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De paso por Buenos Aires con motivo de la presentación de su libro de artículos críticos, La narración-objeto, Juan José Saer conversó con Radarlibros sobre el estado de la Argentina, el modo en que los grandes grupos monopólicos hegemonizan la cultura y por qué eso afecta severamente a la literatura.


Por Daniel Link

No es habitual que Saer esté en Buenos Aires, porque -nativo de Serodino, provincia de Santa Fe– pasa el común de sus días en París, donde vive desde hace treinta años. Pero tampoco es habitual que un narrador publique artículos críticos, en un universo literario dominado casi exclusivamente por la idea de “narración” y no por la de “reflexión”. Es por eso que, esta vez, Saer decidió tomar a la narración como objeto. Semejante suma de inhabitualidades (habida cuenta de los tiempos que corren) justifica un encuentro para preguntarle a Saer, esta vez bajo la máscara del crítico, cómo evalúa el estado de la literatura argentina actual y cómo piensa hoy la relación entre la cultura de masas y la literatura. Sobre todo teniendo en cuenta que en 1972, en pleno fervor mass-mediático, Juan José Saer publicó –en una compilación de artículos críticos que hizo época, América Latina en su literatura–, un texto célebre en el que denunciaba severamente los efectos que la cultura de masas producía en la literatura (“la cultura de masas, industria y estímulo del fantaseo, es el enemigo mortal de la literatura”).
Veintiocho años después, habría que pensar, el contexto es otro y por lo tanto otras las relaciones que podrían observarse. “Todo ha empeorado. La presencia de la cultura audiovisual norteamericana es asfixiante”, dice Saer, sin titubear. “Pienso, por ejemplo, en los micros que recorren las ciudades de provincia. Uno ve la gente que viaja en esos micros y luego las películas que les pasan adentro, que son completamente heterogéneas respecto de la realidad de esa gente... La industria cultural se ha degradado tanto que ya ni siquiera es cultura, para mí”. El mismo gesto y la misma retórica que hace sesenta años les servía a Theodor Adorno y Max Horkheimer para separar “el arte de verdad” de la cultura producida para las muchedumbres (concebida como mera masa de público). Si algo ha cambiado desde entonces es que ya no hace falta aclarar tanto las cosas: la cultura es de masas y es industrial. “No es que los nuevos soportes no permitan una elaboración cultural, es que vivimos una invasión de productos industriales. El modo en que los grandes grupos monopólicos hegemonizan la cultura es inadmisible. Esto afecta severamente a la literatura porque afecta a la industria del libro”.
Aunque lo que reconocemos como “la literatura” no debería coincidir necesariamente con “la industria del libro”, Saer es consciente de hasta qué punto los dictados de la industria interfieren en el sistema de conceptos que es “la literatura” en un momento determinado. “Afortunadamente, siempre hay proyectos independientes. Y mientras haya una industria del libro independiente, queda garantizada la existencia de la literatura. La ventaja que presenta la literatura escrita en lengua española es que, habiendo varios centros editoriales (Buenos Aires, Barcelona, México), eso hace más pluralista el funcionamiento del mercado.”
Saer cree que no hay que aceptar los engaños. Una editorial no es solamente un proyecto comercial sino también un proyecto de intervención política en el seno de la sociedad y de la cultura. Por lo tanto, “no importa si Antonio Di Benedetto vende o no. Me parece que sus libros son mejores que algunos que venden decenas de miles de ejemplares, firmados por personas que ni siquiera podríamos calificar como escritores”. Saer se niega a dar nombres, no quiere –sobre todo– hablar de sus colegas argentinos. Después de mucho titubear se anima a tomar a Paulo Coelho como representante. “Es sólo un ejemplo: Coelho es un estereotipo de la literatura de mensaje. Su falso optimismo es muy comercial y tiene por objeto embarcar a los lectores en esa ficción de la falsa felicidad. No estoy en guerra con esa gente, pero reclamo un espacio para la literatura (Gadda, Vallejo, lo que se prefiera) menos preocupada por el mensaje en el sentido en que lo hace Coelho”.

