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La invención del mundo
por Alan Pauls Si uno llama por teléfono a lo de Martín Caparrós pueden pasar dos cosas. Una, que atienda él, Caparrós mismo, y que con su mejor voz de llamado en espera -una pizca de incomodidad, otra de insolencia- proponga volver a hablar un rato más tarde, cuando haya terminado con el otro. Dos, que en ausencia de Caparrós, verosímilmente atareado por alguna minucia en Ceilán, Bali, Goa o cualquiera de los destinos que cada tanto lo distraen de hablar por teléfono, de escuchar ballenatos, de escribir libros monumentales, la que atienda sea su propia voz grabada en el contestador automático. Es una voz radiofónica: grave, como ensimismada en su propia notoriedad, la misma voz de niño corpulento y malcriado que Caparrós lanzó al aire por primera vez en la primavera de Alfonsín, cuando inventó y condujo con Jorge Dorio el hit radial Sueños de una noche de Belgrano. En ese caso, la voz corrobora que uno ha marcado el número correcto y después, con alguna arrogante resignación, declara: Es lo que hay. Viniendo de Caparrós, que viene de reconstruir en tres tomos de ochocientas páginas el minucioso tejido insurreccional de la década del 70, la frase suena un poco insultante. Algo entre la falsa falsa modestia y el tupé del que cuenta plata adelante de los pobres. Léeme o déjame, parece decir por lo bajo, y agregar, luego, con una sombra de desafío, un poco a la Viñas: No me arrepiento de nada, no pienso cambiar nada y -lo que es más importante- estoy acá para sostener con mi cuerpo una y todas las páginas que circulan con mi firma. Lejos de los fragilismos que vienen tiñendo los últimos estilos de vida literarios, Caparrós sostiene. Le gustan las paradojas, como a todo el mundo, pero las usa menos para evaporarse que para cortar una asertividad que de otro modo podría confundirse con el mero énfasis, el afán discutidor, la sentencia. Caparrós es ágil (a pesar de su metro 86), a menudo autoirónico (a pesar de la gravedad de sus bigotes), perfectamente capaz de bordear sus propias posiciones (a pesar de su vocación centrada), pero detrás de todas esas fintas hay algo que resiste, idéntico y encarnizado: la ambición de respaldar las palabras. (A lo largo de quince años, de No velas a tus muertos -su primera novela- a La noche anterior, de Larga distancia a La voluntad, las ficciones y la prosa periodística de Caparrós ahondan una y otra vez una misma constelación de enigmas: ¿qué autoridad tienen las palabras?, ¿cuándo dejan de describir para volverse fundacionales?, ¿qué extraña clase de autoridad, a la vez irrisoria y soberana, crean las palabras?) Verdad y ficción El año pasado fue para Caparrós el año de La voluntad, extraño ejercicio de arqueología existencial en el que el periodista-historiador documentalista detectaba, limitándose a presentarlas, sincronías y desajustes entre las dos bandas que compusieron la década del 70: una banda sonora (consignas, gritos de guerra, nombres falsos, proclamas: el discurso político) y una banda vital (una especie de manera política de existir, hecha de palabras pero también de gestos, gustos, gastos...). Este año, envalentonado por la voluptuosidad finisecular, Caparrós, después de casi ocho años de no publicar ficción, hace su rentrée con La historia, una novela en cuyas casi mil páginas no hay una sola frase verdadera y ninguna falsa. Un libro-monumento, como La voluntad, sólo que arraigado no en la historia sino en la imaginación de un escritor que tenía miedo de ser apenas un amanuense voluntarioso de historias que siempre se le ocurrían a otros. Como suele sucederle a Caparrós, el origen de La historia, ahora, a trece años de que empezara a pensarla, tiende a confundirse con una remota boutade, uno de esos chispazos que están a mitad de camino entre una idea y su propia parodia: Me habían invitado a una mesa redonda en la Feria del Libro. El tema -una pregunta que alguien había escuchado y anotado mal, seguramente- era: ¿Qué libro le hubiera gustado leer? (...y no pudo porque se cortó la luz, tenía uno la tentación de completar). Sonaba un poco absurdo, pero de todos modos me hizo pensar. Y se me ocurrió que un buen impedimento para leer un libro era que el libro no existiera, que no lo hubieran escrito. Entonces pensé en el libro que Borges inventa en el relato Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Borges lo postula pero -histéricamente- no lo escribe: lo sustrae. Bueno, yo caí en la trampa: fui y lo escribí. Frente a la astucia de la histérica, yo caí en la ñoñería del ama de casa. O de la buena esposa.
