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Benjamín Prado
El País de Madrid

A un lado hay un montón de sepultureros con palas y al otro está Bob Dylan. Los sepultureros empiezan a cavar su tumba, pero justo cuando pensaban que iban a enterrarlo, Dylan salta una tapia y se escapa del cementerio. No ha sido difícil, porque Esa es la historia de su vida y porque tiene la experiencia que le ha dado ser, con toda seguridad, el artista vivo al que más veces han dado por muerto: cuando a mediados de los sesenta abandonó el folk para hacer tres de los más revolucionarios álbumes de rock and roll de todos los tiempos -Bringing it all back home, Highway 61 revisited y Blonde on blonde-, cuando abandonó aquella música surrealista y volvieron a jurar que estaba acabado, y él les contestó con John Wesley Harding y, ya en los setenta, con Planet waves, Desire y, sobre todo, otra maravilla irrebatible: Blood on the tracks. Después vinieron los ochenta y su conversión al cristianismo. Aunque la gente suele referirse a esta etapa con un simple etcétera, sigo pensando que al menos Slow train coming es un trabajo fascinante y que algunos temas de Saved poseen la intensidad de un cuchillo bien afilado. En cualquier caso, Dylan volvió a subirse al caballo, fue absuelto por unanimidad cuando editó en 1983 Infidels y aclamado en 1989 por Oh mercy. Sólo se había ido durante un tiempo, pero ya estaba de vuelta.

Y luego, el vacío y casi nueve años de esterilidad, paliados a duras penas con grabaciones en directo, homenajes, antologías y discos acústicos en los que la voz del viejo Bob sonaba a niños enclenques dándole patadas a un balón desinflado. De hecho, ése ha sido el gran problema del último Dylan, una voz desgastada por el bourbon, dos paquetes diarios de Benson & Hedges y una desesperante gira sin fondo -el “Never Ending Tour” (La gira interminable)- cuya meta es, según dice, conseguir dar doscientos conciertos al año. Durante una entrevista, le pregunté a Keith Richards por Dylan.

-Ah, ¡el bueno de Bob! Es alguien muy grande, la clase de tipo al que le lavaría los platos después de la cena. Lástima que sea tan ansioso, que tenga la fiebre de la línea blanca.

-¿La fiebre de la línea blanca? ¿Es adicto a la cocaína?

-¡No! La línea blanca de las carreteras. Está siempre tocando. No creo que se acuerde ni de la dirección de su casa.

Sea como sea, el caso es que Bob Dylan aún tenía preparada una resurrección más, para finales de 1997, un disco al que los críticos le han puesto más estrellas que a la gorra del general Patton: Time out of mind. Es curioso que, de algún modo, este cedé venga a confirmar que lo que había ocurrido desde Oh mercy era una especie de paréntesis, porque está claro que se trata de dos discos gemelos, no sólo por la rotunda presencia en ambos del productor Daniel Lanois, sino también por la intención de las propias canciones, esa actitud ante ellas del mismo Dylan, que las afronta al modo de un crooner, alguien que quiere asegurarse de que su mensaje va a ser claramente entendido y sus oyentes se van a mojar con esa especie de lluvia brumosa que hay en “Can’t wait”, “Standing in the doorway”, “Tryin’to get to heaven”, “Love sick” o “Not dark yet”. Son temas desesperanzados, llenos de soledad y abandono, de resignación ante la forma en que el tiempo pasa y mientras pasa se vacía; palabras desde las cuales Bob Dylan parece tan amargo como casi siempre, pero también el doble de sincero: “Ayer todo iba demasiado deprisa / y hoy se mueve demasiado despacio. / No tengo dónde ir. / No me queda nada que echar al fuego. / No sé si tengo ganas de darte un beso o de matarte, / aunque probablemente te daría lo mismo. / Me dejaste gritando en el umbral de tu puerta / y ahora no tengo nada a lo que regresar”, dice en “Standing in the doorway”. Y en “Tryin’to get to heaven”: “Hay gente en el andén, esperando los trenes. / Puedo oír el latido de sus corazones, como cadenas balanceándose. / Cuando crees que lo habías perdido todo / descubres queaún puedes quedarte sin un poco más. / Voy carretera abajo, sintiéndome tan mal, / intentando llegar al cielo antes de que cierren la puerta”.

