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Manual de neurología fantástica Oliver Sacks, el notable neurólogo que desde hace años se dedica a publicar los fascinantes casos en los que interviene (El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, Un antropólogo en Marte), ha publicado ahora La isla de los ciegos al color. Publicado por la editorial Norma, el libro estará en librerías la semana próxima. A continuación, dos fragmentos del relato Guam. por Oliver Sacks Todo comenzó con una llamada, a principios de 1993. Es de parte de un doctor. Steele, dijo Kate. John Steele, desde Guam. Años atrás, en Toronto, yo había tenido algún contacto con un John Steele, un neurólogo. ¿Sería el mismo? Y si era así, me pregunté, ¿por qué razón me llamaba ahora y desde Guam? Levanté el teléfono, algo indeciso. Cuando mi interlocutor se presentó, en efecto se trataba del John Steele que yo había conocido. Me contó que ahora vivía en Guam, y que trabajaba allá desde hacía varios años. Guam había despertado un interés especial para los neurólogos durante los cincuenta y sesenta debido a las innumerables descripciones publicadas sobre una extraordinaria enfermedad endémica en la isla, una enfermedad que los nativos de Guam, los chamorros, llamaban lytico-bodig. La enfermedad, aparentemente, podía manifestarse de distintas formas, algunas veces como lytico, una parálisis progresiva que se asemejaba a una esclerosis amiotrópica lateral (EAL o enfermedad de las neuronas motoras), y otras veces como bodig, una condición comparable al parkinsonismo, ocasionalmente acompañada de demencia. Investigadores ansiosos llegaron de todas partes del mundo a Guam, ávidos por descifrar esta misteriosa enfermedad. Pero, de una manera insólita, la enfermedad no pudo ser vencida por ninguno de los que llegaron y, después de repetidos fracasos, el interés decayó. No había vuelto a escuchar que alguien mencionara el lytico-bodig durante los últimos veinte años, y daba por hecho que había desaparecido lentamente, sin ninguna explicación. Nada más alejado de la realidad, diría John. En la actualidad él trataba a cientos de pacientes con lytico-bodig. La enfermedad se mantenía activa y aún no se conocía una explicación. Los investigadores iban y venían, comentó, y algunos pocos se quedaban por largo tiempo. Pero lo que más lo había sorprendido, después de llevar doce años en la isla, y de haber visto cientos de pacientes, era la ausencia total de uniformidad, la variabilidad y riqueza, la rareza de sus manifestaciones, que para él parecían estar bajo la esfera de los síndromes posencefálicos vistos con tanta frecuencia después de la epidemia de encefalitis letárgica durante la Primera Guerra Mundial. El cuadro clínico del bodig, por ejemplo, era por lo general el de una profunda inmovilidad, casi catatónica, con relativamente poco temblor o rigidez, una inmovilidad que podía de repente derivar o transformarse de manera explosiva en su total contrario cuando a los pacientes se les suministraba una pequeña dosis de L-DOPA, un caso, pensaba John, que consideraba increíblemente cercano a lo que yo había descubierto en Despertares con mis pacientes posencefálicos. La gran mayoría de estos desórdenes posencefálicos había desaparecido del todo en la actualidad, y en la medida en que yo había trabajado con una extensa y única población (en gran parte ancianos) de posencefálicos en Nueva York durante los cincuenta y los sesenta, me encontraba entre los pocos neurólogos contemporáneos que los conocía de cerca. Así que John se mostró más que ansioso para que yo observara sus pacientes de Guam, y poder así hacer comparaciones y encontrar contrastes directos entre éstos y los míos. El parkinsonismo que afectaba a mis pacientes posencefálicos había sido causado por un virus; otras formas de parkinsonismo son hereditarias, como sucede en las Filipinas, y aun algunas tenían conexión con algún tipo de veneno, como la de los trabajadores de las minas de manganeso en Chile o los adictos congelados que destruyeron sus cerebros (centrales) con la droga sintética MPTP. En los años sesenta se había sugerido que el lytico-bodig también había sido causado por un veneno, adquirido al ingerir las semillas de las cicas que crecían en la isla. Esta exótica hipótesis era la dominante durante los sesenta, cuando yo me desempeñaba como neurólogo residente y era una hipótesis que me atraía particularmente pues sentía pasión por estas plantas primitivas, una pasión que venía desde la infancia. En efecto, yo tenía tres pequeñas cicas en mi oficina, una Cycas, un Dioön y una Zamia, todas apiñadas alrededor de mi escritorio (Kate tenía una Satngeria al lado del suyo), y se lo mencioné a John. ¡Cicas, éste es el territorio de esas plantas, Oliver!, respondió John levantando la voz. Las tenemos por todos los rincones de la isla; los chamorros adoran la harina que elaboran con sus semillas y la llaman fadang o federico... Que tenga o no que ver con el lytico-bodig es otro asunto. Y en Rota, al norte de aquí, a un pequeño salto en avión, puedes encontrar bosques enteros e intactos de cicas, tan densos y salvajes que podrías pensar que aún te encuentras en el Jurásico. Te encantará, Oliver, no importa qué tipo de sombrero lleves puesto. Caminaremos por la isla observando las cicas y los pacientes. Podrías empezar a llamarte neurólogo cicadeceologista o cicadeceólogo neurológico, sea como sea, ¡obtendremos la más alta calificación en Guam! |