Yo persigo una forma Pero el epígrafe, de golpe, también sirve para recordar que a Caparrós se le debe la biografía apócrifa de un argentino llamado Balvastro, un celebrado capítulo de televisión fraudulenta que tramó en 1988 para el ciclo El Monitor Argentino. Aunque La historia retoma con énfasis ese vicio malversador, esta vez Caparrós, que ha crecido, ya no se limita a fraguar una vida. Fragua una civilización entera, a la que bautiza Calchaqui, y la provee de idiomas, de costumbres, de regímenes políticos, de excentricidades, de armas, de idiosincrasias gastronómicas, de mitos, de literaturas, de caprichos sexuales, de sadismos, de soberanos, de revoluciones, de las epopeyas, los patetismos cotidianos y la duración que toda civilización necesita para capturar la atención de la miopía historiográfica. La historia es el despliegue de esa invención a la vez proporcional y desmesurada -la primera que Caparrós, después de años de moldear y modelar materiales ajenos, reconoce como propia-, y también es una cabalgata exhaustiva, abrumadora, por todos los géneros, las disciplinas y los saberes con que los mundos falsos de la literatura juegan a pasar por verdaderos. A lo largo de los trece años que le llevó escribirla, la novela atravesó estados y vicisitudes diversas. Los primeros brotes aparecieron en Valsaín, un pueblito de Segovia en el que Caparrós, que vivía en España, se había refugiado para escribir La noche anterior: historias súbitas, levemente fantásticas, como la de un joven músico alemán que descubría que con su música podía reproducir espacios clásicos, ya desaparecidos, como el templo de Agrigento, que empezaban a complotar contra la novela en curso. Después, cuando se pusieron a proliferar, Caparrós pensó una especie de maquinita capaz de engarzarlas todas. Era la descripción de un personaje por partes. Empezaba por el pelo, y la descripción del pelo daba lugar a muchos relatos; después describía la frente y derivaba en otras historias, y así sucesivamente. El ardid sobrevivió y figura en la versión definitiva de la novela, pero no resultó como principio de composición. Hasta que un par de años después, durante un tormentoso fin de semana en el Tigre, Caparrós el fóbico descubrió la clave. Fue en el 87, había ido con una amiga alemana a El Tropezón, donde se mató Lugones. Yo no conocía; me había imaginado un week end romántico, hedonista... y cuando llegué entendí todo. Una pieza húmeda, una cama de hospital, una bombita colgando del techo. ¡Era tan deprimente! Por otro lado, nunca había pasado 48 horas seguidas con mi amiga, no sabía qué podía pasar, así que me había llevado seis libros para dos días. Apenas llegamos me fui al muelle a leer, solo. Y en un momento me saqué los anteojos y quise meterlos en el bolsillo de la camisa; los lentes resbalaron, cayeron totalmente verticales, atravesaron una hendija muy chiquita del muelle y desaparecieron en el agua. Yo no podía leer sin anteojos. Esto va a ser arduo, me dije. Y, completamente desesperado, me puse a pensar. Y a pensar. Y a pensar. Y ahí se me ocurrió la idea de un manual, una especie de descripción antropológica de una civilización antigua. Después la forma manual se deshizo y sólo sobrevivió en las notas. Pero la premisa de la civilización ordenó todo. Todo lo que La historia revela sobre Calchaqui, en rigor, nos llega por dos vías: una, un manuscrito del siglo XVII, náufrago de innumerables traducciones, donde un hombre llamado Oscar, a punto de convertirse en el vigesimoprimer soberano de Calchaqui, distrae las horas de agonía de su padre, el soberano actual, pensando cómo resolver el problema en el que descansa la clave del poder calchaqui: el sistema de regulación temporal; la segunda, más contemporánea, es el obsesivo aparato crítico con el que un historiador argentino, después de exhumarlo en una biblioteca, glosa el texto de Oscar, lo escanea casi frase por frase y reconstruye el mundo calchaqui con la mirada estrábica de las Humanidades en versión años 60 y 70. En el 88 ya tenía miles de notas, carpetas por áreas. La carpeta ritos mortuorios. La carpeta juegos. La de sexualidad. Comidas. Costumbres. Pero fue un año caótico: El Monitor en TV, la revista Babel... así que en diciembre me fui a París con la idea de escribir uno o dos meses. Estuve diez días bastante perdido. Flop absoluto. El 25 de diciembre, mi primo Sebastián y su mujer me invitan a una casa de la familia de ella en la Loire, una de esas lindas casas burguesas de principios del XIX que los franceses abusivamente llaman châteaux. Fui. Rica comida, boludeos, una buena biblioteca. Me acuerdo de los tomitos de la obra completa de Buffon, un artículo sobre jirafas, detalladísimo, que sin embargo se olvidaba de mencionar el largo del cuello. Y estaba en eso, todo muy plácido, la chimenea prendida, cuando me vino la idea