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por Horacio Cecchi

Marlowe entra en la mansión del general Sternwood y descubre, encima del marco de la puerta, un gran vitral donde un caballero de oscura armadura intenta rescatar a una mujer que espera, atada a un árbol y desnuda, que el armado cumpla, por fin, con aquello para lo que fue puesto en el vitral. “Pensé -susurra Marlowe al oído del lector- que, de vivir yo en esa casa, tarde o temprano tendría que subir allí y ayudarla, ya que parecía que él, en realidad, no intentaba liberarla.”

Desde la primera página de su primera novela, El sueño eterno (1939), Raymond Chandler quiso ver y poner en su seductor e incorruptible investigador privado, los gestos de aquellos caballeros arturianos. Pero el mundo que les tocó vivir -a él y a Marlowe- era distinto, atravesado por la corrupción y poblado de mujeres capaces de convencer a un obispo para abrir de una patada un hueco en un vitral de su iglesia.


 
 

Primeras ediciones en castellano (algunas mexicanas) de las novelas de Chandler. Marlowe en un aprieto es Adiós, muñeca, Una mosca muerta es La hermana pequeña y Carne y demonio es La dama del lago.



Las mujeres y el dinero ajenos fueron los dos fantasmas que acecharon a Philip en las calles de Pasadena y del Los Angeles Down Town, en las mansiones de Beverly Hills o en el mismísimo Hollywood donde a duras penas mantenía su oficina. Especialmente, las mujeres. En todas y cada una de sus aventuras, gangsters, estafadores y corruptos de L.A. nunca llegaron a poner en riesgo la integridad del modelo de detective hard-boiled como lo hicieron las trampas mortales que se abrían entre labios y entre piernas fatales. Siempre aparece una mujer desplegando insinuaciones para envolver al duro, para sacarse el gusto ella o sacarlo del medio a él. En un sentido muy general, cuando Chandler escribía, las mujeres podían ser angelicales o del tipo de las puestas en el mundo para vampirizar a hombres incapaces de defenderse sino siendo gays, chantajistas o traidores... (algo de ese orden podría aplicarse al caballero del vitral). Tampoco dijo a cuál de los dos tipos de mujer pertenecía la Godiva del árbol. Hasta ese momento, para él daba igual: el final hubiera sido el mismo.

De todos modos, más allá de las formas, las mujeres siempre fueron un problema para Marlowe: las brutalmente bellas y fatales, por una cuestión de ética y supervivencia; las otras, no menos peligrosas, porque seguir viviendo exigía cierta cuota de solitaria tranquilidad que Philip no estaba dispuesto a negociar. Y ellas nunca pudieron entender eso. Aunque en su último paseo inconcluso, La historia de Poddle Springs, Linda Loring, que lo perseguía desde El largo adiós, llegó a compartir no sólo su techo. Pero la cosa duró poco: Marlowe se cansó casado y Chandler se murió antes, cuando empezaba el quinto capítulo. La relación continuó post Chandler, porque la novela fue completada por Robert Parker, treinta años más tarde, en 1989, con una solución más cómoda y moderna: la convivencia con cama afuera.

Carmen Sternwood en El sueño eterno, Helen Grayle en Adiós, muñeca, Muriel Chess en La dama del lago, Dolores Gonzales en La hermana menor, Eileen Wade en El largo adiós: todas ellas son descriptas por la mirada moral de Marlowe con las mismas características que a mediados del siglo XIX eran descritas las mujeres en pleno proceso de emancipación: Lilith y Salomé, la piel del demonio, labios entreabiertos dejando ver los contornos de sus colmillos blancos. Contra esa imagen de mujer se plantó Marlowe. Pero lo hizo un siglo más tarde, a partir de la segunda mitad de los treinta, e incluso después, cuando en Estados Unidos resurgían las reivindicaciones de la New Woman de la mano de la escasez de hombres durante la Segunda Guerra: ya instaladas en la poderosa máquina industrial armamentista que necesitaba brazos -de quienes fueran-, y muy lejos del recatado entorno familiar y del debido cuidado de los hijos. Cuando esos hombres regresaron, fueron pocas las mujeres que aceptaron livianamente retornar al patio del fondo de la ciudad y al gineceo. Chandler, a su modo, muestra las perplejidades ante esa nueva situación. Aunque su Marlowe tiene también otras raíces, anteriores, más íntimas, más personales.