Crítica y verdad
Para Saer es precisamente la mercantilización extrema de la literatura lo que cancela la posibilidad de circulación de crítica. “Alpensamiento crítico se le niega su necesidad a partir del presupuesto de que el público nunca se equivoca. Yo pienso, por el contrario, que el público siempre se equivoca, sobre todo porque se habla de público como si se tratara de clientes. Contra ese clientelismo tiene que trabajar la crítica. No tanto porque la literatura necesite de la explicación... pero sí de la contextualización. El trabajo crítico realiza distinciones en el seno de lo escrito y sirve también para fundamentar el valor.” La situación puede ser particularmente grave en países como la Argentina, pero la desaparición de la crítica se verifica también en Europa. “En Francia la crítica tampoco circula. Tal vez porque ha adoptado un academicismo gris, poco interesante y arbitrario. Cuando la crítica aparece como muy centralmente entronizada creo que es legítimo rebelarse. Pero ahora no es ése el caso. La situación parece más bien la inversa”, protesta Saer.
Una de las certidumbres que despliega La narración-objeto es que las sociedades en que la crítica es marginal o no tiene cabida son sociedades autoritarias. “Lo más triste es ver cómo tantos escritores aceptan eso sin rebelarse. Al hacerlo, pierden el derecho a exponer su opinión desde el momento en que, para publicar, son capaces de decir cualquier cosa. Por eso yo les digo: hay que ser presentable”.

Capitalismo y esquizofrenia
Muchas veces las razones invocadas desde las editoriales para justificar sus políticas de intervención literaria se fundan en el valor democrático del mercado y el carácter elitista de otras concepciones sobre lo que la literatura es: “Invocar la cantidad de ejemplares vendidos como criterio de valoración define los objetivos de cierta actitud empresarial. Las relaciones empresariales pueden estar, en algunos casos, fundadas en el miedo y el chantaje. Las declaraciones prepotentes son un estilo empresarial. Conviene recordar que los libros más vendidos del siglo XIX son hoy totalmente desconocidos para nosotros. La democratización es una idea que viene de la política de divulgación y bastardización de los medios. En ese punto, entre el realismo socialista y la literatura de mercado no habría ninguna diferencia. Umberto Eco equivale a Solyenitzin. Al público se le ofrecen siempre los mismos contenidos y valores dados de antemano. Sobre todo, contenidos de redención, como en el caso de Paulo Coelho. La democratización del arte supone formatos adecuados a un público, pensado como un conjunto de infradotados y no como una suma de lectores maduros. Por supuesto, es elogioso y deseable que haya ediciones baratas y muchas bibliotecas populares. Pero estoy en contra de la democratización como simplificación de las formas”.

Epopeya y novela
Las ideas sobre la literatura que Saer defiende provienen no tanto de una teoría sino de la historia misma de la literatura en el siglo XX. Uno de los artículos incluidos en La narración-objeto analiza la historia de la novela como un progresivo desmantelamiento de la epopeya.
“Los procesos de masificación de la literatura se remontan al siglo XIX. Pero la historia de la novela en el siglo XX es muy experimental y muestra ese progresivo desmigajamiento de las formas, un uso traicionero de los procedimientos de la epopeya que la ponen fuera de época. El Ulises de Joyce, los libros de Nathalie Sarraute, de Thomas Bernhard, de Arno Schmidt. ¡O Pedro Páramo! Ésa es la tradición más específica del siglo: un progresivo desmigajamiento del relato.” A Saer le interesa particularmente esa tradición literaria porque puede derivar de las formas una cierta moral. “En esos relatos, la moral del fracaso es una constante. Es por eso que se puede decir que el optimismo es opresor. La redención es imposible... La idea misma de redención es psicológicamente inadmisible. En arte, la idea de redención es engañosa. Por eso hay que adoptar otro punto de vista. Es lo que hicieron Arlt, Borges, Di Benedetto. Es lo que se puede leer, también, en el Martín Fierro.. La paradoja es que el triunfo de la literatura se convierte en la ilustración de esa moral del fracaso. “Es cierto”, acuerda Saer. “Esa moral del fracaso estimula la creación artística. Porque el carácter triunfalista de los valores de la epopeya es opresor.” Como, además de escritor, Saer es profesor, puede explicarlo a partir de un ejemplo universal: “Comparemos a dos grandes héroes por todos conocidos. Don Quijote, no importa por qué razón, no miente nunca. Mientras que el Cid Campeador no duda en efectuar cualquier engaño (como el episodio de los prestamistas, a quienes deja en prenda dos arcones llenos de arena) para cumplir con su proyecto político. Don Quijote es ya un héroe moderno de novela, mientras el Cid responde al modelo de la epopeya”.

