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El novelista sobre el tejado

por Marcelo Birmajer

Esta nota comenzará con un chisme sobre Isaac Bashevis Singer. En su autobiografía (Love and Exile, no traducida aún al castellano), Singer prácticamente oculta que, cuando partió rumbo a América en 1935, dejó a su hijo de cinco años en Polonia. Recién en la última página del último volumen de esta trilogía autobiográfica nos enteramos de que Bashevis es padre: cuando dice que la madre de su hijo le pide dinero desde Grecia, por medio de un telegrama. Según da a entender el libro, el chico nació cuando Bashevis ya estaba en América. Pero, curiosamente, es en un cuento que fue publicado en la versión castellana de su libro El amigo de Kafka (titulado “El hijo”) donde Bashevis narra la historia real, y con lujo de detalles: cuenta que se separó de su mujer, Ronia, cuando el niño ya tenía cinco años y que no lo había vuelto a ver en los últimos veinte.

En su propio libro autobiográfico (Journey to my Father), el hijo de Bashevis llamado Zamir Singer, un kibbutznik casi sabra, narra que su padre no hizo el menor esfuerzo por verlo en todos los años de separación y que, en el reencuentro, fue frío, hostil y amarrete. A lo largo del libro, que llega hasta más allá de la muerte de Bashevis, descubrimos que esta actitud paterna no cambió.

No me atrevería a contar este chisme si no fuera porque el propio Singer hace mención al mismo; y me atrevo a contarlo esencialmente porque Singer ya no está entre nosotros (o, si está, no creo que en su esfera pueda preocuparle). La función de este chisme es comenzar por congratularnos de que nuestra relación con Singer consista en ser sus lectores y no sus parientes o amantes: Singer es de esos creadores que encienden en uno el deseo de leerlos continuamente, pero esa misma lectura nos persuade de cuán afortunados hemos sido al no estar vinculados a él por otros lazos que no sean el de lector y autor.

El nombre de la madre “Nací en el pueblo de Radzymin, cerca de Varsovia, el 14 de julio de 1904. Mi padre, Pinchos Menachem Singer, era rabino y hombre de acendrado espíritu religioso. Tenía roja la barba, largas patillas negras y ojos azules. Mi madre, Batsheva, era hija del rabino de Bilgoray, población situada en las cercanías de Lublin. Tenía el cabello rojo y lo llevaba muy corto y cubierto con peluca, como solían las mujeres casadas piadosas”, dice en su libro Un día de placer.

El Bashevis es un seudónimo que Singer agregó a su nombre real para diferenciar sus iniciales de las de su hermano Ioshua, también escritor y por entonces mucho más conocido que el propio Isaac. Ioshua fue quien le consiguió a Bashevis los primeros trabajos en periódicos idish polacos en las décadas del 30 y el 40. Bashevis es un derivado de Batsheva, el nombre de su madre. Singer llevó siempre consigo el nombre su madre y, pese a que no cabe duda de que amó a su padre, no lo deja muy bien parado a lo largo de sus historias. Aunque, en realidad, casi nadie queda bien parado en los cuentos de Bashevis.

El primer y más profundo rasgo paradójico en Isaac Bashevis Singer es que buena parte de sus personajes están inspirados en personas que por nada del mundo hubieran leído sus escritos: los judíos ortodoxos polacos y de Europa del Este, de principios de siglo y fines del anterior (en su gran mayoría asesinados por los nazis). Buena parte de la obra de Bashevis está no sólo poblada, sino dedicada a esta gente que la hubiera rechazado de plano: por mundana, por profana, por lujuriosa y por herética. Aunque no puede saberse qué pensaba él realmente acerca del tema, su obra insiste en que la manera menos mala de vivir para un judío es aquella de la que él renegó. En algún reportaje, Bashevis incluso defiende a los judíos religiosos de Polonia por encima de los héroes bíblicos: dice que sus paisanos eran más cumplidores de la Torá, absolutamente pacíficos y totalmente castos fuera del matrimonio, mientras que los reyes David y Salomón “dan tela para cortar”.