Como una onza de tabaco Nacido Raymond Thornton Chandler el 23 de julio de 1888 en Chicago, apenas si conoció a su padre, un alcohólico empedernido que en 1895 desapareció de la vista del pequeño Ray y de su madre Florence. Nunca más volvieron a pisar el mismo suelo simultáneamente. Ese mismo año, Florence, una anglo-irlandesa de origen cuáquero y carácter endurecido, hizo las valijas y se instaló en Londres con su hijo. Se instaló en serio: no siempre se sabe que el futuro maestro de la novela negra norteamericana vivió hasta los 24 años en Inglaterra entre excesivas y definitorias polleras familiares -madre, más dos tías también cuáqueras-, instruyéndose en colegios refinados y preparándose sólo para la gran literatura. Sin embargo ya había algo de su destino ulterior que le hacía señas: un sector del exclusivo Dulwich College se llamaba Marlow House... así, sin la e final, como el marino de las novelas de Conrad.

Flaubert, Henry James, Poe y Conan Doyle fueron sus autores preferidos durante una estancia londinense matizada con viajes a Francia y Alemania para cultivar idiomas. En 1907, antes de los veinte años, se hizo ciudadano británico y por esa época se incorporó a las filas del Daily Express, colaboró asiduamente con el Westminster Gazette y en una ocasión con The Academy, una publicación a la que él mismo definió ¿despectivamente? como “un altanero semanario que perteneció alguna vez a la pareja de Oscar Wilde, Lord Alfred Douglas”. Tanto rechazo a lo que no representara el carácter masculino a ultranza tendría su enfático tribuno en Philip Marlowe y en sus constantes ironías sobre dandies y homosexuales (El sueño eterno incluye personajes homosexuales y el propio Marlowe “loquea”, cuando necesita hacerlo). De todos modos, en aquella única entrega al The Academy bajo el título “The Gentile Artist” (19 de agosto de 1911), Chandler delineó su visión romántica de un mundo ya perdido en el que los artistas creaban sus obras rodeados por la misma naturaleza al influjo de sus impulsos libres y sanos, en contraste con el mundo moderno, plagado de pintores y escritores de costosos ateliers y refinados trajes, que producían sus novelas y sus pinturas del mismo modo “en que una máquina escupe una onza de tabaco empaquetado y, probablemente, en el esquema general de las cosas, los tres productos se vendan a precios semejantes”. Toda una postura crítica.

También Chandler escribió y publicó poemas en esos años, de los cuales una veintena fue rescatada de las páginas literarias londinenses. “Las perdidas olas gimen: yo compuse su canción./ Las perdidas tierras sueñan: yo tejí su trance./ La tierra es antigua; y la muerte poderosa;/ Más fuerte soy yo, el verdadero Romance”, dijo en “The King” (1912). “¿Podrían ellos entender la unión/ De dos corazones en amada comunión/ Quienes fueron extraños en un mundo de carne y sangre?”, escribió en “The Unknown Love” (1908). Este Chandler juvenil de los poemas está muy lejos del que descubriría a Hemingway y a Hammett veinte años después; tan lejos como están las calles de Londres de las de Los Angeles.

Los trabajos y los días Cuando en 1912 volvió a pisar América su aspecto era, por entonces, el de algo que con los años tanto detestaría: un dandy. Pulcro, instruido e inteligente, vestía sacos elegantes, un sombrero Panamá y, sin ser rengo, usaba un bastón con mango de plata. Llevaba su inseparable pipa y una profunda timidez que no lo abandonó jamás. Pero era hosco y solitario -como sería Marlowe-, para disimularla.