Mimesis
Por supuesto, esa tradición experimental y crítica no es hoy hegemónica y liga siempre mal con los dictados de la industria del libro. Entre las opiniones más heréticas que Juan José Saer se atrevió a escribir en La narración-objeto se lee una condena masiva de la ficción anglosajona contemporánea: “No veo ningún escritor norteamericano que reúna las condiciones de los escritores del pasado. Saul Bellow me parece simpático. A Philip Roth directamente no puedo leerlo. Tiene una prosa tan banal y tan dirigida a cierto público.... No sé. Lo que me pasa con esos escritores es que ya no me atrevo a leerlos. No he leído a Don DeLillo. No he leído a Martin Amis, tampoco. Sus declaraciones me parecen de una total banalidad. Esa cultura me parece totalmente agotada. Y no hay que hablar, para explicarlo, de posmodernismo. No se trata de posmodernismo sino de neoclasicismo. Y ya sabemos a qué aburrimientos ha llevado el neoclasicisimo, con su repetición puramente exterior de una retórica. Se trata de escritores muy tradicionalistas”, puntualiza Saer casi con desprecio. Y se entusiasma cuando se le recuerda la consigna de Pier Paolo Pasolini, No hay que abandonar la tradición a los tradicionalistas. “Pasolini me estimula sobre todo como intelectual y como crítico. El cine último de Pasolini, me parece, ha perdido su fuerza, pero sus intervenciones siguen siendo de una extraordinaria lucidez. En sus primeros films es muy elocuente la idea de que el Tercer Mundo empieza en los suburbios de Roma (presente también en sus novelas). Esa integración de mitos y de representaciones de culturas diferentes es algo muy interesante. Y Pasolini trae lo extranjero a su cultura local, en el mismo sentido en que lo hicieron los cubistas con el arte negro. Pasolini ha sido un gran mezclador de tradiciones culturales”, dice Saer, entendiendo que las tradiciones son maneras selectivas para pensar el pasado, el presente y el futuro. “Pensar la tradición significa trabajar también para el pasado. Un artista verdadero hace su obra modificando una cierta tradición y no repitiéndola puntualmente.”
Saer no puede comprender esas novelas completamente desgajadas de sus tradiciones literarias específicas, irreflexivas, fofas, sin nada que decir. “Para enfrentar las exigencias actuales de la literatura, sigue siendo importante la tradición, además de las exigencias del nuevo lector. En el caso de la tradición rioplatense –que es la que me interesa, y en relación con la cual escribo– lo que importa pasa por la literatura gauchesca, José Hernández (no coincido con Borges en su predilección por Ascasubi), Sarmiento, Mansilla, Onetti, Felisberto Hernández, Quiroga, Arlt”. Evidentemente, en la tradición así diseñada, la obra de Juan José Saer (desde El limonero real hasta Glosa) encuentra su lugar en el mundo. Lo que habría que preguntarse es si ese lugar no exige, para su cabal comprensión, de la eficaz acción de los aparatos escolares. Y, en este punto, la cultura aparecería no sólo como enemiga del arte sino también de la escuela, por el vacío de tradiciones que postula como única lógica para su funcionamiento.