de encontrar el relato de esa civilización en una biblioteca. Ahí, sentado, empecé a escribir a mano la escena: un historiador argentino encuentra un manuscrito en un libro de la biblioteca del castillo de una señora que es un poco mayor que él, en la Loire. Tuve la impresión de haber encontrado el disparador que me permitiría contar toda esa porquería. Caparrós no ha marcado diferencias de jerarquía entre el cuerpo principal de la novela (la declaración de Oscar) y las notas (la lectura del historiador); ambos ocupan un espacio similar y admiten toda clase de órdenes de lectura, como si fueran dimensiones autónomas: Lo primero que el lector encuentra es el epígrafe de Cervantes, y es ahí donde tendrá que decidir si lee primero el relato de Oscar, que empieza con la frase Ya no hay más muertes bellas, o si lee el cuerpo de las notas. Yo resolví abstenerme. Me pasé años pensando qué prefería y nunca pude decidirme. Novela exótica, menos anacrónica que extemporánea, La historia practica una vanidad hiperrealista que parece protegerla de cualquier efecto alegórico, y al mismo tiempo la arraiga en una Argentina mucho menos remota que el siglo XVI, época en la que la civilización calchaqui -supuestamente- habría florecido... ¡en el noreste nacional! No es casual que el historiador descifre el texto de Oscar a lo largo de los años de fuego argentinos (fines de los 60, la década del 70, el mismo período que Caparrós restituye en La voluntad), que muera en 1976 y que sus comentarios estén teñidos de efusiones militantes. Sí, el anotador es marxista, y un poco rígido: lo que escribe, sus referencias teóricas, son muy de la época, y el chiste macabro es que supone que el manuscrito que encuentra es un texto fundacional de la Nación. En ese sentido, en La historia, la disciplina histórica es una tomadura de pelo: el trabajo del historiador no tiene objeto, o su objeto, más bien, es una mera invención del historiador. Y, como corresponde a todo libro de historia, se equivoca de cabo a rabo en sus conclusiones. Aunque es cierto que su error tiene cierta grandeza. Lo mismo pienso, a veces, del libro: que es un error con altura. Cara y ceca Contra lo que se podría pensar a primera vista, es obvio que el Caparrós de La historia (fanático de la invención, incrédulo sofisticado, partidario de la incertidumbre) y el de La voluntad (escritor de base, documentalista reivindicativo, espíritu de intervención) no son dos sino uno, uno solo y el mismo, y que ambos libros están unidos por afinidades más profundas que una mera vocación elefantiásica. Afinidades, o enemigos comunes: el small is beautiful, el imperio de las ficciones tímidas, la hegemonía de lo fragmentario, el retroceso de la intencionalidad. Y sobre todo dos divulgadas extinciones: el fin de los grandes relatos y el fin de la historia. Así es el mapa según Caparrós, y en ese paisaje (que involucra a la vez su relación con la literatura y con el compromiso político) ambos libros funcionan articulados, como dos caras de un mismo proyecto. La relación es fuerte incluso temáticamente. Uno de los dos o tres motores de La historia es una especie de revolución leninista, a la manera de las La voluntad describe en plano realista. La gente de Calchaqui empieza a juntarse alrededor de una reivindicación: la conquista de la vida después de la muerte, la vida larga. Y se junta según un modelo de células, de agitación y propaganda: el modelo del partido leninista. La misma idea de tener el poder de modificar las formas del tiempo, que en la novela es central, es una idea clave de cualquier proyecto revolucionario. En los últimos siglos, de hecho, el único cambio serio en las formas temporales se dio cuando la Revolución Francesa dio vuelta y rearmó el tiempo a partir de un año cero: algo había empezado de nuevo, algo que no podía funcionar con el tiempo antiguo. Nadie conquista la historia sin voluntad, ironiza Caparrós, explotando la inesperada ventaja de marketing que poseen sus libros: cada vez que alguien dice la historia o la voluntad está hablando de ellos. La ironía, sin embargo, es literal. La historia, de hecho, le debe su existencia pública al éxito de La voluntad. Dos años atrás, Caparrós tenía un par de editores interesados en La voluntad y a todos espantados por el tamaño de La historia. Pensó entonces en armar una producción muy artesanal, con una suscripción para cien o doscientas personas, un poco a la manera de Laiseca con Los sorias. Pero vendió La voluntad a la editorial Norma, y cuando se vio que el libro prometía pude hacer una especie de pacto fáustico con mi editor, Fernando Fagnani: si le iba bien con La voluntad, se comprometía a publicar La historia. La voluntad funcionó bien y Fagnani, con gran caballerosidad, reconoció el acuerdo y publicó La historia.
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