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La guerra de William Faulkner

En estos días Alfaguara distribuyó una nueva traducción de Una fábula, escrita por Faulkner entre diciembre de 1944 y noviembre de 1953. Un año más tarde fue galardonado con el Pulitzer. Antes, en 1950, había recibido el Premio Nobel.

Por Guillermo Saccomanno

El 2 de junio de 1910 Mister Compson le regala a su hijo Quentin el reloj de su padre: “Te doy el mausoleo de todas las esperanzas y deseos”, le dice. “Será extremadamente fácil que lo uses para mejorar la reducida absurdum de toda la experiencia humana que no puede adaptarse mejor a tus necesidades individuales de lo que se adaptó a las de tu padre. Te lo doy no para que recuerdes el tiempo, sino para que puedas olvidarlo de cuando en cuando por un rato y no malgastes todos tus esfuerzos tratando de conquistarlo. Porque ninguna batalla se gana jamás. Ni siquiera son libradas. El campo de batalla sólo revela al hombre su propia locura y desesperación, y la victoria es una ilusión de filósofos y de tontos.” Conceptualmente, en este discurso late gran parte de la problemática de William Faulkner (1897-1962). El fragmento corresponde a uno de los monólogos que integran El sonido de la furia (1929), una de las novelas cruciales de Faulkner junto con Mientras yo agonizo (1930), Luz de agosto (1932) y Absalon, Absalon (1936). En este cuarteto se encuentran todos los temas, obsesiones y motivos de su escritura, que se ramifica a lo largo de una inabarcable cantidad de poemas, cuentos, novelas y también algo de teatro. Una escritura que hereda la retórica alambicada de la Biblia, Shakespeare y Herman Melville. Frases que se estiran, ya sin aliento, y después vuelven al punto de partida, como dudando de la eficacia del lenguaje. Adjetivos que preceden y suceden a un mismo sustantivo, persiguiendo una poética de realismo enrarecido que pone en tela de juicio al naturalismo liso y llano. Internarse en la escritura de Faulkner es toda una experiencia. De su lectura no se sale indemne, deja marcas, sella fórmulas y establece un ritmo. Su influencia puede rastrearse en García Márquez, en Onetti (Macondo y Santa María descienden en línea recta del Condado de Yoknapatawpa, Mississippi, creación personal de Faulkner), y alcanza, más acá, a Tizón y a Rivera. Faulkner es un punto de referencia obligado de buena parte de la narrativa de este siglo. En un célebre reportaje que le hizo George Plimpton afirmó que no competía con sus contemporáneos. “Rivalizo con los muertos”, dijo Faulkner. Y así se explica que su literatura siga viva como nunca. En 1950 le fue concedido el Premio Nobel. La leyenda cuenta que se presentó borracho a recibirlo. Por ahí circula el texto que pronunció en esa ocasión, tanto una pieza brillante de oratoria como un ars poetica.
En estos días Alfaguara hace circular en librerías una nueva traducción de Una fábula, escrita por Faulkner entre diciembre de 1944 y noviembre de 1953. Un año más tarde fue galardonado con el Pulitzer. A grandes rasgos, Una fábula es una novela bélica, o si se prefiere, antibélica; es decir, pacifista (pretenciosamente, la contratapa anuncia: “Esta es la novela que podría acabar con todas las guerras si los gobernantes enloquecidos leyeran novelas”; con certeza, Faulkner se habría reído a carcajadas de este optimismo publicitario). Una fábula se inserta en la gran corriente de novelas de guerra estadounidenses, corriente que inaugura en el siglo pasado Sthepen Crane y que pasa por los nombres de Ernest Hemingway, James Jones, Norman Mailer, Tom Herr y desemboca en Tim O’Brien. En todos los casos, se trata de relatos que convierten la guerra tanto en escenario como en personaje que refleja la esencia mezquina del ser humano.
A su modo Una fábula escapa, por su monumentalidad, al fácil encasillamiento en esta tendencia. Sin vacilaciones, la monumentalidad es un rasgo típicamente faulkneriano: toda anécdota, por mínima que sea, implica páginas; todo personaje, por secundario que parezca, posee una historia tan importante como la central. Como siempre, los héroes -perdedores todos, con sus vanidades y sueños– terminan corroídos por ese gran protagonista faulkneriano que es el tiempo arrasando la esquizofrenia del campo de batalla, la inutilidad de cualquier victoria. Faulkner arremete contra el chauvinismo, contra el ejército, contra la religión. Ambientada en las trincheras aliadas de la Primera Guerra, Una fábula da la impresión de estar narrada desde el fango y la pestilencia. Como un Tolstoi poseído, Faulkner narra la historia de una tropa francesa que seniega a entrar en combate: “Y no se trata solamente de que no puedan, de que no se atrevan, sino de que no quieren. Han comenzado ya a no perder”. Hay también un oficial que busca ser degradado para volver a su rango de soldado raso, fundiéndose solidario con sus subordinados. Hay además un piloto bisoño que verá derrotadas sus expectativas en la aviación. Y hay, sobre el final, la conmovedora historia del soldado desconocido enterrado en el Arco de Triunfo. A unos pocos hombres el alto mando francés le ordena: “Trasladarse a Verdún y, una vez allí, llegar con prontitud y celeridad a las catacumbas que se hallan bajo el fuerte de Valaumont, conseguir el cadáver de un soldado francés que no esté identificado, que no sea identificable en razón de su nombre, regimiento o graduación y regresar con él”. Por supuesto, en Una fábula participan el hambre, la desolación y la angustia, coronados por el festejo hipócrita de la paz.
La desmesura de Faulkner no consiste tanto en las quinientas páginas de esta novela como en la voluntad de construir un vasto retablo y proporcionar justamente, como fábula, una moraleja. A esta altura del milenio, después de los gases tóxicos, los campos de exterminio, las bombas atómicas, el napalm y los combates televisados, todo mensaje suena, por lo menos, ingenuo. Sin embargo, Una fábula se sostiene. Y su poder hipnótico reside en un engranaje narrativo que, una vez puesto a funcionar, es imparable. Por supuesto, Faulkner exige del lector una respiración a contrapelo de la literatura predigerida y requiere, como añora George Steiner, un lectorlápiz-en-mano que subraye, anote en los márgenes: que entable con el libro esa relación poco habitual en tiempos de zapping.