se sentía ideológicamente “en una soledad total. Prácticamente a la deriva”). Católico de formación, sus posiciones escandalosas nunca pudieron ser recuperadas por la Iglesia, que sigue indicando el materialista El evangelio según San Mateo como película obligatoria en los colegios confesionales, para desesperación de las monjitas del mundo.

¿En qué radica la grandeza de Pasolini? No son sólo su exterioridad respecto del sentido común ni su negatividad (su total y definitivo rechazo del mundo, tal como puede leerse en la “Abjuración de la Trilogía de la vida”, tal como puede verse en su última, mortuoria película, Saló o las 120 jornadas de Sodoma) las que lo convierten en el mejor poeta, el mejor cineasta, el mejor teórico, el mejor ideólogo, el mejor novelista (¡el mejor!, una y otra vez). Es también su capacidad para construir, cada vez, una respuesta nueva e inteligente al estado de la política, el cine o la literatura. Una respuesta que no es una “solución”. “Yo no propongo absolutamente ninguna solución. Para hacerlo, sería preciso que yo mismo la hubiese encontrado. No, mis films son films libres, en el sentido de experimentalismo, al que antes nos referíamos. No proponen ni salida ni solución. Son, a la manera del movimiento poético anteriormente evocado, poemas en forma de grito de desesperación”. Esa es la actitud-Pasolini: desesperación (ante el presente) y experimentación formal.

Una visita inoportuna Y pese a todo, Pasolini no es un vanguardista (están documentadas sus polémicas durante la década del sesenta con el vanguardista “Grupo 63”, especialmente con Edoardo Sanguinetti). La permanente vocación experimental de Pasolini va en otra dirección que la vanguardia.

De toda su obra, tal vez sea Teorema el momento de mayor claridad del proyecto “pasoliniano”. “La forma (de Teorema, el film) es muy experimental y ha podido asustar, desorientar, en relación a la forma de los films precedentes, al tipo de narración”. Un teorema inmediatamente evoca un modelo de ciencia. Un modelo teoremático (axiomático): la razón regulada por dispositivos para arribar a soluciones. Pero Teorema es otra cosa. Teorema (1968) es una película. Pero es también una novela (admirablemente traducida al castellano por Enrique Pezzoni) y un poema (admirablemente traducido al castellano por Arturo Carrera). Teorema (cualquiera sea la versión que elijamos) liga bien con las preocupaciones de los años sesenta pero se aleja del “sentido común” en su odio (entonces incomprensible) a la sociedad de masas. Pasolini postula un sistema de “interpretación” de las relaciones sociales y un modelo de acción política radicalmente nuevo.

Hay una casa y una familia de la alta burguesía milanesa. A esa casa llega el Huésped -tal vez ese mismo que esperan en vano Vladimir y Estragón en la justamente célebre Esperando a Godot: una nada, una belleza pura, total y exterior (“bello, como un americano”)- que, sucesivamente, cataliza y transforma en otra cosa a cada uno de los personajes (todos) con los que sexualmente se relaciona. El Huésped es ese que está “aquí sólo para ser odiado, para derribar y matar”. Es el Uno que divide (“El Huésped parece haberlos dividido entre sí”).

Aritmética y lucha de clases La belleza de Teorema es del orden (cómo podría ser de otro modo) matemático. Los personajes son siete (y todos sucumben a la fuerza sagrada del sexo del Huésped) y ya sabemos las inmensas posibilidades de sentido que el siete tiene en la cultura occidental -siete pecados capitales, séptimo arte, etc.-. De esos siete, cuatro constituyen la Familia burguesa (padre, madre, hijo, hija). Uno es el Huésped, completamente exterior y dos son transicionales o “marginales”: pertenecen y no pertenecen a ese orden burgués (porque son sirvientes: Emilia, Angiolino). Una familia de 4 (“pasivos bajo la luz que los baña como un milagro natural”), que representa una unidad (ideológica y cultural), un sistema de comportamientos, un lenguaje. El “problema” político (el teorema) es cómo intervenir en esa unidad, cómo “disolver” su identidad, dicho en el lenguaje de los sesenta: cómo acabar con la familia. Y dicho matemáticamente, ya que matemático es el lenguaje de Teorema -poema, novela o película-: ¿cómo se divide el 4?

Lo sabemos: el cuatro es divisible por sí mismo, por 2 y por 1. Y el problema político está planteado en Teorema porque el 4 es incapaz de dividirse a sí mismo -la familia burguesa existe en su persistencia- y porque los 2 que podrían dividir (teóricamente) el 4 no pueden hacerlo: los subalternos son heterogéneos entre sí (problema de conciencia): no saben que son 2.

Precisamente lo que el Huésped hace es disolver a los 4, no sin antes haber unido a los 2 que no saben que son 2, Emilia y Angiolino (el campo y el subproletariado urbano), unidos transitoriamente: “los dos, aliados por una vez, se dedican a los sagrados zapatos”; “ambos, se han hecho amigos desde que el Huésped ha llegado a la casa”. En el final (de la película, de la novela, del poema), el Huésped desaparece y Emilia queda sumida en la locura mística, Odetta en la locura catatónica y Pietro, el hijo convertido en artista de vanguardia, en la locura estética.

Eso, en 1968. La década del setenta -que encuentra a Pasolini batallando en la prensa, reescribiendo sus poemas, completando su monumental Trilogía de la vida (que es, además de una exaltación del sexo, una descripción de la formación del capitalismo)- mostrará que los 2, los subalternos, son instrumentalizados hasta en sus cuerpos. Es el momento de la “Abjuración de la Trilogía de la vida”. En esos cuerpos “populares” que Pasolini amaba se imponen ya los estereotipos de la cultura de masas: la comercialización del sexo.

