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Por Ariel Schetini
Hay libros que tienen la fuerza necesaria para transformar
la configuración oficial de un personaje. En Cuando Lugones conoció
el amor se puede identificar a un Lugones completamente desconocido hasta
ahora. El que aparece en este libro es un escritor que, contrariamente
a su producción anterior, parece que puede (y de hecho, lo hace)
entregar algo de sí en la escritura, algo sincero.
Todos saben que Lugones comenzó su carrera como joven militante
de izquierda, que fue el papa canonizador del Martín Fierro como
nuestra obra nacional, que su poder para dictaminar acerca de las propiedades
de nuestra literatura era, hacia el Centenario, absoluto. Borges se encargó
de arrebatarle ese lugar en el Panteón de las Letras para, finalmente
devolvérselo. Pero al margen de su obra literaria, Lugones había
actuado políticamente como el ideólogo de la militarización
de la cultura latinoamericana.
En 1926, invitado por el gobierno del Perú, Lugones pronunció
su ya célebre Discurso de Ayacucho, en el que alentaba
al poder militar a salvar nuestra región, tal como
nos habían liberado un siglo antes. Llamó a
ese ciclo redentor la hora de la espada, que sonaba nuevamente
para Latinoamérica. A partir de ese pronunciamiento, Lugones ocupó
el mefistofélico espacio del monje negro o del intelectual estatal,
incómodo hasta para los mismos grupos de acción golpista
para los que trabajaba.
Todos
conocemos esa historia que mezcla literatura, Estado y poder de un modo
que sigue teniendo consecuencias en el presente. La literatura de Lugones,
paradójicamente, fue lo que murió primero. Sus poemas y
su prosa, después de la vanguardia y de los años sesenta,
quedaron en un estado de arcaísmo tal que casi es imposible leer
una frase de quien fuera el vate nacional sin ceder a la risa, el tedio
o la impavidez.
Para los lectores modernos la figura de Lugones es casi inexplicable porque
nos separa de él un abismo estético. ¿Quién
puede haber creído en las virtudes poéticas de un hombre
que desde el primero al último libro considera que flor
y amor riman legítimamente? ¿Quién pudo
soportar ristras infinitas de versos dedicados a los valores de la
pampa argentina cifrados en sus vacas, sus trenes y su pasto? ¿Quién
creyó en los argumentos pueriles que usa para glorificar al Martín
Fierro (comparado con La Ilíada o con La Divina Comedia) sin sospechar
de los intereses xenófobos que lo mueven? Lugones siempre fue excesivo,
pero nunca eficaz.
Intimidad de un poeta Precisamente porque contradice ese saber común
y escolar, Cuando Lugones conoció el amor presenta una cara de
Lugones jamás antes imaginada.
En la Introducción donde justifica la publicación
de estos textos inéditos, María Inés Cárdenas
de Monner Sans dibuja un perfil del escritor completamente nuevo. En el
mismo momento en que el escritor prepara el Discurso de Ayacucho,
se enamora de una alumna de la Facultad de Filosofía y Letras,
amiga de toda la vida de la autora. A partir de allí aparecen una
serie de historias que se disparan en diversas direcciones.
Por un lado, la historia de estas amigas que establecen un pacto de publicación
de la correspondencia íntima del propio Lugones. Pero, al mismo
tiempo, el relato de este amor entre el hombre ya maduro y la joven, atestiguado
por cartas y poemas.
Las figuras principales de este libro se conocieron por el fervor bibliográfico
de la alumna, que buscaba la última publicación del escritor
ya en decadencia (la voracidad de los alumnos de Filosofía y Letras
para leer como novedad lo que acaba de pasar de moda no es nueva ni ha
cesado). A partir de allí comienza un vínculo amoroso que
arrastra al escritor a zonas desconocidas de su literatura. Lugones, hombre
casado y con hijos, inventa, para defender su amor y la reputación
de ambos, formas anagramáticas de los nombres de los amantes que
le permitan decir aquello que la situación civil les impide. Entonces
crea una poesía lúdica y perversa que lo acerca más
a la sublimación de Lewis Carroll que a los cisnes de calesita
que Lugones echaba a nadar en los estanques de las aguas servidas por
Rubén Darío: Leopoldo Lugones se disfraza sucesivamente
de Osolón de Ploguel o Ugopoleón del Sol o tu novio
Leopoldo. Ella, Emilia, se convierte en Dama Melancolía,
Aglaura, Leodia o Clelia de Amoiga o Camelia o Lila. Entre esos nombres
Lugones prueba la escritura de versos juguetones. El hombre feliz
no existe, pero su camisa sí, y como la camisa viaja y nunca vuelve
de la lavandería, todos tenemos asegurado un día de felicidad.