Los conciertos de Dylan son imprevisibles, nunca sabes qué piensa tocar, porque su estrategia consiste en disponer de tres y hasta a veces cuatro temas alternativos por puesto y decidir sobre la marcha cuál le apetece cada vez: este año abre sus actuaciones, por ejemplo, con “Absolutely sweet Marie”, “Everything is broken”, “Leopard-skin pill-box hat” o “Seeing the real you at last”. Y también está incluyendo bastante material de Time out of mind: son fijas en su repertorio “Cold irons bound” y “Love sick” y muy frecuentes “Not dark yet” y “Can’t wait”. Pero en Essen (Alemania) también cantó “Till I fell in love with you”; en París, “Make you feel my love”, y tanto en Londres como en Nueva York -aunque aquí en pases diferentes- todas ésas y además “Million miles”. Es difícil que las vaya a interpretar las siete juntas -o seis, como hizo en Londres-, pero seguro que irán apareciendo a lo largo de sus actuaciones en España.

El próximo 24 de mayo, poco después de dejar nuestro país, Dylan cumplirá 58 años. De modo que los enterradores ya deben de estar otra vez sacando sus palas. Ultimamente, Dylan no parece que haga mucho, aparte de sus conciertos y de haber grabado un par de cosas: la canción “Lonesome river” en el disco-tributo Ralph Stanley & Friends y una nueva versión de su clásico “Chimes of freedom” junto a Joan Osborne, para la serie de la NBC The ‘60s. Pero puede que aún tenga alguna sorpresa. No hay que atosigarlo, porque cuando lo conocí en Sevilla, en 1993, me dijo: “Las personas que menos me gustan son las que esperan algo de mí”. De momento, el río sigue su curso y quizás en estos instantes el viejo Bob esté poniendo unas flores sobre la lápida de alguno de esos tíos listos que tantas veces lo dieron por muerto.


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Grandes exitos

A ciertas edades, lo más conveniente es no arriesgar demasiado y, fiel a ese principio, Bob Dylan emprendió en Santiago de Compostela su gira española con un concierto tan correcto como previsible. Ante 6500 personas, que casi cubrieron el aforo del pabellón del Sar, Dylan se aferró a su repertorio de siempre y ofreció una actuación para todos los públicos. A los incondicionales no los privó de casi ninguno de sus más conocidos himnos, de “Like a Rolling Stone” a “Blowind in the wind”. La facción más juvenil tuvo que esperar a última hora para recibir la esperada descarga de electricidad de un concierto en el que el cantante estadounidense también se explayó en su veta acústica. “Será un concierto de grandes éxitos”, vaticinó por la tarde Andrés Calamaro, un argentino de estirpe dylaniana que ejerció de telonero de la estrella de Minnesota. Calamaro basaba su predicción en lo ocurrido en las dos anteriores actuaciones, en Lisboa y Oporto, y se equivocó muy poco. La noche comenzó entre “Mr. Tambourine man” y “The times they are a changing” y concluyó con las inevitables “Blowind in the wind” y “Highway 61 revisited”; es decir, la prehistoria dylaniana. Eso sí, las versiones estaban convenientemente desfiguradas para mostrar apariencia de novedad, aunque entorpeciese las ansias del público por corear sus celebérrimos estribillos.

A las diez en punto, Dylan apareció sobre el escenario vestido de traje vaquero negro. Fue una declaración de intenciones. Durante la media hora siguiente, el antiguo discípulo de Woody Guthrie explotó su vieja alma acústica y country. Sonidos suaves de guitarra acompañados de un clásico contrabajo mantuvieron a la mitad del público aferrado a los asientos de las gradas mientras los concentrados en la pista calentaban motores abriéndose paso entre las interminables colas para hacerse con un vaso de cerveza. Agotado el preludio acústico, Dylan tomó la guitarra eléctrica y se atrevió con otras incursiones sonoras, un rock siempre a medio ritmo, sin grandes estridencias y con algún toque reggae esporádicamente. El público se entregó con una larga versión de “Just like a woman” y, 80 minutos después del inicio, Dylan dejó que la gente se extasiara con “Like a Rolling Stone”. A continuación, en medio del fervor popular, se retiró a bastidores y esperó a que la concurrencia se desgañitase un rato exigiendo la habitual ración de bises.