Como un buscavidas con savoir faire, el joven Chandler recorrió, menos la calle, toda una gama de experiencias difíciles de olvidar antes de lanzarse, tardíamente, a la escritura por necesidad. Así, primero fue asistente de contadores en Los Angeles Creamery después de seguir un curso en una escuela nocturna. En 1917, casi con treinta años, quiso ir a la guerra. Se alistó en el ejército de Canadá como ciudadano británico y en marzo del 18 fue enviado a Francia como sargento del 7-o Batallón de la Fuerza Expedicionaria canadiense. A los tres meses, el batallón había sido aniquilado por los alemanes. Los únicos sobrevivientes fueron el sargento Chandler y el investigador privado Marlowe. No obstante, fue transferido a la Royal Air Force, donde se preparaba como aviador cuando se firmó la paz. En 1919 regresó a la costa del Pacífico, se incorporó a un banco en San Francisco, y en febrero ya estaba de vuelta en Los Angeles llevando los libros de la Creamery. Allí, en el verano del 19, comenzó el affaire con Pearl Eugenie Hurlburt, una elegante ex modelo, casada y mucho mayor que él. Más de un año después, la ex modelo se divorciaba; sin embargo, su relación debería esperar. El peso de Florence en la vida de su hijo era demasiado poderoso y sólo llegó a disolverse con su muerte, cuando el consentido Raymond tenía 35 años. La desaparición de su madre no significó para Chandler liberación ni vacío: apenas un mes después Pearl Eugenie se convirtió en Cissy Chandler, en febrero de 1924. Ray tenía 35 años y ella -su compañera de ahí en más- nada menos que 53. Y todavía faltaban prácticamente diez años de oficios varios y rutinas para que decidiera convertirse en escritor de relatos policiales para las revistas baratas.

En 1922 Raymond había ingresado como contador de la petrolera Dabney Oil en la que terminaría una década después como vicepresidente. Terminar es la palabra exacta. Más de ahí no pasó, porque en 1932 fue literalmente arrojado a la calle como un patán, un poco ayudado por la Gran Depresión del ‘29, y otro poco por otro tipo de depresiones, más pequeñas que aquella pero igualmente devastadoras, provocadas por su estrecha amistad con los gimlets y el Vat 69. Algo acababa. Y exactamente desde ahí empezaba otra cosa: Chandler sería Chandler.

Así, un año después, en diciembre de 1933, por necesidad de dinero, publicó su primer relato policial en la por entonces amarilla Black Mask donde escribían, entre otros grandes, Dashiell Hammett -que era o había sido la estrella- y Horace McCoy. Ese primer relato -y Raymond Chandler tenía 45 años- se llamó Los chantajistas no matan. Philip Marlowe todavía no existía en el papel. El detective se llamaba Mallory pero ya era él. Desde la primera página, Mallory es puesto a prueba por Rhonda Farr, una de aquellas mujeres que se presentaban como víctima de un chantaje. Ese tipo de encuentros se prolongarían por veinte años de dura producción y notable creatividad.

Reinas, alfiles y peones Según el esquema tradicional que confronta las dos escuelas -británica y americana-, la manera clásica del policial inglés -sobre la que Chandler se encargó luego de ironizar y de hacer papilla cada vez que tuvo oportunidad, especialmente en su ensayo sobre Hammett “El simple arte de matar” (1949)-, es nostálgica de un mundo perfecto, lejano y ajeno a cualquier violencia donde el crimen es resuelto como el enigma de una partida de ajedrez, con reglas puras y claras. Una contienda de inteligencias: la del detective, que representa la verdad de la razón deductiva, y la del crimen, aquello que parece no tener explicación. Los Holmes de Doyle y los Poirot de Agatha Christie se encargaron de explicar la lógica invisible de la realidad, dándole a las huellas que estaban a la vista de todos -pero que sólo ellos eran capaces de descubrir- un lugar en la secuencia del crimen.

Las reglas del hard-boiled americano, de la novela negra como la bautizaron genéricamente los franceses, también son nostálgicas, pero transcurren sumergidas en la violencia cotidiana. Tanto así, que lo normal es lo violento. Marlowe, además, como el Continental Op o Spade & Archer ocualquier detective duro americano, era un profesional. Hacía lo que hacía por el dinero de una paga semanal. Se debía al cliente, a su palabra. Y la palabra de Marlowe vale. Jamás metió sus dedos en la lata. Es un caballero.