Sin embargo, el joven Singer no soportó la vida que le proponía su padre, el rabino. No aceptó leer únicamente una historia “sagrada y verdadera”: por algún motivo prefirió inventar historias profanas y ficticias. Pero tampoco era muy feliz en la vida laica. Afirmó decenas de veces que quien viola uno de los Mandamientos los termina violando todos. Shapiro, el protagonista de una de sus novelas escritas en su ancianidad (El penitente), abandona la vida laica para retornar al judaísmo ortodoxo. Y toda la novela da la impresión de que es el desdoblamiento de Bashevis, de ese hombre que habitaba en él: aquel que nunca pudo salir de la casa de su padre y fatalmente acaba regresando allí, desengañado del mundo gentil. Pero, cuando Bashevis se desengañó del mundo laico, no regresó al de sus padres. Nunca compró las modernas alharacas de la segunda mitad del siglo veinte; tampoco desempeñó las joyas milenarias de su tradición. Fue un hombre conflictuado: vivió en su literatura y en el amor de las mujeres. Tuvo una suerte habitualmente escasa: ser un escritor preciosista, un erudito, y también un amante exitoso. Al menos cuantitativamente: podía acostarse con la mayoría de las mujeres a las que deseaba. Esa era una de las necesidades intrínsecas que lo apartaban del camino de sus padres y demás judíos piadosos. Pero es de ese ambiente de donde Bashevis recoge almas descarriadas para habitar sus cuentos. Así como selecciona de entre los judíos estudiosos de la Torá a aquellos que viven pasiones prohibidas. Así como elige de entre los rabinos a los personajes que sucumben a las tentaciones mundanas y a las más penalizadas opciones sexuales. Bashevis se atreve a contar las transgresiones de los shtetls europeos. Para los habituados a la vida laica tal vez resulten poco novedosas, pero en ese contexto de recogimiento estallan como historias sorprendentes y poderosas.

En Israel Bashevis amaba al Estado de Israel. Lo dijo varias veces. Amaba esa tierra que había leído en la Biblia y amaba al moderno Estado de Israel construido por sus congéneres de Europa oriental. Pero también dijo muchas veces que no tenía la menor intención de ir a vivir allá: era un lugar demasiado pequeño para alguien a quien le gustaba dar exhaustivas caminatas; y además temía la precaria situación respecto de la seguridad (para no mencionar el pavor que le daba la mera idea de tener que cumplir con las obligaciones militares).

Sin embargo, en su cuento “Un trabajo parapsicológico” (del libro Old Love), Bashevis se narra a sí mismo de un modo algo distinto. El cuento comienza, como muchos otros, con una pitonisa judía tirándosele un lance a Bashevis en el Central Park, mientras el escritor está despuntando su vicio favorito: darle de comer a los pajaritos. Bashevis está sufriendo mal de amores por una mujer llamada Esther y se deja llevar por esta adivina algo desquiciada. Termina acompañándola en un viaje por Israel, uno de esos tours que combinan confort y misticismo donde les enseñarán las profundidades de la Cábala. Bashevis, avergonzado de sí mismo, deja a la mujer sola y huye a Tel Aviv. Mientras medita acerca de su incoherente existencia, se corta la luz y se oyen sirenas: es octubre del ‘73, Siria y Egipto atacan simultáneamente a Israel y estalla la Guerra de Iom Kippur. El alter ego de Bashevis primero intenta escapar, tomar un avión hacia cualquier parte, a cualquier precio. Es un ciudadano americano y quiere regresar a su país. Cuando toda esperanza de viajar es defraudada, se sienta en el único bar insólitamente abierto. Describe así el cielo nocturno del país en guerra: “Las estrellas parecían ominosamente cercanas. Soplaba una fría brisa. Había una esencia a azufre y a batallas bíblicas. Ellos estaban aún aquí: las huestes de Edom y Amalek, Gog y Magog, Amon y Moab, batallando la eterna guerra de los idólatras contra Dios y la simiente de Jacob. Yo podía escuchar el sonido metálico de sus espadas y el chirriar de sus carros”. Y entonces dice: “Toda mi vida yo había estado colmado de problemas. Y estaba seguro de que, si hubiera estado en Nueva York en ese momento, leyendo lo que ocurría en Israel, estaría sobrepasado por la ansiedad. Pero dentro de mí todo estaba calmo. Esa noche yo había sido transformado en un fatalista. Me había traído mis píldoras para dormir desde América, y además, tenía mi navaja de afeitar para cortarme las venas si la situación llegaba a ser desesperada... Un pajarito se me acercó. Estábamos en Tierra Santa y movió su cabeza hacia un lado y otro, como transmitiéndome una verdad tan vieja como esta misma tierra: si tu destino es vivir, vivirás”.

Como si, aun en el medio de la posible hecatombe, intuyera que está en el sitio que le toca.


“La paradoja es que buena parte de los personajes de Singer están inspirados en personas que por nada del mundo hubieran leído sus libros: los judíos ortodoxos polacos y de Europa del Este, de principios de siglo y fines del anterior, en su gran mayoría asesinados por los nazis. Esa obra no sólo poblada, sino dedicada a esta gente por Bashevis, era rechazada de plano por ellos mismos: por mundana, por profana, por lujuriosa y por herética.”