¿Por dónde empezar?
Atrapada entre dos líneas de fuego (la escuela, la cultura), la literatura ha sabido encontrar, a lo largo del siglo XX,intersticios para seguir hablando. ¿Cuáles han sido las estrategias de supervivencia de la literatura de Saer? “En literatura uno escribe un poco lo que puede, algo que se le impone. La insistencia de ciertos temas, construcciones, frases, son acompañados de una cierta reflexión. Es cierto que en algunos de mis textos privilegio una reflexión sobre los niveles de la percepción de las cosas. Se me impuso no tanto por la necesidad de reconstruir la realidad, sino por la pobreza perceptiva con la cual enfrentamos las cosas habitualmente. Lo que a mí me pasa es muy sencillo: la presencia de los objetos me resulta misteriosa. Miro un objeto y mi percepción está acompañada de un sentimiento de extrañeza. Ahora mismo veo esas sillas ahí”, Saer señala unas sillas abandonadas a la lluvia que cae mansamente sobre Buenos Aires esa tarde, “y es raro pensar de qué material son y cuál es su relación con el espacio y el tiempo. Diría que los objetos necesitan de un momento de vivacidad perceptiva para existir. Joyce y Piglia llaman a eso epifanías. Me parece que escribir sobre eso tiene que ir a dar en un enriquecimiento del sentido del objeto”.
A partir de La pesquisa (1994) y, sobre todo en Las nubes (1997), las novelas de Saer parecerían haber apostado a índices de legibilidad mayores que los que regían sus textos anteriores. ¿Hay que entender ese abandono como una actitud estratégica? Saer no acuerda con esa lectura. “Esas novelas no hacen sino prometer un relato que nunca se cumple. En La narración-objeto, precisamente, incluí dos textos breves en los que explico un poco cómo funcionan esas novelas. Ahora estoy escribiendo textos breves como los Argumentos incluidos en La mayor”, dice, refiriéndose a una de sus obras más clásicas. En cuanto a la poesía, cuenta Saer, hace tiempo que ha abandonado ese hábito, del cual dio muestras con la recopilación El arte de narrar (1977).

Literatura argentina y realidad política
Una de las transformaciones más brutales que el mercado ha impuesto a la literatura es la incapacidad de los escritores para analizar políticamente el presente. Ese vacío (que no es otra cosa que un vacío crítico) es preocupante no tanto porque las opiniones de los literatos tengan un valor particular, sino porque son el fundamento de sus ficciones y poemas (no necesariamente la fuente, no necesariamente porque esas opiniones se “reflejen” en los textos) y un índice de las complejas transacciones a las que el mercado los somete. El triste consuelo de la profesionalización (la muletilla “yo cuento historias”) esconde el miedo a asumir compromisos políticos explícitos. Afortunadamente, Juan José Saer viene de lejos y está acostumbrado a las intervenciones. Tal vez por eso no tiene inconvenientes en decir lo que piensa de las instituciones políticas. Es que está convencido de que “en el fondo, en toda posición de privilegio se agazapa el fantasma de la tiranía” y, para evitar todo malentendido, aclara: “Es cierto que en este libro hay afirmaciones fuertes, pero son sencillamente opiniones. He perdido muchas certidumbres a lo largo de mi vida. No es tranquilizador, pero al menos uno se siente más humano”.
Evaluando el resultado de las últimas elecciones presidenciales, no puede sino manifestar su alegría, parafraseando a Saramago: “No soy un escritor de izquierda, sino una persona de izquierda. Me considero socialista. Diría: un alfonsinista de izquierda, porque creo que Alfonsín tuvo ideas de cambio. Creo que los políticos no tienen derecho a decir que no se puede cambiar la realidad. Se les paga para eso. Yo quisiera extremar un poco las ideas de la Alianza, quisiera que fueran más atrevidas, más osadas. De todos modos estoy muy contento con su triunfo. Me hubiera gustado que ganara también en la provincia de Buenos Aires, pero me doy cuenta de que la gente está contenta, sobre todo por el equilibrio de poderes que resulta de esta elección”. Interrogado sobre el presidente saliente, Saer se indigna. “No puedo sino destacar la actitud inmunda (no creo que haya otra palabra) de Menem la noche de las elecciones. Su manera de minimizar el proceso democrático me pareció intolerable, una grosería frente a las instituciones.”