Es el tema de uno de sus poemas en el cual la dicha queda garantizada
por el anonimato.
También hay poemas amatorios en los que el código y la fórmula
se imponen sobre la expresión de sí. El espíritu
irredento del autor latinoamericano es notablemente traducido sin pudor
a otras lenguas: los únicos dos poemas en inglés de los
que consta este libro incurren en la rima love/ glove/ dove
que es, simultáneamente, una de las pocas rimas existentes en la
lengua inglesa para la palabra love, tanto como una de las
más prohibidas por vulgar. Pero esa obligación de transformar
el nombre del autor coloca a Lugones en problemas de identidad y especulaciones
en los que a veces resuena Borges, y nos permite verificar hasta qué
punto el primer Borges desechó, en el mismo movimiento, el discurso
de la sentimentalidad y la estética del modernismo. De hecho, el
Borges de los poemas amorosos, especialmente los posteriores a El
Hacedor, no se diferencia de algunos versos de Lugones: Del
otro que era él mismo,/ tampoco se sabía/ diz que en la
torre mora/ Dama Melancolía, dice Lugones hablando de sus
alter-egos y de la protagonista de sus pesares.
Algunos de los poemas son pequeños epigramas de una oración
que describen un estado de ánimo o una situación en unas
pocas palabras lacónicas, y es allí donde la ternura o el
encantamiento amoroso se internan en las leyes del verso clásico
para provocar algo inaudito en la voz del autor. En el poema Pronombre
personal define la forma de la palabra sin necesidad de acudir a
la grandilocuencia: Aquel con que te expreso/ la belleza que ignoran
los sabios:/ El que toma en los labios/ la forma del beso.
Fluidos del alma Junto a los poemas, este libro rescata la correspondencia
que el escritor mantuvo con su amante. Y allí está la zona
más interesante del libro. Si toda relación epistolar puede
servir para confirmar a los correspondientes que las actitudes, los modos
del trato y las formas se conservan aún en la ausencia física
de éstos, las cartas de Lugones muestran algo más que al
hombre de Estado dominado por una pasión.
En sus cartas, el autor de La guerra gaucha lleva a cabo todas las estrategias
del amor cortés: la mujer amada es elevada hasta inasibles alturas
y puesta, al mismo tiempo, en el lugar del ángel beatífico
mientras, a la vez, se la denuncia por actuar como el demonio perturbador
del sosiego viril y mezclando la demanda obsesiva y la ansiedad
infinita se la cubre de halagos. La intención no es la de
convencer mediante argumentos, sino la de provocar adhesión o ciega
hipnosis mediante la proliferación de apelativos amorosos. Al mismo
tiempo, se pone en marcha todo el lenguaje de la sublimación que
puede hacer de la amada una abejita, una tórtola de seda o una
princesa, tanto como una fiera, una pantera, una leona o un ser con saberes
demoníacos ocultos. Aun así, en todos los casos, la literalidad
de la metáfora deja entrever claramente que en la mayoría
de los casos la espiritualización del mensaje está en relación
inmediata con alguna parte o actividad del cuerpo que los modales del
momento no permiten nombrar. Cuando habla de derramarse en perlas,
Lugones se refiere a que se masturba en la oficina de redacción
del diario desde donde escribe para firmar con su propio semen; cuando
habla del amor que lo desangra, se corta un dedo para enviar su propia
sangre; cuando habla del perfume de las prendas de la amada, se refiere
al olor de la ropa interior que Emilia le ha regalado. Como si todo el
juego consistiera en volver literal la poesía de Góngora
y Quevedo.