Frente a la tragedia Tres obras magistrales de Singer (Enemigos, una historia de amor; la recientemente traducida al castellano Meshuga; y de manera tangencial la novela póstuma Shadows in the Hudson, aún no traducida) no pierden un ápice de vigor literario al lidiar con el tema del genocidio. Bashevis no renuncia al humor ni al sexo cuando elige lidiar con esa tragedia. Así como en varias de sus colecciones de cuentos (The Death of Matusalen, La imagen, Passions, A Crown of Feathers, The Seance, Old Love) dos, tres, a veces hasta cinco relatos por libro incorporan personajes que narran sus odiseas como sobrevivientes de la Shoá, o que narran en nombre de aquellos que perecieron. La marca distintiva, trascendente y profunda de Bashevis es que su dolor por los asesinados no lo lleva a narrarlos como santos. Cada vida es para él un tesoro húmedo y complejo, lleno de contradicciones y pecados. Bashevis no habla de cantidad de muertos, sino de la cualidad de cada una de las almas asesinadas. Y esas almas vivían pasiones, odiaban, envidiaban, ayudaban y engañaban. Antes, durante y después de la Shoá. Por eso se atreve a contar historias de lujuria aun en las terribles condiciones a las que eran sometidos los judíos: historias de pasiones descarriadas, historias de locura y de iluminación, de gloria y de barro. Porque los nazis eran el mal absoluto, pero las víctimas eran simplemente hombres.

En Nueva York Otra dimensión de Bashevis es Nueva York. No hace falta ser muy intuitivo para descubrir que, pese a su incomodidad esencial en el mundo, Bashevis se sentía bastante a gusto en su esquina de la 86 y Broadway. Es cierto que siempre llevaba consigo los implementos necesarios para huir: por si, como él decía, las cosas se ponían mal para un escritor judío e idishista. Bashevis se sentía esencialmente cómodo en un país donde, más que preocuparse por ayudarlo, procuraban dejarlo tranquilo. Ese hombre que, según sus propias palabras, se contrabandeaba a sí mismo a través de la existencia, encontró su lugar en aquel país donde la indiferencia es una de las formas de la tolerancia. Bashevis atravesó en Estados Unidos el infame período del macartismo, por ejemplo, pero en su prosa no hay mayores referencias a ese chubasco de autoritarismo y locura. Salvo alguna referencia, en un cuento, a lo onerosos que le resultan los impuestos, Nueva York es básicamente las cafeterías, el Central Park con sus pajaritos y los judíos sobrevivientes de Europa que se vuelven repentinamente millonarios comprando y vendiendo propiedades, pero que pueden quebrar con igual celeridad subvencionando un diario en idish.


“Los progresistas le criticaban su falta de compromiso con la lucha de los oprimidos. Los tradicionalistas lo criticaban por transgredir la Historia con mayúscula. Los laicos lo criticaban por su apego al folklore místico de demonios y hechiceras. Los religiosos por la convivencia de la kipá y el talit con las tentaciones sexuales. Todos tenían razón: Bashevis ha narrado mejor que nadie el quiebre espiritual de este siglo en dos mitades irreconciliables: el resquebrajamiento de la mística religiosa y la falta de respuesta del iluminismo a los grandes enigmas de la vida.”


No volver Muchos de los cuentos y novelas de Bashevis hablan de sus viajes por el mundo: Canadá, Israel, París, Portugal; y lo impresionaron especialmente Brasil y Argentina (ambientó en Buenos Aires obras la novela Escoria, la historia de un cafishio de la Zwi Migdal). Pero en ninguno de sus cuentos, ni en sus relatos autobiográficos encontramos que Bashevis haya regresado a su pueblo natal. Al menos por lo que podemos leer, nunca volvió a pisar la calle Kromchalna, donde vivió cerca de veinte años de su vida y en donde situó un libro de relatos entero (En la corte de mi padre) y otra veintena de cuentos. ¿Por qué Bashevis nunca regresó a Polonia? No creo que haya sido por miedo al pasado. Recientemente vi un video titulado Isaac en América, donde Bashevis es llevado a la casa donde por primera vez durmió al llegar a Nueva York. Se emociona profundamente, hasta ese punto en que uno cree que la emoción se hará insoportable para ese delgado y calvo octogenario. Sin embargo, resiste. Pero a Polonia, no. ¿Por qué? Una posibilidad es que aún temiera a aquel país del que escapó casi por un pelo. Las banderas nazis ya ondeaban en Alemania y otros sitios de Europa cuando Bashevis atravesó en tren las fronteras de su tierra natal para arribar al barco que lo conduciría desde Cherburgo a la vida. Tal vez Bashevis temiera realmente, como su personaje Herman de la novela Enemigos, que, fuera de su escondite (Nueva York y las democracias occidentales), los nazis aún estuvieran dominando el mundo.