La propina no defraudó. El cantante de Minnesota reservó para el final “Blowind in the wind” y “Highway 61 revisited”, que marcaron el momento más eléctrico de la noche, cuando Dylan rescató más claramente su vieja influencia blues, bastante ausente hasta entonces. Veinte canciones y 120 minutos después de su aparición sobre el escenario, concluyó la función. El público captó que el guión ya no daba más de sí y se retiró disciplinadamente, sin insistir más. Nadie salió defraudado, pero tampoco nadie se emocionó más de la cuenta. Dylan promocionó su revolucionaria aparición de 1966 con una propuesta estricta y predeciblemente conservadora.

XOSE HERMIDA
Desde Santiago de Compostela
El País de Madrid


Estoy en una cafetería, mientras Napoleon Bob canta de espaldas al papa JPII:

-Napoleon Bob no tenía nada mejor que hacer y está cantando con el Papa -dice alguien.

-Lo hace por honor y por dinero, como Bruce Willis en Pulp Fiction, que cobra por vender y cobra por ganar. ¡Y aun así necesita soñar!

Estas palabras son recibidas con aprobación general por la concurrencia.

-Bob no sigue la corriente... ¡Es la corriente! -dice otro y despierta aplausos.

-No olvidemos que ya grabó tres discos cristianos, en el vértice de las décadas 70 y 80. Y que en los años 60 había vuelto a Nashville con Johnny Cash... ¡sin dejar de ser amigo de los Grateful Dead! -más aplausos.

-¡Y de Ginsberg y de Lennon y de Ronnie Wood!

-¡Cantó para Frankie Sinatra, y ahora para el Papa! -risas y aplausos.

-”Me dejaste llorando en la puerta, con la tristeza envolviendo mi cabeza” -dice alguien, citando con rara precisión un fragmento del flamante disco de Napoleon Bob.

Esto llama a silencio.

-”Caminé a través del desierto, tratando de llegar al cielo antes que cierren la puerta” -cita otro.

Mientras tanto, en Bologna, Napoleon Bob, con tuxedo puesto, su mejor LesPaul y un elegante Stetson blanco, termina de cantar (tres canciones) y sube, al trotecito, los escalones que lo separan del Sumo.

-¡No! ¿Besó el anillo? -tensión en la atmósfera.

-¡Karol le está diciendo algo al oído! -murmullo coronario.

-¡Al chico que hizo fumar el primer joint a los Beatles!

-¡The Pope smokes!

Aprobación generalizada. Risas y aplausos.

-¡Bob, the Pope!

Ovación.

-Ahora, el Papa podría grabar en Egyptian Records -arriesga alguien y desata una risotada general. Egyptian es el sello discográfico de Bob. Mientras tanto, Napoleon Bob desaparece, ya bendito. Emoción y caos. Yo me dispongo, nomás, a irme de la cafetería.

-¿Cuánto le debo, Moisés? -digo. Hoy me siento santo y voy a pagar las cervezas de todos.

-Ya está todo pago -contesta Moisés, y mira al techo, mientras un terremoto sacude Europa, los animales se escapan de los zoológicos y los daltónicos descubren colores nuevos. Cualquier similitud con hechos o personajes de la real vida sería necesaria.

Andrés Calamaro

Este texto fue publicado originalmente en el suplemento “Radar”, el domingo 5 de octubre de 1997, en los días posteriores al recital de Dylan frente al papa Juan Pablo II. Pero no deja de ser actual: desde ayer, Andrés está cumpliendo el sueño del pibe girando con su sensei por nueve ciudades españolas.