Chandler evoca ese mundo de valores perdidos, inalcanzable, pero -una vez más, hay que decirlo-, construye a Marlowe a lo largo de los años treinta de la Depresión, cuatro décadas después de que aparecieran Sherlock y su inseparable Watson. Ya no quedaban castillos (ni doncellas), y los que quedaban estaban ocupados por poderosos, dueños de montañas de billetes, amparados por jueces venales y custodiados por policías corruptos. Chandler atribuye, y con razón, al autor de El halcón maltés el mérito de haber cambiado no sólo el escenario sino el sentido mismo del género: “Hammett extrajo el crimen del jarrón veneciano y lo depositó en el callejón; no tiene por qué permanecer allí para siempre, pero fue una buena idea empezar por alejarlo todo lo posible de la concepción de una Emily Post acerca de cómo roe el ala de pollo una joven de la alta sociedad”, sostiene en “El simple arte de matar”.

Una obra en construcción A aquel primer relato de fines del 33 que le aceptó Black Mask siguieron algún que otro poema (“Improvisation for Cissy”) y otros 19 cuentos, donde el detective se llamaba aún era Mallory, John Dalmas, John Evans, Carmady, etc. En todos ellos fue construyendo a Marlowe que protagonizaría su primera novela, El sueño eterno (The Big Sleep) publicada en 1939, en la cual ya canibalizaba los relatos previos incorporándolos con naturalidad en la forma novelesca. Tuvo éxito y no se detuvo: en ese mismo 1939 Raymond empezó a escribir La dama del lago, que interrumpió varias veces. Una, para terminar dos novelas, Adiós, muñeca (Farewell, my Lovely) y La ventana siniestra (The High Window), publicadas en 1940 y 1942. La otra fue para ofrecerse como voluntario en el ejército canadiense. Fue rechazado. Tenía 51 años y seguía con la costumbre de los gimlets. De todos modos, El sueño eterno y La dama del lago (1943) fueron enroladas: en 1945, la Armed Services Editions las distribuyó en un formato barato y de gran tirada para entretener gratuitamente a los muchachos del frente de guerra.

Del Chandler escritor se puede decir de todo, pero sobre todo hay que señalar que era un estilista. El largo adiós (1953) es probablemente su novela más “disparatada” porque lo que le importaba a Chandler en esa novela era sostenerla con la fuerza de su estilo. La amistad con Terry Lennox y la separación final -”No le digo adiós, señor Maioranos. Se lo dije cuando era triste, solitario y final”- tiene todavía la fuerza suficiente para arrancar las lágrimas de Terry, lágrimas de hombre.

Chandler murió en la Scripps Clinic, en La Jolla, California. Al sepelio asistieron un puñado de amigos recientes y un seguidor fanático. Marlowe no estuvo. Seguramente prefirió ahogar su tristeza (y su definitiva soledad) en el fondo de un Vat 69.


Chandler y el cine

En 1941 comienza la difícil relación de Chandler con Hollywood. Ese año vende los derechos de Adiós, muñeca, que se estrena recién en 1946. Al año siguiente se estrena Tiempo de matar, basada en La ventana siniestra y Billy Wilder le pide una adaptación de Pacto de sangre de James Cain. Fueron diez películas en total -desde El enigma del collar (1944), adaptación de Adiós muñeca, con Dick Powell en el papel de Marlowe hasta la inverosímil El largo adiós de Robert Altman, donde Elliot Gould hace de Marlowe), y algunas participaciones como guionista, todas marcadas por un profundo desentendimiento con los directores. La última, para Hitchcock,es Pacto siniestro (1951), adaptación de Extraños en un tren, la novela de Patricia Highsmith que ni Hitchcock ni Chandler conseguían entender. Ambos terminaron disgustados. El mito de Marlowe engordó en el cine, alimentado por otro mito, el de Humphrey Bogart. Tan mítica fue la unión entre ambos que aún hoy resulta difícil separar la imagen de Humphrey de la del detective. Y sin embargo, Bogart fue Marlowe una sola vez, en la primera versión de El sueño eterno (1946). A Chandler nunca le gustó Bogart como traje para su héroe.

La casualidad decidió que recibieran juntos la llegada del próximo milenio. Este año se cumplen el 40-o aniversario de la muerte de Chandler (26 de marzo) y el centenario del nacimiento de Bogey (25 de diciembre).