En un reciente libro, Shimon Peres cuenta acerca de su regreso a su pueblo natal en Polonia, medio siglo después de haberlo abandonado. Su abuelo y otros tantos parientes fueron quemados vivos en la sinagoga del shtetl por los nazis. Peres regresa. Todo está destruido, nada queda, salvo el sabor del agua. Peres sumerge un dedo en el agua, un estanque o un pozo, y prueba. Es el mismo sabor de su infancia. Tal vez Bashevis temía que ni siquiera el agua mantuviera su sabor. Sabemos que algunos judíos polacos que regresaron a sus pueblos natales poco después de la caída del nazismo, fueron asesinados por los pobladores que se habían adueñado de sus casas. Quién sabe, quizá fue una suerte que Bashevis no viajara, después de todo.

Diez razones Bashevis escribió muchos cuentos y libros para niños. En algún momento fue considerado un autor de literatura infantil. Pocos de esos textos han sido traducidos al castellano (Cuentos judíos de la aldea de Chlem, Mazel y Shlimazel y la versión infantil de la leyenda del Golem). Entre los no traducidos hay un texto donde enuncia las principales razones por las cuales escribe para niños:

“Hay quinientas razones por las que comencé a escribir para chicos, pero para ahorrar tiempo sólo mencionaré diez:

1) los chicos leen libros, no críticas de libros; les importan un pito las críticas;

2) no leen para encontrar su identidad;

3) no leen para librarse de la culpa, ni para calmar sus ansias de rebelión, ni para librarse de la alienación;

4) no le encuentran ningún uso a la psicología;

5) detestan la sociología;

6) no intentan comprender a Kafka;

7) aún creen en Dios, la familia, los ángeles, los diablos, las brujas, los duendes, la claridad, los castigos y otras obsoletas substancias;

8) aman las historias interesantes, no los comentarios, ni las guías, ni las notas al pie;

9) cuando un libro es aburrido bostezan abiertamente, sin vergüenza ni miedo a la autoridad;

y 10) no esperan que sus amados escritores rediman a la humanidad. Jóvenes como son, saben que es imposible. Sólo los adultos tienen semejantes ilusiones infantiles.”

Un rabí llamado Che Entre los años 30 y 70 -más de la mitad de su vida literaria y algo menos de la mitad de su vida biológica-, Bashevis fue acerbamente criticado: por los progresistas y por los tradicionalistas, por los religiosos y por los laicos. Los progresistas le criticaban su falta de compromiso con el avance social o con la lucha de los oprimidos. Los tradicionalistas lo criticaban por narrar historias inventadas, por transgredir los límites de la realidad y de la Historia con mayúscula. Los laicos lo criticaban por su apego al folklore místico, por su empatía con los demonios y las hechiceras. Los religiosos se incomodaban por aquellos personajes suyos a los cuales ni la kipá ni el talit los salvaban de la múltiple variedad de tentaciones sexuales. En el verano tórridamente político de 1968, Singer fue invitado a dar una charla al Queens College. Las paredes estaban colmadas de graffitti contestatarios y a los jóvenes universitarios norteamericanos les interesaba una sola materia: la revolución. Según cuenta Zamir Singer, su padre se acercó sonriente a la multitud fogosa que esperaba declamaciones políticas y dijo: “Estoy seguro de que ustedes preferirían ver aquí a Rabí Che Guevara antes que a mí, pero él aparentemente está ocupado en algún lugar de la jungla sudamericana. En cuanto a mí, deseo leerles una historia que creo que encontrarán relevante. Temo que pronto descubrirán, como dice el Esclesiastés, que no hay nada nuevo bajo el sol. Ustedes no son los primeros revolucionarios y no serán los últimos”. Al concluir su accidentada alocución, se le acercaron varias muchachas a agradecerle y una lo besó en la mejilla. “Madam, ¿qué es ese penetrante olor que emana de usted?”, le preguntó Bashevis. “¿No ha escuchado hablar de la marihuana? Si usted viene a mi departamento, podemos fumar tanto como usted quiera”, contestó la chica. Bashevis, intrigado, recibió un pedazo de papel con la dirección. Nada dice Zamir Singer si su padre acudió o no la cita.

A la cita que sí acudió -y todos sus libros lo demuestran-, es al encuentro con las contradicciones de su tiempo. Bashevis ha narrado mejor que nadie las crisis espirituales de este siglo, la quebradura en dos mitades inseparables pero irreconciliables: el resquebrajamiento de la mística religiosa y la falta de respuesta del iluminismo a los grandes enigmas de la vida. La quebradura gozosa e incurable del hombre moderno, el sinsentido y la sacralidad de la vida, la locura y la lógica del amor, y la simple y llana intención de narrar sin propósitos una pequeña historia eterna.