Bondage Es verdad que el lenguaje epistolar amoroso latinoamericano de
la época exigía el desborde, clausurado en sus límites
meramente retóricos. Es verdad que las cartas se conservaban en
la época como el único espacio social donde la intimidad
y el secreto permitían (bajo normas estrictas) salirse de las ataduras
para dar rienda suelta a la expresividad del yo desaforado sin poner en
mayores riesgos las apariencias urbanas y las figuraciones sociales. Con
un lenguaje místico digno de los ejercicios espirituales y el temerario
alarde de quien exhibe que puede acceder a los rincones más ocultos
de la lengua, Lugones encontró este género secreto para
dar acaso lo más honesto y desgarrado de su producción.
Pero más allá de las manchas de semen o sangre con las que
decora el éxtasis y clarifica su letra manuscrita, Lugones enamorado
recorre en su epistolario una zona notable de sus preferencias eróticas.
Los pies de la amada como el lugar del placer del humillado que no deja
de citar en cada carta, o la constante ansiedad y el suspense dedicados
a los encuentros e incluso la retórica paranoica del secreto que
aparece cuando los teléfonos son intervenidos por la policía
o su correspondencia violada (Polo Lugones, su propio hijo, era el oficial
de policía que los investigaba), construyen un Lugones que no tiene
nada que envidiar al Sacher-Masoch de La Venus de las pieles.
Como
dato maravilloso, este libro diseña un personaje que explica un
modo específico de la sensibilidad finisecular. De acuerdo con
su código, la virtud pública esconde un repertorio de perversiones
ocultas que una vez develadas permiten leer la ingenuidad de un
hombre que hacía de la virilidad un culto social y
un modo de funcionamiento. Así, las relaciones de todos los tipos
quedan investidas de los atributos del amo/esclavo. En sus cartas detalla
las reglas del masoquista como si se tratara de otro discípulo
de la Wanda dominante que disciplinaba al Doctor Masoch: con el
corazón roto por tu más injusto rigor, soy yo quien te pide
perdón sin tener de qué, besándote los piecitos
o Tú que eres princesa, mandas como tal.
En el nombre del hijo El fin de la relación de Lugones con Emilia
tiene como corolario un episodio del autoritarismo criollo que ilumina,
de algún modo, el origen del accionar delirante o irracional de
las fuerzas represivas en este país y que tiene la forma de una
moraleja gaucha. Después de varios años de iniciado el romance,
un día Emilia llega a su casa y encuentra a sus padres reunidos
con Polo Lugones, el hijo de su amante, director de la policía
en ese momento y, como es célebre, el importador de la picana eléctrica
(invento suizo). En esa conversación se la intima a que abandone
a Lugones bajo pena de que el escritor sea declarado insano por su propio
hijo. Obediente, Emilia se separa de Lugones, aunque él sigue mandando
cartas y buscando a su amada infructuosamente. Menos de cinco años
después, Lugones se suicidó en el Tigre.
Si el fin de este amor esclarece, aunque sea vagamente, el suicidio en
el nombre de su vanidad herida, además es posible conjeturar que
la figura de Lugones cerró un círculo completo.
Este libro permite fantasear que su historia es la del hombre que pudo
ocupar todos los lugares sociales. Lugones, que se presentaba proclamándose
el hombre más fiel del mundo y que dedicó un
libro a esa virtud (El libro fiel), termina acorralado por
las mismas cárceles sociales que contribuyó a erigir. De
un modo o de otro, es inevitable pensar que no fue sino una víctima
de un Estado de vigilancia y represión que él mismo ayudó,
literalmente, a engendrar, y que patrocinó.
Para los lectores de una trama amorosa truncada como fue la de Emilia
Cadelago y Leopoldo Lugones, es difícil no reconocer grandilocuentes
gestos heroicos en las más mínimas actitudes de los amantes.
La violación de las normas sociales y el secreto develado, en este
caso, alimentan ese imaginario. De hecho, esta épica domina la
correspondencia de los amantes, que buscaban en el más trivial
de los hechos cotidianos razones para convertirlo en una hazaña.
Después de unos días de enfermedad de Lugones (que podemos
suponer una consuetudinaria gripe) el autor escribe a su amada uno de
los poemas más bellos de toda su obra. Gracias a este libro indiscreto,
ese poema ve ahora la luz:
Peligré
y la muerte
Por mis ojos vi.
Riesgo y ventura
Fueron para ti.
Con espada y firme
brazo combatí (...).
Si cayera un día
Como no caí
Mi último suspiro
Será para ti.
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