Final La última película de Pasolini, Saló o las 120 jornadas de Sodoma (1975), adapta el texto de Sade y pone la acción en la república fascista de Saló. La sentencia de muerte contra Pasolini ya estaba dictada. El 2 de noviembre de 1975 fue asesinado por un muchacho al borde de un camino. El, que era el huésped, el 1 que venía a destruir la familia (o a construirla sobre nuevas bases), de pronto, ya no estaba.


El marroquí borracho

Evelino le lanzó una ojeada maliciosa. “Te vi”, dijo. “¿Me viste? ¿Dónde estabas?”
“Estaba en XXX, después de medianoche, hasta que salió el sol.”
“No me di cuenta.”
“Lo creo”, exclamó el muchacho, “estabas borracho como un marroquí”.
Biasutti rió. “¿Conociste marroquíes”, preguntó. “Yo jamás había visto uno. Después de la guerra, sólo me había alejado de mi pueblo para ir al burdel, en Udine.”
“En cambio, yo sí”, dijo Evelino con una chispa de malicia en los ojos.
“¿Cómo?, preguntó Biasutti.
“Inmediatamente después de la guerra”, exclamó el muchacho, “tenía doce años pero, ¡cuántas cosas me pasaron! Un día en ... conocí a un negro que quería llevarme con él a Pola, pero, aunque nos habíamos hecho muy amigos, yo le decía siempre que no; él insistía, no me dejaba en paz. El día antes de que partiera fuimos a un bar en Campo Santa Margherita; todos nos miraban porque en aquel tiempo, yo era más rubio que ahora, y él era negro como una caldera. Me había regalado una gorra blanca con visera. Nos sentamos en el bar, y empezamos a tomar, pero yo tomaba naranjada y Cocacola, y él licor. Ya borracho, me pidió que lo llevara al baño, y lo llevé; mientras él estaba adentro, me fui.”
“¡Pobre negro!”, dijo Biasutti riendo. “Pero, ¿y los marroquíes? ¿No me dijiste que esta noche yo parecía un marroquí?”
“¡Sí, un marroquí!”, dijo el muchacho sonrojándose un poco. “Ah, aquellos eran feos, cuando tomaban parecían bestias. Un día arrastré a uno, borracho, y lo llevé primero a dar un par de vueltas por la calle. Paraba a todos los que pasaban, se reía, los acariciaba, quería hacerse amigo, ofrecerles de tomar. Les gritaba a todos que era necesario estar alegres, y después de dos minutos de estar con alguno, lo trataba como si se conocieran desde hace años. Me decía siempre las mismas cosas: ‘Tu pelo, oro, te cortaría la cabeza’, y después se reía. ‘Tú querer mujeres?’, le decía yo. ‘Oh sí, sí’, contestaba él. ‘Entonces espera, ¡yo encontrarlas!’. Me lo llevé hasta Campo Santa Margherita, donde sabía que estaban mis compañeros. Apenas se los presenté, empezó a abrazarlos y a hacerse amigo. Nos condujo de un bar a otro, conmigo y mi alemán del brazo, y todos los demás atrás, cantando y gritando.
Había pasado la medianoche y por las calles se veía cada vez menos gente. Ibamos gritando como si estuviéramos solos en toda Venecia. Lloviznaba; casi a la una, salvo nosotros, no quedaba ni un perro en la calle. El nos abrazaba, borracho hasta la médula, y nosotros intercambiábamos, alegres, los abrazos. Después empezó a gritar como un loco que quería mujeres. ‘¡Andar todos juntos!’, decía. Por suerte estábamos en un lugar adonde cada noche venían dos mujeres. Mi alemán fue a buscarlas y, apenas las vio ahí, el marroquí comenzó a apretarlas, a levantarles los vestidos: nosotros tratábamos de calmarlo y sólo por un rato lo conseguimos.
Caminamos un poco más, él, nosotros y las putas, hasta que encontramos otras dos. Entonces el marroquí se tiró arriba de una rubia y empezó a desnudarla, arrancándole la ropa. Las mujeres se escaparon y él las corría como un loco. Le dijimos que eran feas y sosas y que nosotros teníamos mejores. ‘Yo querer chicas’, empezó a gritar. ‘Chicas, catorce, doce años’, decía riendo y mostrando los dedos. ‘Venir, venir con nosotros’, le gritábamos. Cuando llegamos a unos jardines, en un punto desierto, le dijimos: ‘¡Esperar aquí un momento, nosotros andar a buscar las chicas y volver aquí rápido!’ En la billetera tenía casi treinta mil liras, un reloj y una cigarrera de oro...”.
“Delincuente”, dijo Biasutti, y fue a darle una ojeada dentro de la cavidad del vaporeto. “¿Duerme todavía?”, preguntó Evelino. “Está acostado en un asiento, con el sombrero sobre la cara”, dijo Biasutti.
Ya era de día; mientras el vaporeto se deslizaba a lo largo de la pista diseñada por los amarraderos encarnados en la laguna, la luz se había vuelto demasiado fuerte. Aunque charlara con Evelino, Biasutti sentía que el cansancio ya lo estaba helando; lúcidos, desnudos y brutales, sus pensamientos se le incendiaban en el cerebro: su horrendo futuro en Codroipo y en la Malmosa, al que ahora se agregaba, lacerante, la preocupación por lo que había pasado esa noche.
Al mismo tiempo, no lograba sacarse de la mente el sueño de C., esa especie de indiferente huelga que el vaporeto llevaba en el regazo, a través de la laguna dulcemente excitada por el sol del primer día del año.
*Del capítulo “El marroquí” (Trad. Alicia Martínez Pardíes)